Cuando la vida me suena a música, no sé bien porque pienso en la vidala.
El tono acoplado, que vuelve rebotando desde los cerros, sigue
conmoviéndome como la primera vez.
Creo que fue el verano del 98, cuando decidimos que era un buen momento
de darnos un recreo.
Tomamos tantos trenes, subimos y bajamos de tantos
colectivos, dejamos las huellas en el pavimento de tantas rutas, que me pareció
un itinerario trazado por dos borrachos locos.
En realidad cuando partimos lo hicimos desde el penúltimo
brindis, cuando el año abandonaba decisiones y ponía olvidos en su guantera
para una realidad indeseada.
Hubo, eso sí, demasiadas obscenidades como para no decidir olvidos imprescindibles.
Era necesario buscar la vida.
Y la vida que me alcanza, con perdón de “La Celeste ”, quien aprendió
que la música se hace sin preguntar cuanto le cueste, tiene más preguntas que
respuestas.
Los olores rancios. La gente “pelando” paquetes para compartir la vianda
de comidas “on board” del subdesarrollo; ese donde el turismo se hace como se
puede y sobre todo cuando, como en nuestro caso, se hace con el alma que vuela
lejos y bajo, casi por delante de la voluntad, era el motivo de esa fuga hacia
adelante.
Ese mosaico de fuerte fragancia, impregnó y decidió la partida.
El, siempre listo, -era una curiosa morisqueta a Baden Powell, ese
guitarrista que buscó y encontró un apellido para suicidar colonialismos-, sostenía que el cóndor mira desde allá, más
acá de lo permitido, por los pequeños ladrones de sueños.
Por eso nos fuimos a la montaña para perseguir la libertad imaginada, no
la pregonada sino esa, inasible pero tal vez posible, si el estadio del alma lo
permite.
El, por supuesto sospechaba que la vida nos esperaba en algún paraje
luminoso de día y luminoso de noche.
Casi como los contrastes violentos, salvajes, primitivos, sensuales, de
conciliar un espléndido sol dispuesto, en el valle de la luna y caminar la ruta “salada”, que lleva a Santiago, cuando la noche
espectral se vuelve blanca.
Casi como cuando las banquinas, oscuras, parecen refractar el paisaje,
avergonzadas de tanta promiscuidad universal, para tapar mentiras.
Lo cierto es que la historia se escribió, después de la voluntad, en un
hospital colgado de la cordillera, donde el médico –legítimo aire aindiado- era
Dios, puesto que hasta a veces, se perdonaba.
El médico salió aquella mañana del 6 de enero para decirle a Juan, padre
primerizo, que la historia –para hacerla corta- era ella –por la madre- o él,
por Simón –el bolivariano capricho paterno por nacer.
Juan siempre creyó que esas cosas de la vida y de la muerte no le
pertenecían, que era demasiado poco para decidir.
Se le quedó pegada la pregunta en la cara, sin poder formularla.
No entendía aquello de “la justicia divina”, mucho menos ¿por qué Dios
–su Dios- o él, tenían que decidir quien debía vivir?.
Razones aparte, él sospechaba que no era necesario elegir.
Además, mucho menos estaba capacitado para elegir.
¿Era acaso que el Dios le prestaba espacio? . Porque en verdad era lo
único posible de prestar en ese lugar.
Lo que sobraba y eso sigue siendo cierto, es que sobra casi
exclusivamente, el espacio.
Juan se preguntó en la puerta de ese hospital donde la montaña hace
nido, porque tenía
que ser él quien tuviera que decidir entre la vida y la muerte.
Le dijo al médico que
necesitaba ir a consultar con la
“Pacha” y que después le volvía a contar.
Esa vacilación hizo imprescindible que nos quedáramos, para ser testigos
mudos, inservibles, de un episodio que alguien decidió que presenciáramos.
Doy fe que no fuimos nosotros quienes decidimos estar allí en un momento
terminal.
La “pacha” no estaba de buen humor pero, por tratarse de Juan, lo
escuchó.
Su silencio era más elocuente que mil discursos amplificados.
Luego, siempre hay un después, ella quien se puso de cara a la montaña y
detrás de un tiempo incierto, regresó para musitar un murmullo al oído de Juan.
Lo supimos tarde y a contramano de los protagonistas.
Pero esa es una historia de otro tiempo.
Lo cierto es que Juan con gesto
grave recibió la misma gravedad del médico.
El calor se abalanzaba como un
león hambriento sobre la paciencia de
los pobladores.
Los hombres, estoicos ejemplares de la nada, se miraron. Los dos
esperaban. Y cuando dos esperan falta uno para contar.
El médico, -su bata blanca parecía ocre, esa media mañana, primera tarde-,
disponía de pequeñas dosis de buena voluntad.
No estaba seguro que debía aguardar que Juan fuera quien decidiera, pero
él, era un médico que tropezó una vez, con otro, llamado Ernesto Guevara y se
le quedó sumada la segunda vuelta, que se le da a los que no tienen chance, esa
fue su interpretación para aceptar la muerte injusta.
Juan lo miró a los ojos para decir con la elocuencia del silencio, la
vida viene, la vida va, será lo que EL, decida.
El médico confuso se volvió, falto de tiempo, para meter mano en el
quirófano y robar un trofeo a la muerte, agazapada en un rincón de la sala,
allí donde se escurre la esperanza.
Pasó otro tanto, prudencial para que ganara espacio.
Juan esperó manso, el médico sorprendido abrió la puerta al sol para
contar que no sabía como, pero los dos estaban bien.
Juan miró la montaña.
Nosotros decidimos que el tiempo era nuevo.
El milagro estaba vivo. Para qué molestarlo.
Angeles Charlyne
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