sábado, 27 de octubre de 2012

Vida... las


Cuando la vida me suena a música, no sé bien porque pienso en la vidala.
El tono acoplado, que vuelve rebotando desde los cerros, sigue conmoviéndome como la primera vez.
Creo que fue el verano del 98, cuando decidimos que era un buen momento de darnos un recreo.
Tomamos tantos trenes, subimos y bajamos de tantos colectivos, dejamos las huellas en el pavimento de tantas rutas, que me pareció un itinerario trazado por dos borrachos locos.
En realidad cuando partimos lo hicimos desde el penúltimo brindis, cuando el año abandonaba decisiones y ponía olvidos en su guantera para una realidad indeseada. 
Hubo, eso sí, demasiadas obscenidades  como para no decidir olvidos imprescindibles.
Era necesario buscar la vida.
Y la vida que me alcanza, con perdón de “La Celeste”, quien aprendió que la música se hace sin preguntar cuanto le cueste, tiene más preguntas que respuestas.
Los olores rancios. La gente “pelando” paquetes para compartir la vianda de comidas “on board” del subdesarrollo; ese donde el turismo se hace como se puede y sobre todo cuando, como en nuestro caso, se hace con el alma que vuela lejos y bajo, casi por delante de la voluntad, era el motivo de esa fuga hacia adelante.
Ese mosaico de fuerte fragancia, impregnó y decidió la partida.
El, siempre listo, -era una curiosa morisqueta a Baden Powell, ese guitarrista que buscó y encontró un apellido para suicidar colonialismos-,  sostenía que el cóndor mira desde allá, más acá de lo permitido, por los pequeños ladrones de sueños.
Por eso nos fuimos a la montaña para perseguir la libertad imaginada, no la pregonada sino esa, inasible pero tal vez posible, si el estadio del alma lo permite.
El, por supuesto sospechaba que la vida nos esperaba en algún paraje luminoso de día y luminoso de noche.
Casi como los contrastes violentos, salvajes, primitivos, sensuales, de conciliar un espléndido sol dispuesto, en el valle de la luna y caminar la  ruta “salada”,  que lleva a Santiago, cuando la noche espectral se vuelve blanca.
Casi como cuando las banquinas, oscuras, parecen refractar el paisaje, avergonzadas de tanta promiscuidad universal, para tapar mentiras.
Lo cierto es que la historia se escribió, después de la voluntad, en un hospital colgado de la cordillera, donde el médico –legítimo aire aindiado- era Dios, puesto que hasta a veces, se perdonaba.
El médico salió aquella mañana del 6 de enero para decirle a Juan, padre primerizo, que la historia –para hacerla corta- era ella –por la madre- o él, por Simón –el bolivariano capricho paterno por nacer.
Juan siempre creyó que esas cosas de la vida y de la muerte no le pertenecían, que era demasiado poco para decidir.
Se le quedó pegada la pregunta en la cara, sin poder formularla.
No entendía aquello de “la justicia divina”, mucho menos ¿por qué Dios –su Dios- o él, tenían que decidir quien debía vivir?. 
Razones aparte, él sospechaba que no era necesario elegir.
Además, mucho menos estaba capacitado para elegir. 
¿Era acaso que el Dios le prestaba espacio? . Porque en verdad era lo único posible de prestar en ese lugar.
Lo que sobraba y eso sigue siendo cierto, es que sobra casi exclusivamente, el espacio.
Juan se preguntó en la puerta de ese hospital donde la montaña hace nido, porque tenía
que ser él quien tuviera que decidir entre la vida y la muerte.
Le dijo al médico que  necesitaba  ir a consultar con la “Pacha” y que después le volvía a contar.
Esa vacilación hizo imprescindible que nos quedáramos, para ser testigos mudos, inservibles, de un episodio que alguien decidió que presenciáramos.
Doy fe que no fuimos nosotros quienes decidimos estar allí en un momento terminal.
La “pacha” no estaba de buen humor pero, por tratarse de Juan, lo escuchó.
Su silencio era más elocuente que mil discursos amplificados.
Luego, siempre hay un después, ella quien se puso de cara a la montaña y detrás de un tiempo incierto, regresó para musitar un murmullo al oído de Juan.
Lo supimos tarde y a contramano de los protagonistas.
Pero esa es una historia de otro tiempo.
Lo cierto es  que Juan con gesto grave recibió la misma gravedad del médico. 
El calor  se abalanzaba como un león hambriento  sobre la paciencia de los pobladores.
Los hombres, estoicos ejemplares de la nada, se miraron. Los dos esperaban. Y cuando dos esperan falta uno para contar.
El médico, -su bata blanca parecía ocre, esa media mañana, primera tarde-, disponía de pequeñas dosis de buena voluntad.
No estaba seguro que debía aguardar que Juan fuera quien decidiera, pero él, era un médico que tropezó una vez, con otro, llamado Ernesto Guevara y se le quedó sumada la segunda vuelta, que se le da a los que no tienen chance, esa fue su interpretación para aceptar la muerte injusta.
Juan lo miró a los ojos para decir con la elocuencia del silencio, la vida viene, la vida va, será lo que EL, decida.
El médico confuso se volvió, falto de tiempo, para meter mano en el quirófano y robar un trofeo a la muerte, agazapada en un rincón de la sala, allí donde se escurre la esperanza.
Pasó otro tanto, prudencial para que ganara espacio.
Juan esperó manso, el médico sorprendido abrió la puerta al sol para contar que no sabía como, pero los dos estaban bien.
Juan miró la montaña.
Nosotros decidimos que el tiempo era nuevo.
El milagro estaba vivo. Para qué molestarlo.


Angeles Charlyne





             


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