martes, 28 de diciembre de 2010

Sorpresas en la noche



Después de la lluvia se fue desgarrando la noche, lloraban los verdes como estrellas prendidas de los árboles.
Todo parecía morir bajo el aguacero.
Los faroles de la calle titilaban despiertos de horror.
Desde la ventana del hotel los autos se veían estúpidas patrañas al garete.
No supe que hacer con tanta oscuridad que, adentro, parecía más grave.
Me vestí, protegiéndome con el gabán que llevaba en mi maleta y bajé las escaleras.
La luz se había cortado y el ascensor se había detenido por muerte repentina.
Una mujer de negro me cruzó el paso, cuando la acera se abrió amplia y húmeda.
No llevaba paraguas, era todo río, de la cabeza a los pies; gato negro acurrucado en el portal de las sombras, erizado y en acecho, desplegaba morosos movimientos convocando supersticiones.
La figura atrevida se desplazaba lánguida y sensual
Su cabello largo descendía liso, lacio, irremediable, buscando la cintura.
El vestido se adhería al envoltorio del preciado, fragante y lujoso estuche.
La perseguí, obsesivo; un perro al acecho dispuesto a cazarla.
Ella no me miró; su perfil erguido era guiado por la nariz altiva y soberbia, que seguía apuntando al frente, todo un canto a la indiferencia.
Le gruñí un par de guasadas; inmutable, como la lluvia, no cedió; demasiada agua que no podía con el fuego.
Giramos, como trompos, sobre la ochava hasta tropezarnos otro hotel, un guiño de luz en la tormenta, “debe ser el suyo”, -pensé-
Decidido a entrar, la tomé del brazo, para obligarla a que me mirara. Lo hizo, derramando la mirada de sus enormes ojos azules y por primera vez sonrió, aceptando, luego de mecer la cabeza; el bing bang afirmativo.
Urgentes, a dúo, llamamos al ascensor, rastreando el sexto piso; ascenso a un cielo privado.
El palier del lujoso apartamento se extendió, generoso, una cinta silenciosa con forma de afelpada alfombra.
La llave giró en la cerradura de esa puerta maciza y veteada, que se abrió, hospitalaria.
El recibidor mantenía temperaturas necesarias para noches indomables, como esta.
Colgué el saco, empapado, en el perchero centinela que descansaba detrás de la puerta.
Ella desapareció, supuse a buscar un trago salvador que atizara carbones preventivos.
Me senté a esperarla en el mullido sillón de pana azul, casi pausa contra el cielo.
El retrato del hombre, sobre la mesa enana de roble, llamó mi atención. Lo tomé cuidando no ser visto.
Joven y apuesto llegaba, desde la imagen, con el cabello rigurosamente estirado hacia atrás, seguramente sujeto en la nuca, una forma de poner orden con la cara.
Su rostro anguloso, era de una extraña y perturbadora belleza.
Se me desvaneció de las manos, a tiempo, cuando ella regresó, irrumpiendo en el instante revelador.
La mujer, como ave urbana de la oscuridad, se acercó, con ojos crecientes, casi desenfundados para observar y la boca glotona, entreabierta, dispuesta a quedarse con todo.
Su perfume estaba sellado a ella, como un escrito sobre la piel visible. Un graffiti exultante, sobre la pared inmaculadamente blanca.
Sus pechos asomaban firmes; la pollera seguía presa del encanto y el canto del cisne.
“Seguro que va a saltar la espoleta del deseo y morderemos la mejor granada” -pensé-
La noche agonizaba y yo también, preso en su cárcel con rejas de carne.
La besé y seguí lamiendo su cuello, paseando por sus pezones para llegar al ombligo, creado con la sabiduría de un artesano.
Decidido, me dispuse a continuar el viaje hacia el sur, en llamas, para quemar las mejores naves sin estrenar, que suelen ser las fantasías improbables
La mano de ella se interpuso, interrumpiendo la marcha.
Pareció sobresaltada, impaciente como si se tratara de su primera vez.
Me abalancé, león hambriento, buscando derribarla.
La arrojé con violencia sobre la mesa de vidrio, comprobando que se acoplaba a la superficie, con la armonía que emergía desde la repetición.
De un tirón le arranqué la ropa.
El paisaje era prometedor y de matices soterrados, como el tiempo que afuera cambiaba lluvia por espanto.
De ojos cerrados, la autopista del placer, que exploraba como un ciego en la maleza, me tropezó con un trémulo escollo, que se agitaba en el ojo del huracán.
La sorpresa, abochornada, caída, se dejó ver, minúscula, flácida entre las piernas, en el mismo instante que le escuché decir -con voz melodiosamente ronca- “Me llamo Raúl, no me diste lugar para que explicara...”


Angeles Charlyne

De la serie “Ironía erótica”

jueves, 2 de diciembre de 2010

Apocalipsis


“2012 el resurgir”
Acrílico



El día amaneció bajo un cielo metálico, plomizo, acerado. Pensé que no podía ser de otra manera, si esa misma mañana lloverían bombas. Es posible que el fuego, luego, purificara el escenario. Las pobres gentes del pueblo no lo sabían. Tampoco tenían porque saberlo. Yo no tenía ganas de contarlo y, menos, de enfrentar miradas interrogantes.
Las calles a esta hora incierta, donde los grises dominan el futuro, estaban desiertas. ¿Qué otra cosa se podría esperar? En esa estación oscura, donde la parada del tiempo llegaba habitada de la morosidad propia de la ausencia de apuros, era la temprana resignación de la nada, llamando, el 2.012 se aproximaba.
Miré hacia el este -de allí vendría el miedo- profetizó alguien -hace tiempo-, teórico, de la calamidad. El este me mostraba que el oeste era el Atlántico si yo aceptaba que él, era Pacífico. Vacilé. De pacífico no podía presumir, menos ante el incendio y las vísperas.
Al final de la calle ancha, un perro, sigiloso, olfateó desconfiado el tiempo de descuento que, sospecho, intuyó se avecinaba. Se hizo amigo del cardal que comenzó a deambular insomne, aprovechando el silencio y el espacio. Me pareció casi una atención, atender a ese penúltimo descanso. Pude liar un cigarrillo, seguro de disfrutar la privacidad, posible en la locura.
Pensé en las mentiras acumuladas, que yacían latentes, tras las paredes del edificio donde las autoridades, seguramente, debatían mentiras que explicarían, a la historia y al futuro la parte conveniente de las decisiones inconclusas, insuficientes, inconvenientes, pero necesarias, para justificar lo injustificable.
Me encogí de hombros, sin sumar indiferencias, eran peores las de los otros, que contribuyeron con su desidia a la calamidad pública. La impiadosa realidad disfrazada de políticas y de ideologías. La asquerosa vocación por la simulación. Los intereses son permanentes. Las ideologías van y vienen, afirmó una vez un hombre ilustre, que se vanagloriaba de no haber escrito una línea, para explicarse; para lo que hay que ver!, solía justificarse y desdeñar la humanidad. En fin, era el manso discurrir de lo inexorable, la antesala de momentos finales… la revelación!
En el aire, un pájaro curioso, dibujó el círculo perfecto de lo insondable, como tratándose del rítmico pasaje de la intromisión. El vuelo parecía reconocer o registrar para siempre aquello, que yo, sospechaba, detectaba desde arriba. La mañana rauda, avanzaba insolente, para tomar posesión de sus dominios, que la gente suele creer propios.
Casi resignado cedió lugar al viento, que parecía predecir. Las pequeñas historias que habitan leyendas de la gente, se escriben por abajo, donde suele estar la verdad, como anticipa el oráculo, a veces… a destiempo, como es lógico. La prudencia es hija de la razón. Pero no vive en este pueblo. Hay cierto aire de indefensión o resignación improbable (nadie sabía que iba a ocurrir salvo yo). Muchas veces tuve que aceptar que esta actitud, colectiva, pasiva, suicida, imprudente, debía cambiar, como el curso del agua que baja en los ríos de montaña. Sin embargo la historia, que siempre escriben los vencedores, custodia el rumbo de la humanidad, creo que sin saber por qué. Claro que, los intereses, siempre saben muy bien por qué.
Las primeras ventanas que se abrieron, casi como al unísono, eran una formación galáctica en la tierra. Titilaban y flameaban los postigos reclamando espacios, ignorando ¿deliberadamente? que ese día no era uno más. La mutilación de los sueños suele ser el peor de los crímenes, pero estabamos en tiempos de vísperas y estos, seguramente, no figurarían en ninguna antología.
Los habitantes del pueblo, propietarios de la indiferencia parecían estirar las piernas de la inmortalidad.
Los comercios abrían sus puertas, como si nada, claro tampoco sabían y mi locura era progresiva, porque asociaba lo imposible. Los chicos salieron, como siempre, rumbo a la escuela. Las madres, diligentes o preocupadas por el que dirán las otras, reprendían como siempre y formaban la cola de la comunicación que se hace en cada puerta de colegio que se precie.
Los micros se alineaban respetuosos para portar la valiosa carga. Claro que, no parecía serlo en virtud de aquello que los llevaba hasta la encrucijada. Los movimientos morosos desperazaban y el concierto popular de la última sinfonía que se interpreta sin que las partituras se conozcan, estaba sonando en el silencio profundo del momento previo.
Empecé a sentir agobios inesperados. Pero las cartas estaban echadas y ese casino de la vida estaba por cerrar.
El rumor del este, en el aire, parecía inaudible, a punto tal que nadie pareció advertirlo. El cielo se ennegreció más de lo aconsejable, desde donde yo miraba. Me sobrecogió la pantalla gris metálica de los aviones y aquí, abajo, en la tierra, la supina indiferencia de quienes debutarían en el cataclismo.
El descenso ordenado, un ballet de hierro deslizándose en el viento, sólo tuvo un espectador, yo.
Me sentí, supremo, deshacedor de absurdos ante el principio del fin.
La oleada, como cuando se quiere cabalgar la marejada, onduló antes de abrir sus vientres llenos de mensajes… “Bienvenidos!”,
“El mundo quedará limpio”” “La tierra agradecida” “Los buenos se quedan… los malos se van…”
La manera de saldar deudas tenía la perfección de una firma… la mía. Cerré los ojos… el universo se iba oscureciendo, pero yo veía la luz.
El Apocalipsis había llegado.


Angeles Charlyne



“Apocalipsis I”
T/m






"Apocalipsis II"
T/m

martes, 23 de noviembre de 2010

Desvelo





“El pensamiento atormentado desea huir de los desvelos cotidianos... cuando la memoria del hombre descorre la sábana blanca donde llegan los fríos...”



La mujer pensó en los te amo que nadie le dijo, en las cartas que nunca recibió, en la mirada ocre de un otoño sin prisa, en el perpetuo y azaroso deslizar de los días, en la rosa infertilizada de su vientre, en el ocaso temprano de su vida, en el sendero ruin del destino, en la morada alámbrica del silencio, en la queja doliente de la pena, en la tristeza de todos los vacíos, en el torrente acuoso de la lágrima. Solo por eso... y por todo... cerró sus galopantes ojos amarillos, cubrió su cuerpo de fieles atavismos... con el velo negro de quien desvela memorias... y se echó a morir la noche como tantas otras veces...


Angeles Charlyne

De “Siete veces 7”
-Microcuentos-

martes, 9 de noviembre de 2010

Poemas de agua


"Submarino"
-Xilografía-


"Esta mañana la vida se desliza por el agua.
No hay voz que quiebre el silencio del agua."
Cesare Pavese




I

Aquí estoy,
mirándome,
en este espejo de agua,
con dos ojos amarillos
y dos pestañas largas,
una nariz que respira
alguna pausa,
una boca que sujeta
la fragilidad del alma.
Y aquí estoy,
desnuda,
frente a un poema de agua,
con las manos del insomnio,
con la pena desgarrada,
con el corazón de paseo,
con el rostro trasuntado…
por si me descubren humana.


II

Y nadie me ha explicado:
Que los gorriones
mueren electrificados
por ser simples gorriones.
Que los niños crecen
y suicidan juguetes
en el altillo del olvido.
Que hay que sufrir
mil muertes
antes de la definitiva.
Si nadie me lo anticipó:
Que el amor viste de estreno,
cuando muda historias viejas.
Si nadie me dio aviso:
Que a la mujer que he sido
se la llevaron
sin que me diera cuenta.

…Si nadie me lo dijo….


Angeles Charlyne


"Tótem de sombra"
-Xilografía-

lunes, 1 de noviembre de 2010

Tarde



Paloma levantó la tapa. La boca del cofre se abrió para respirar, repleto por el ahogo de tantas palabras estacionadas; introdujo la carta, la asfixió junto a las demás, otra vez llegó la oscuridad, le puso llave y salió de la habitación, clausurándola con otro cerrojo.
La puerta tembló y un cercano llamador de ángeles se bamboleó para sonar como nunca.
Pasó por el corredor que comunicaba al baño, se detuvo; Marcos estaba frente al espejo. Una espuma blanca ocultaba parte de su rostro, todo un paisaje nevado. La máquina de afeitar subía y bajaba, esa huella lisa y tersa que iba dejando, le recordó una silla de nieve rasurando caminos; el espejismo desapareció pronto, pero los hielos del alma seguían carcomiendo hasta los huesos.
Marcos reparó en su presencia, se asomó, la saludó extendiendo la brocha empapada de blancos, que aún sostenía en su mano Paloma se dio vuelta y lo saludó con un gesto. Él se quedó hasta verla desaparecer.
Era lunes de mañana y el agitado fin de semana se había disuelto. Una forma más de litio mutando hacia la elusiva zona de expectativas y otras de las rutinas insalubres que azotaban su inteligencia. Paloma voló rumbo a la cocina para prepararse el desayuno. Una solitaria decisión que conservaba en eso de conservar la independencia y los símiles de la libertad, cuando se quiere preservar, como ella, espacios plenos para uno. No solía explicar y los demás terminaban por aceptar, no sin protestas a veces, las distancias que tomaba de la vida de los otros.
La luz del sol rebotaba en las blancas paredes de la no menos blanca conformación del mobiliario, todo lo cual le confería un aire extraño, irreal. Entrecerrando los ojos pudo ver los cipreses enjutos que descendían el suave declive del parque. La mirada se perdía porque el espacio estaba dispuesto para declinar, cortésmente, descubrir el horizonte.
Preparó el jugo de naranjas en un vaso alto y delgado, mientras meticulosamente disponía el orden del lugar. En tanto modificada el de las cosas, con un plato de tostadas dispuestas sobre un mantel verde veronés, oscuro y brillante. Tanto la tetera como la lechera individual, lucían primorosas, como piezas únicas -lo eran- y la taza transparentaba las delicadas formas que hacían propicio su placer.
Se dijo que sí. Que su placer estaba antes que nada. Se detuvo en un movimiento casi circular, al recordar la carta y el remitente.
Un largo silencio se agazapó detrás de la puerta de la memoria. Hubo muchas y artesanales formas de desviar esa correspondencia, casi implacable, que la seguía a lo largo del tiempo, y que la abrumaba, no tanto por el riesgo de ser interceptada y consiguientemente, interpelada, como por la fuerte sensación de sentirse condicionada. Tampoco eligió elegir, pensó, pese a que la decisión estaba por encima suyo. Había comprobado a lo largo del tiempo, que por más inesperado que fuere el lugar donde se hallara, ellas llegaban una vez por mes, con implacable precisión. Algunas cubrían formalidades aunque el reclamo persistía. Su negativa al encuentro fue la ruptura del cristal en una tarde mayo, cuando Pablo supo olvidar la cita por otra y con otra, desarmando el mundo lúdico donde ella había instalado esa relación casi sacramental. Nunca se trató de despecho, celos, odios, venganzas, rechazos. Nada de eso tenía lugar en su alma. Simplemente el peso de la tristeza honda, casi lánguida, etérea, indescifrable pero también ilevantable, había clausurado para siempre -lo supo después- la construcción de un futuro con sueño de promesas confesables, sólo para ella. También se recordó que nunca se lo hizo saber porque la sorpresa siempre tiene lugar después y esta vez, la suya fue desafortunadamente primera.
Pablo no sólo no se resignó. Sino que dedicó los siguientes veinte años a buscar la indulgencia, la absolución, fruto de la percepción del nunca más. Consagró su vida a seguir sus pasos a lo largo de la vida, sin olvidar un día, con la obsesión consagrada.
El éxito acompañó su vida profesional pero ese era el costado perfeccionista, con el cual ambos habían elaborado, antes, los mutuos respaldos. Paloma bailó la vida de los poetas dejando su huella en el alma de los otros, y nosotros -se dijo Pablo-, los blancos de papeles entintados, inmortalizando una danza propia, celebrada por el mundo de los dos.
Paloma agitó la cabeza en su cocina y el jugo se meció en la copa que bebió de un sorbo. No tenía ganas de encontrarse allí con su marido y hablar de la previsible jornada de él en su empresa, capaz de condicionar hasta el minuto feliz, como ocurriera, cuando nació Luz. Partió rumbo al parque para caminar en círculos, como solía hacer, tiempo que consagraba a lidiar con sus sentimientos, ordenar ideas, buscar la forma, planear un salto o simplemente escuchar el silencio.
Nunca halló razones para responder una sola de las cartas de Pablo. Era impensable. El debería haber aceptado que la realidad puede parecerse a la verdad, dependiendo desde donde se la mire.
Una paloma blanca detuvo su vuelo en la parte superior de la residencia vecina, no tan distante como para que ella no advirtiera una ligera impaciencia. La fijeza posterior la inquietó y un ligero estremecimiento la obligó a abrazarse.
Se volvió. Entró en la casa. Abrió la puerta, se sentó al escritorio, tomó su pluma, la humedeció en la tinta y comenzó a escribir: “Pablo, es tarde para llegar tarde a alguna tarde...”
Una radio lejana, posiblemente la de Marcos, anunciaba... Se suicidó el doctor Pablo Fernández...
Paloma buscó con la vista la paloma, pero ya no estaba y una sola lágrima rodó hasta naufragar en sus labios apretados, mordiendo el silencio.



Angeles Charlyne

De la serie “La puerta que…”

domingo, 24 de octubre de 2010

Atreverse


“Has dicho tantas palabras
que ya no te atreves a oírte llamar”
Alejandra Pizarnik



Dicen que la muerte
te cubrió de luz
porque la vida
te tumbó de sombras.

Dicen que te has ido
y que un gorrión azul
escondió en tu sexo
el último verso.

Dicen que dicen…
Los peces moribundos
de tu vientre,
los muros,
las paredes
y las sombras.

Dicen que han sufrido...
Los ojos descarnados
de un poema.

¡Alejandra!
dicen
los fantasmas
que
dejaste huérfanos.

Dice…
un mar,
una telaraña,
una muñeca,
un perro flaco
y un cigarrillo encendido
de cuatro cabezas.

Dicen…
Las noches,
los espejos,
los silencios,
las puertas abiertas.
Y que hay un puente
y un sombrero con flores secas.

Dicen que oigas.
Que te atrevas.
Que vuelvas.
¡Qué vivas!
Que se quedó con hambre
de caricias
tu cabellera de Ofelia.



Angeles Charlyne

domingo, 17 de octubre de 2010

Mujeres

“Ayer, hoy, mañana, después y...”



Las cinco mujeres, aguardaban al psicoanalista. Todas charlaban, excepto una. La señora de don Ayer decía que él, siempre pensaba en su pasado. La de don Hoy, que nunca lo hacía en mañana. La de don Mañana, que el suyo postergaba todo para después. La señora de don Después “que para su cónyuge no existía ni ayer, ni hoy... que todo era luego”. La mujer silenciosa miraba sin comprender por qué ellas no estaban conformes. Una, rompió el mutismo -Decime... ¿vos no tenés de qué quejarte?-. La interrogada miró antes de contestar con otra pregunta -¿Qué podría decir alguien casada con don Nunca...?


Angeles Charlyne

-Microcuento-
De: “Siete veces 7”

viernes, 8 de octubre de 2010

De viñas y veletas



“Bebamos, pero antes brindemos” -decidió Cosme, insoportable a la hora de dar órdenes y decidir los movimientos y la vida de los demás. Azucena su mujer asintió, de mala gana, levantando la copa y haciéndola rechinar junto a las otras.
Como en toda familia de la humanidad hay siempre alguien que decide que, cuando y como.
La terraza blanca, era una incitación. Todo se hacía allí, desafiando al sol, también el gallo, hacía lo propio, apostado como un soldado guardián, custodiaba los frentes de batalla, desde y sobre la veleta de la vieja iglesia.
Nadie retrocedía y las emociones estaban siempre a flor de piel, porque nadie se lo confesaba pero todos convenían en que un acuerdo silencioso los reunía esa única vez en el año, para celebrar el pretérito acuerdo -si es que lo hubo- capaz de construir semejante constancia a través de los siglos.
Los invitados eran muchos. Los complotados algunos menos. Los completados ninguno porque “la ninguna” era parte de la negación automática a los sucesos que escapaban a la comprensión automática. Por ejemplo la que encarnaba Azucena, que nada tenía de flor. Ella era una luz perdida en ese paisaje mediterráneo, un jardín errático en la penumbra de la vida de los otros y que solía incomodar, como lumbre en la tormenta.
Azucena sabía que aquella figura de hierro, imponente, con la cresta saliente y empinada, determinaría inminentes y drásticos sucesos. Lo supo la noche en que su abuelo “el profeta”, así lo llamaban los lugareños, se quebrara, diciéndole “Escúchame bien Azucena, debo contarte un secreto, serás la única que podrá salvar al mundo, rompiendo las pautas, las reglas, las normas establecidas del universo. Llegará el día -prosiguió diciendo- en que el viento y la lluvia se querrán llevar los sueños de la gente. Pero debes impedirlo. El viaje será sin boleto de regreso.
¿Lo ves? -preguntó el viejo. El… -señalando al gallo y su veleta- es dueño y señor de estas tierras, hace y deshace, se respira la vida, la muda… la pone a sus pies. No hay Dios que se le asemeje, ni siquiera el que está dentro del templo. Lo podrás constatar en un futuro próximo -finalizó sentenciando-. No me preguntes más. La decisión será tuya y el amor también lo será…
Y con un beso el abuelo selló el pacto con su nieta, alejándose de la Viña para nunca más volver.
Azucena asomada a la terraza y recordando aquellas palabras, miró hacía la torre. La veleta permanecía inerte, como una nada perdida entre la inmensidad arquitectónica que la rodeaba, la comparó con su vida de continuas humillaciones, rondada por el desamor y el silencio y comprendió. Miró esos brazos de hierro extendidos como puentes hacia la gloria, y se imaginó abrazada al cielo, respirando la pausa del agobio. Giró la cabeza para comprobar el resto de la escena. Levantó nuevamente el telón imaginario y prosiguió con ese juego que tanto la seducía. La cúpula mayor, con su punta rozando estrellas, se le antojó un juguete fálico, donde los pájaros anidaban y palomas se daban cita.
Los ángeles, que antes, fueron dorados, subsistían entre colgajos de musgo, mansamente descascarados, esforzados por sostener los famélicos clarines.
Las campanas… fauces hambrientas, sonaron estrepitosas, presagiando lo inevitable. Azucena se persignó y se quedó a la espera. La hora del grito estaba comenzando.
La ceremonia marchaba con el ritmo propio de la morosidad que uno se desea para las fiestas, cuya perdurabilidad se procura detener, para que el pasado tenga su oportunidad de juntarse con el presente.
Los chicos, inocentes de estas preocupaciones que sobrevolaban regiones misteriosas, jugaban los juegos de un destierro propio de la fantasía que significa irse, por una vez, de la vida diaria, buena o mala que les tocaba, vivir.
Las mesas dispuestas bajo las sombrillas amables, casi maternales por el abrigo, cuidaban que todos se sintieran incluidos. Cosme dirigía desde su estratégico rincón familiar, los aprestos dispuestos a no perder de vista que ese día, ese único día, el destino lo había escrito para ellos. Lo que no sospechaba era… que.
En realidad muchos miembros de esa corte desarrapada y miserable, cultivaba la exclusividad de quien creía que era su Dios.
Cosme hizo, con la ampulosidad de siempre, la indicación para que la ronda de mozos llegara puntual y atenta a cada uno de los comensales, para que nadie se sintiera discriminado o al menos lo intentó.
Cada mesero portaba su botella, que a la vez portaba la exclusiva cosecha de la finca, antes que nadie pudiera acceder al tesoro que el viñedo guardaba para propios y extraños. Como una delicadeza superior, esa misma botella llevaba el número de la mesa, para que la reciprocidad no permitiera albergar sospechas.
El brindis, en realidad la ceremonia central, más que los platos típicos, la complacencia de adolescentes y niños capaces de consentir, las parejas que se animaban a construir el futuro, los adultos en retirada de proyectos vitales, sólo dispuestos a aguardar los tiempos del destiempo, se galvanizaban para ese segundo donde se refundaba la virilidad de la descendencia. Donde todos, sin exhortaciones, contraían el compromiso de prolongar en el tiempo, la ceremonia, por la cual esa familia, cuyas ramificaciones muy pocos podían seguir, para no errar el camino, elegía su elegía.
Conmovía la solemnidad de abyectos personajes que, por un instante, rescataban la dignidad después de pasos perdidos.
La vacilación del jefe del servicio, un somelier de irreprochable pasado y trayectoria, hizo palidecer a Cosme. Toda la ceremonia transcurrió dentro de lo que la mayor parte de invitados e invitantes esperaban.
El sol declinó homenajes. Cuando la tarde decidió marcharse, con el garbo y el donaire de quienes se sienten seguros que su regreso es cierto, saludó con tres nubes alargadas. Los visitantes, emocionados por la renovación de la fe y el compromiso remoloneaban demorando regresos. La tarde se prestaba. Tal vez y ellos lo ignoraban, era lo único que se prestaba ese día en ese lugar.
Cuando se licuó la urbanidad, Cosme, con residuos de curiosidad, amortiguados por cuatro generosas copas del vino elegido, buscó a Pierre el somelier, para interrogarlo.
El hombre dueño de todos los desencuentros imaginables, escuchó la consulta, se encogió de hombros, para explicar, sin mayor énfasis, que las piletas -donde se albergaba el vino -, fueron visitadas durante la noche por el viento del norte y la tormenta impiadosa pudrió la cepa ansiada, elegida y por supuesto ignorada por todos.
El hombre, miró a Cosme y se marchó. En su casa, se encontraría con Azucena, -su amor prohibido… hasta hace instantes-, para subir un barrilete peregrino antes que el lucero avisara la llegada de la luna. Las maletas descansaban sobre la cama, prontas para el viaje; pero faltaba el último aullido, la fatídica señal… el desajuste, entonces sí llegaría la culminación, el milagro.
Cosme, acongojado y solo, giró la vista hacia la iglesia en busca de sosiego… pero los ángeles ya no estaban, en su lugar un anciano de larga barba blanca pareció elevarse como una paloma ligera de equipaje.
La veleta se meció gradualmente y como un reloj marcando las horas señaló que el tiempo era ese.
El gallo respondió al mandato de la naturaleza. Sus plumas se abrieron como abanicos, deseosas de libertad. Su pico en alto ejerciendo poderío, apuntó al firmamento como un misil devastador.
Un relámpago fue respuesta, cayendo lineal e iluminando la cresta de hierro.
La tierra se bañó de un río rojo y acuoso. El adiós llegó oportunamente como la lágrima derramada sobre el rostro de Cosme.
A lejos se oyó el quejido rumoroso del mar y una embarcación que zarpaba.
Respiraron vientos nuevos sobre la Viña polvorienta, cuando un cuervo, impávido de malos augurios se despedazó en el aire…



Angeles Charlyne


*Texto -concebido a partir de “Las veletas de Minutti”-
que integra el proyecto -- “Monografía de las Veletas / Letragrafía de las Veletas”- Año 2005-

Rafael Cortés Minutti

Las Veletas de Minutti ®
Cerrada de Schubert Núm. 8
Fraccionamiento Indeco Ánimas.
CP. 91190
Xalapa, Ver. México

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Silueta


“De tanto creer se me ha escaldado la fe...
De tanto sentirla... se ha vuelto vieja amiga...
De tanto mirarla se me ha confundido...”


Se despojaba de sus ropas, que lentas iban cayendo, como pétalos.
Imaginé que algún jardín alfombrado las recogía, porque ella, era para mí, fragante flor. Pude ver como una, fugaba aromada, para posarse sobre su seno izquierdo. La silueta se contoneaba junto a la ventana, una provocación de la que yo no podía prescindir.
Fue tarde cuando me enteré... Desalentadora y desagradable sorpresa. Alguien que antes, la espiaba, alertándome dijo -¡Cuidado!... no te enganches con ese truco... lo que ves....sólo es la silueta de él, que quiere ser ella... ¡Créeme!... Ella oculta otra forma... entre sus piernas.

Angeles Charlyne


De “Siete veces 7”
Microcuentos -Año 2003-.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Espejos



“Tu forma es la forma que quieras recibir... según el cristal donde te mires... por eso hazlo en el plano justo... con la luz correcta... y la lente adecuada...”


Celina se miró al espejo que, lentamente, se fue apoderando de ella, desollándola. Su piel se introdujo en el cristal, sus ojos eran prisioneros enloquecidos, pegándose a la forma vidriosa que la recibía. Sus labios rojos y dulces, como fresas, suspendieron la palabra, para acomodarse al espacio de otras voces. Su rostro jugó con rictus salvajes. Cada noche parecía una larga batalla con el tiempo. La cascada dorada de su pelo mutó, deviniendo en enredadas hilachas de paja Víctor apagó el televisor. Su mujer se había convertido en un verdadero monstruo... un magnifico rompecabezas... presa fácil de los reality shows...


Angeles Charlyne


De la serie “Siete veces7”
(Microcuentos)

La obra contiene 70 microcuentos
Estructura: título de siete letras, breve texto introductorio, desarrollo -en su armado original- de siete líneas.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Blanco difícil en el mar

-Buen viento el que viene del norte -dijo Tomás abrazado al mástil del velero. Nicolás gruñó y esa expresión era apropiada, se dijo Nina, sentada contra el borde de la escalera que descendía hacia las comodidades de la embarcación. Volvió a mirar, tiernamente, a Tomás, con el pelo despeinado indomable a la hora de estar presentable, según su juicio, su enjuta figura enfundada en el short blanco corto, que dejaba al descubierto sus piernas nervudas, nerviosas, tostadas, como el resto de su cuerpo. El mar transpira una finísima espuma salobre que impregna, hace sólida la superficie de la piel y la apergamina. Unas finas arrugas debajo de los ojos, le agregaban a Tomás tiempo, que no había vivido. Su inclaudicable buen talante, lo ponía siempre en ventaja, pensó ella, frente a personajes complejos como Nicolás.
Una amistad impensable los unía. La hosquedad de este y la locuacidad de Tomás, parecían no tener punto en común de encuentro. Sin embargo eran inseparables, sobre todo cuando de la aventura de navegar imprevistamente se trataba. Casi no era necesario convocarse, parecía posible que siempre dispusieran de espacio para acompañar la decisión del otro. Nina sabía que era una excepción su presencia. Ambos, la consideraban posible y ella nunca se preguntó a fondo por qué, tampoco quiso preguntarles, para que los muros que pintaban el equilibrio del trío, resumieran mensajes incómodos.
Nina era aceptada por los dos y le pareció suficiente. Esa tácita aceptación le hizo convivir viajes plagados de paisajes inesperados y acciones imprevistas. Supo de puestas de sol rojas, tomados los tres de la mano, comulgando la ceremonia imposible de repetir. Esos viajes siempre tuvieron una muestra única; siempre estuvieron teñidos de la excepcionalidad. Ella no sabía muy bien si era común a otros, pero estaba segura, seguridad adquirida con el tiempo, que su caso era ese, por cuanto cada vez que alguno de los dos la llamaba acudía sin preguntar, con la adrenalina desbordando razones.
Nina se sabía hermosa y no necesitaba que nadie se lo confirmara. Igual que ellos, a su manera eran dos hermosos ejemplares, que sus amigas codiciaban. Codiciaban también los códigos con que los tres se conducían durante los tiempos de navegación. Por supuesto esto era inviolable sin que nadie lo hubiera dispuesto, y los tres solían divertirse, a su modo, con la ansiedad ajena, cuando retornaban a tierra.
La bahía donde el muelle de madera casi lustrosa por el tiempo, los acogía, reunía esa tibia intimidad de lo privado. Algún curioso los veía llegar, casi siempre de madrugada, como tres sombras espectrales, recortados contra el cielo azul dorado incipiente, cuando el sol, curioso, asomaba a sus espaldas, casi un rito iniciático que tampoco, alguno de los tres hubiera propuesto; desde el muelle sus figuras llegaban con la luz a sus espaldas y eso añadía cierta impresionante condición al misterio que los rodeaba.
Ahora, en el cabeceo tempestuoso y verde del mar, que murmuraba casi enojado, Nina intuyó que ese viento norte y bueno que anunciaba Tomás, tendría la brevedad del parpadeo. El barco cabalgaba majestuoso y se bamboleaba con la gracia que los navegantes admiran, cuando el mar da su concierto coral. Sospechaba que los hombres esperaban algo, pero ella no preguntaba. Suponía que la sorpresa, como siempre, colmaría expectativas. Los tiempos precipitaban sucesos y ellos administraban descubrimientos.
El sol caía a pico sobre la embarcación. Y la cubierta recogía espasmos salobres que baldeaban su superficie. Los tres trabajaban en la estabilidad con el silencio constructor que había soldado la extraña relación.
La seguridad de Nina. Su pronóstico mental, comenzó a cumplirse. El viento cambió, súbitamente, y el rolido también, Nicolás, haciendo visera sobre sus ojos, miró al frente como esperando algo. -Será tormenta –sentenció, y Tomás asintió en silencio para proceder a trabajar en el velamen, prever. Nina, sin saber por qué, anunció. -Y muy fuerte -sin más comentarios.
El cielo, azul, desmentía rotundo. Muy rápidamente y a ras del agua el aire se enfriaba dando paso a la mutación. En el fondo, donde la mirada tropezaba con la colisión verde azul de mar y cielo, se instaló la sombra oscura de la nube como un telón sobre la primera ola que comenzaba a trepar.
-Se la ve muy fuerte -agregó Nicolás en términos personales, que el trío había establecido como léxico común. Nina musitó como para sí, -la que viene será peor. Tenían tiempo hasta que la primera llegara hasta ellos, Tomás puso el arpón al alcance de la mano, sin ninguna explicación. Un tiempo inmedible después, comenzaron a descender vertiginosos, rumbo al hueco que fabrica el impulso de la ola gigante que se viene. El cielo gris, decoraba el momento. El edificio líquido que se abalanzaba fue escalado raudamente por la mano experta de los tres, que se habían enlazado con cuerdas especialmente diseñadas para posibilitarles el desplazamiento. Estaban empapados cuando comenzaron el nuevo descenso, mirando atrás la mole verde que viajaba a una velocidad inusitada. El vacío se pronunció y los tres se miraron concordando en silencio que la próxima ola sería superior en tamaño, intensidad, y violencia. El barco, una vez más, mostró la insignificancia frente a la naturaleza. Los tres se afirmaron con la vela recogida, para sortear aquello que en el fondo de la superficie comenzaba a crecer, desmesuradamente, también tenían claro, sin cambiar palabra que otra peor, no la podrían pasar. Cuando se les vino encima se sintieron barridos, sacudidos y aplastados contra la cubierta. El barco resistió y bajó los siguientes treinta metros de altura, con la dignidad de los sobrevivientes. Se miraron para convenir que “eso” había pasado y sentirse transportados del cielo al infierno en un segundo, fue la sensación que estaban aceptando. La placidez posterior de la navegación, casi una balsa, luego de la sucesiva visita que debieron sortear, les regaló una fuerte sensación de felicidad. A la derecha del rumbo de navegación, sin embargo, una tenue línea blanca llamó la atención de Nina.
-¡Tiburón! -advirtió sin alterarse. La aleta de navegación iba recta y paralela a su derrotero. Parecía acompañarlos pero, todavía no podían precisar su dimensión. Tomás y Nicolás se prepararon en silencio y seguían con la mirada el fenómeno, pues estaban seguros que el tiburón los había detectado. Los tres fascinados con la ruta y el vigía, aprovechaban las condiciones de navegación. Repentinamente lo entendieron. A su frente, el frente de tormenta era una mole oscura. El viento les llegó casi a traición, con tremenda velocidad. El barco y el tiburón dejaron de ser figuras visibles. Tomás y Nicolás con el apoyo de Nina lograron controlar el barco y situarlo en el ojo de la tormenta. Allí estaba la calma y alrededor la turbulencia. El tiburón se apareó al barco, casi cobijándose. Los hombres aprestaron el arpón pero no fue necesario, el enorme tiburón blanco, los rodeó suavemente, como tranquilizándolos. La tormenta duró lo que duró, ellos no usaban relojes ni instrumental. Cuando la furia cesó, una calma aceitosa se instaló sobre la superficie del agua, los tres comenzaron a ver, a lo lejos, el muelle al que nunca llegaron a otra hora que la del amanecer. La pausa astral sólo parecía entenderla el tiburón blanco. La noche los cubrió con su seda negra y los navegantes decidieron aguardar, conocedores que los misterios, no conviene, a veces, desentrañarlos. Resignaron urgencias por horas. Cuando una tenue línea de luz abrió el ojo en el horizonte, el barco se movió. La condición del tiempo, no había cambiado. Volvieron la cabeza, el tiburón blanco, gigante, los empujaba, un remolque marino certero. ¿Cómo era posible que esa mole clara conociera el destino?
No se hicieron preguntas, cuando las primeras figuras de la costa fueron visibles y adquirían formas, la corriente retomó frecuencia. El trío se volvió para comprobar que el tiburón los acompañaba navegando la pena de la despedida, el barco se deslizaba raudo, ahora y cuando la seguridad del tiburón llegaba al límite, movió la aleta, ellos creyeron como saludo, para perderse lentamente, por debajo de las columnas que sostenían el muelle y enterraban en la arena; bordeó la bahía, majestuoso y creyeron que se quería quedar, una sensación incomprobable. Se quedaron parados sobre la cubierta, de espaldas al muelle, tres figuras que no podrían jamás contarle a nadie esa experiencia.
No fue necesario prometerse nada. Nina vio al viejo Juan, alelado con su vieja caña de pescar y su caja de cebos, con la mirada perdida. Cuando desembarcaron el viejo sólo alcanzó a musitar -Volvió-. Y regresó al pueblo, detrás del trío que tomado de la cintura, se guardaban una nueva historia.


Angeles Charlyne

jueves, 9 de septiembre de 2010

El trueno naranja

No es fácil acostumbrarse al tono profundo del trueno. Marian había comprobado, en distintas geografías que la historia ofrece, que el hecho nunca se repite. Tal vez la majestuosidad, ahora, encaramada al promontorio, vigilaba el valle donde la luna parecía haber reproducido un pálido perfil de un espejo plano. Había notado que desde el lado de la montaña, el rumor crecía como un desenfrenado galope que llegaba en busca de algo que no se podía precisar. No se equivocaba, pensó, cuando decía rumor, porque su sangre se agitaba a medida que él llegaba para perderse. Una sensación de posesión y plenitud salvaje, que la sometía indefectiblemente.
Su mente vagaba articulando estremecimientos probables y aceptando la derrota infligida por los otros.
El cielo mutaba al gris acero y en esa zona desolada, donde la desolación es algo más que una reiteración, la gradualidad de la imponencia, empequeñecía al ser humano, sólo con presencia. Una ráfaga cruzó y arrastró, en su proximidad, guijarros y un rollo de pasto proveniente de la nada sin procedencia, mucho menos, de la forma de ser rollo, como si alguien hubiera denegado autoría de ese prolijo alijo que navegaba a la deriva, como sus sentimientos.
Eso sí, sintió que debía preservarse de alguna manera y aceptar la soledad elegida. Segura, eso sí estaba, de que nunca hallaría palabras suficientes, para contar el momento.
Trató, infructuosamente, que su mirada abarcara lo imposible. El espacio es sensación de infinitud que se prolonga más allá de la voluntad y nadie resigna, tratando de descifrar. Allí los grises pueden volverse azules y las matas, ser espejismos tropicales, tan sólo con agitarse. “Quiero quedarme a morir la eternidad “-se prometió con la grandilocuencia con que las personas tratan de limitar la desmesura.
¿Cómo es posible si aquí nunca llueve? -la pregunta imposible tenía respuestas imposibles-. Nada y todo naufragan frente a lo superior. Caudalosa, su imaginación creó un río lila, capaz de trasladar todas las razones que habían condicionado su existencia. No fue fácil. Siempre vivió tiempos tormentosos, por lo menos desde que su memoria probable aceptaba. Todavía guardaba tibiezas del último cuerpo que tuvo a su disposición, para creer que era posible disolverse en los sentidos, supo que, otra vez, esa asignatura estaba pendiente.
Le pareció que una neblina rebelde, como el papel desnudo se vestía de palabras. También se dijo que una estrecha alfombra para el pie involuntario del tiempo, se tendía frente a ella. “El silencio es una muerte callada que se adueña de la voz hasta dejarla muda.” le susurró su conciencia.
Los juncos, plumerillos capaces de distribuir copos de algodón, parecían celebrar un ritual de colores dispersos pero plenos, conformando caras, cuerpos, figuras, mecidas por el viento. ¿Qué vendría después?, era más que una pregunta; abanico de alternativas promovidas por las fibras aguzadas frente a la inmensidad. Cierta manera de pedir disculpas por la estupidez cotidiana.
Hilos de agua, descendentes, lloraban desde las elevaciones, trazando las mejillas de la piedra, para construir la elegía de la perdurabilidad.
¿Qué significaba ese estruendo expandido en un sitio donde la naturaleza había decidido el nunca más? ¿Dónde la lluvia era lágrima negada?
Sacudió la cabeza sorprendida por las preguntas llegadas desde su interior, pero alerta aceptó que la inminencia de un suceso, le daba platea preferencial, punta de banco de la primera fila, para asistir a un espectáculo único, suponía, porque no había otras señales de vida que su aliento suspendido.
Un pájaro oteó el horizonte pétreo y cantó, ¿cantó? ¿o anunció el fenómeno?
Tartamudeó la tarde cuando el relámpago desenfrenado cruzó el cielo. Alumbraba la marcha a la línea gris casi negra que avanzaba con la velocidad de la idea. Sin saber por qué se puso de rodillas. Se burló de la imploración implícita para una atea inconfensable. Se aceptó que la maravilla también lo puede lograr sin que la adoración o la creencia colisionen. También, porque no, de su propia estupidez y la mentira con que uno mistifica decisiones.
La retirada de las últimas nubes blancas le hicieron comprender que la batalla estaba decidida, igual que su resultado. La primera ráfaga que se extendió desde el centro de la tormenta, anticipó el embate. Su cabello, rubio ceniza, sólo quedó en cenizas, sospechó, cuando advirtió que sus mejillas viajaban raudas hacia atrás, por la fuerza de la primera línea de combate.
El cielo dispuso una muestra posible de su poder. Se rayó el lucero incipiente, que procuraba asomarse desde la cornisa oscura. Cuando la mole -tal era la impresión- decidió avanzar, definitivamente, casi sobre la mujer aterida y de rodillas en el promontorio, la densidad se quebró en la plenitud del trueno y el color naranja invadió el espacio con una uniformidad inexplicable. De pronto ella descubrió que todo el suceso ocurría en el perímetro de ese valle, donde la luna había hecho nido y la sospecha le confirmó que algo iba a parir... cuando llegó la lluvia.


Angeles Charlyne

domingo, 5 de septiembre de 2010

Crono y el viaje

I

Cuando trenzas mi pelo
y descargas en mí
las tijeras del deseo
se desarma un mundo,
estrictamente ordenado,
y como si fuera un puzzle,
me comienzas a pensar...
de a pedacitos...
entre tus manos...

II

Ayer fue el instante...
cuando los relojes
escupieron su saliva atragantada
y las valijas de puertas cerradas
cedieron paso a la desnudez...

III

Tiempo
para desmarañar las sombras,
secar heridas
y descubrir el dibujo
en la espalda de una mujer.

IV

El hombre golpea con sed...
y la casa húmeda emerge blanda...

V

Y repto sobre ti...
con la lengua ávida,
roja y encendida,
desempolvando el aire,
en la noche de fusibles quemados.


Angeles Charlyne


Inminencia I/ Oleo


Inminencia II/ Acrílico

viernes, 3 de septiembre de 2010

Líquido

“Desde el paradero oculto de la tristeza... se condensa la lágrima que no ha podido ser vertida en su momento...”


Era tanto, mi desorden emocional, que acepté la invitación aunque confieso que me pareció extraña la propuesta. Miranda lloraba sobre una cama de agua. Alvaro lo hacía, desde el jardín, donde las plantas crecían en enormes canteros vidriosos repletos de agua. Paseé por la cocina. Rosa maleaba un bollo líquido. Jaime, con la vista enrojecida, daba los últimos toques a las paredes transparentes. El piso, con su humedad de lágrima, irradiaba felicidad; pregunté cuál sería mi tarea. Alguien, acuoso, me alcanzó una escalera, diciéndome -Sube y deja la suciedad sólida del mundo, luego... tu llanto será alegre como el nuestro.


Angeles Charlyne

De la serie microcuentos “Siete veces 7”
Año -2003-

Circular


Hay ventanas cerradas
y pájaros desmayados
de tanto silencio.
El aire está redondo y lejano.
Envuelta y ocre,
la mujer, espera,
construye la casa/muda,
el ave que no planea,
la hoja que no cruje,
el barrilete que no despega.


Angeles Charlyne

martes, 31 de agosto de 2010



Graciela Bertoldi- Angeles Charlyne
Exponen. Desde el 28 de Agosto,
Av. A. M. de Justo 1744
PUERTO MADERO

miércoles, 25 de agosto de 2010

Flame I. La entrada

Movimiento II

Detrás de la nada... nada

La campiña tenía florecido un largo sendero que parecía alfombrado de anémonas rojas y azules. Vestían bien las laderas desnudas donde la piedra gris era la relación áspera con la realidad. El castillo, en la parte superior de la pendiente, vigilaba los movimientos de los habitantes del valle.
El lugar, en primavera, tenía una particularidad y era la simetría, que un jardinero especialmente estético, hubiera diseñado.
Fernanda, cuarta generación de habitantes del castillo, sabía que ese jardinero nunca existió. La naturaleza, en su extraña elección de sitios y lugares, parece decidir como armonizar los equilibrios. Luego, el hombre, desvía el trazado original, para satisfacer sus propias decisiones, que considera superiores al orden natural y los subordina desatando la sutil armonía.
El desequilibrio nunca es perceptible a simple vista, Fernanda lo sabía porque el bisabuelo, Enrique, le supo transmitir la vieja enseñanza que las distintas generaciones supieron respetar.
Ese silvestre desorden ganaba lugar en la mudanza de tonos que cada estación del año escribía con su propio código, el pasaje del predominio transitorio. Por esa causa cada estación del año tenía su propio encanto. Personal encanto. Intransferible encanto.
Es así que el invierno acopiaba ráfagas heladas y tornaba desértico el paisaje. La mayoría de los grises; la tierra húmeda y escarchada bajo el cielo adusto invitaba a guardar el alma, sin embargo, extática, Fernanda cabalgaba todas las mañanas heladas, para contemplar desde lo alto de la colina la aspereza a sus pies que se perdía en el océano terracota.
El sol jugaba escondidas con las nubes y la súbita templanza le alojaba una traviesa tibieza. Abrigada para el caso, pasaba horas descifrando la mudanza del tiempo. Asistía maravillada a la migración de los pájaros del bosque que, en las ramas peladas de los árboles, deliberaban sobre el viaje a un sitio más abrigado.
Una cierta congoja la invadía pero se consolaba con el regreso triunfal, cuando la primavera impulsa el despunte de la tierra.
Fernanda prestaba atención a la mutación y los crecientes movimientos que el sol instalaba. La luz, supo, era un hachazo a la oscuridad. Llegaba para elegir y mostrar el camino. Y ese inenarrable placer le confirmaba que la lucha entre los antagonismos: -noche, día-; luz, oscuridad; bien-mal, se sucedían en una eterna disputa que ella no podía calibrar.
Intuía que un orden superior sostenía ese inescrutable designio, pujando por las formas del futuro. Era algo que no podía poner en claro pese a que Enrique, el bisabuelo, murmuró alguna vez sobre el misterio del orden de Dios.
Fernanda, tal vez por eso, desconfiaba de un Dios impotente de ordenar el ejemplo de la “justicia divina”. Desconfiaba más del plan estratégico de la desigualdad. Como si las criaturas, hechas a su semejanza, jamás pudieran serlo. Como si algo le hubiera fracasado a Dios y sus criaturas eligieran la peor opción.
Lo cierto para ella es que cuando el verano declinaba sus galas y se raleaba la vegetación ella iniciaba la anual peregrinación a la base de la capilla, oculta en un bosquecillo. Desmontó y corrió su capa azul hacia atrás. Atravesó el pasillo, rodeó el altar y al final de otro corto pasillo, las escaleras descendían a una suerte de cripta. Al fondo de ese pasillo recién aparecido, una severa puerta de caoba oscura, seguía tan impenetrable como siempre.
La capilla estaba abierta día y noche y la mantenían limpia las buenas gentes del pueblo. La llave de esa puerta nunca fue encontrada pese a la inquietud del bisabuelo Enrique, que siguió anteriores búsquedas, infructuosas por otra parte.
Un documento ajado y entrevisto por Fernanda alguna vez, acertijaba que de abrirse la puerta de la cripta, nada sería igual. ¿Pero qué?, solía preguntarse y cada año renovaba el intento. Rechazaba la frialdad del castillo luego de la muerte del bisabuelo Enrique, sobre todo las habitaciones desoladas le traían demasiados recuerdos y, a veces, las cortinas al viento le parecían saludos que ella no quería para sí.
Demasiado encierro fuera de ese peregrinaje fortuito que amaba. Pero, sospechaba, que el mundo era algo más que eso y ella quería, por lo menos, verlo.
Ese mediodía, la hora según el bisabuelo Enrique, para probar el picaporte de la cripta, apoyó su mano casi desencantada y esta vez la puerta se abrió. Para sostenerse del viento tuvo que aferrarse de las jambas de los marcos de la puerta, porque la potencia superó sus fuerzas.
Abrió sus ojos, los cerró y volvió a abrirlos para comprobar que detrás de la nube de polvo de la herrumbre que se disolvía en la tarde que se retiraba, el espacio era una inmensa nada que la sobrecogió. Allí entendió que “así en la tierra como en el cielo”, era algo más que una oración.


Angeles Charlyne
De “La puerta que…”


sábado, 21 de agosto de 2010

Surrealismo. Los dictados del inconsciente


“En cada aposento el mundo tiembla, la vida engendra algo que asciende hacia los techos”
Antonin Artaud -Fragmento del Poema: “Noche”-.

miércoles, 18 de agosto de 2010

El hombre sin Dios

“Estoy en el último rincón del paraíso
aquí, entre la mugre y el deshonor,
en un recoveco sublime
donde pulula la felicidad
de no ser nadie en la nada
porque el hombre de vuelta
reposa tranquilamente en la animalidad.”

Juan Filloy



El sol parecía una moneda de oro, destellante, cayendo abrumadora sobre el paisaje.
La tarde vomitaba ardores y fragores, dejándose violar, abrazada a Eros y abrasando las casas y su gente.
Los pájaros trinaban buscando el aleteo próximo de la aguas.
Los riachos eran canteros resquebrajados e inútiles, vasijas de arcilla por donde se escabullían antiguas humedades.
Los pececillos, seres paridos para morir, abandonaban sitio equivocado, partiendo rumbo a destino cierto.
Todo se había transformado la noche anterior, cuando un viento sucio, austero y traidor barrió los campos, mutiló árboles y plantas y convirtió el color, el movimiento, la vida, en algo críptico, oscuro, como una foto blanco y negro, donde sólo las sombras prevalecen.
Ni una sola lágrima cayó después de la tormenta, ni una sola gota de roció para llorar la pena, sólo el lamento -instalándose demoledor- y la sospecha.
Marina, sentada en el sillón de la vieja casona, leía esa tarde.
Una extraña llamarada la sobresaltó, como si el fuego afuera se apropiara de ella, inundando el recinto y transgrediendo el silencio.
-¿Es una señal? -se preguntó- pero… ¿de qué..?.
La joven se incorporó y llevando el libro consigo se acercó a la ventana.
El libro -novela premiada- estaba deteriorado por los años, un trofeo a punto de sucumbir. El nombre del autor Bruno Salinas Crespo, -reconocido por su extensa y valiosa trayectoria literaria- brillaba en letras doradas.
Las manchas de moho sin embargo tapizaban las hojas ocres, como si mariposas traviesas se hubieran dado cita, estampándose sangrientamente negras sobre las páginas, figuras suicidas contra cristales de papel.
“El hombre sin Dios está aquí -pensó Marina, luego de presenciar lo sucedido.
La frase había quedado en su memoria minutos antes cuando decidió consultar la contratapa del libro.
Atormentado, esclavo de obsesiones ajenas -siguió recordando desordenadamente la sinopsis- luchaba, ideando la manera de soltar amarras, camino a la libertad
El hombre sin Dios había sido confinado dentro de una trama plena de exigencias y sobresaltos, donde un viejo escritor, Valentín Sosa -su creador- frustrado en sus intentos por lograr fama, prestigio y gloria, le había encomendado por medio de su pluma, la tarea de llevarlo a la fama. Asignatura que consideraba pendiente”.
“La psicosis de Valentín Sosa, juega en esta obra un papel preponderante.”El hombre sin Dios” es un abuso a la imaginación” -afirmó la crítica.
Se supo que muerto el autor, Salinas Crespo, sus familiares recopilaron los manuscritos, logrando que fuera misteriosamente editado. Misteriosamente, porque su deceso se produjo instantes antes de concluir el último capitulo.
¿Pero que había sucedido con su personaje? ¿Qué rumbo había tomado la historia? ¿Valentín Sosa había podido lograr su propósito? ¿Y qué fue…del hombre sin Dios....?
¿Qué le quedó por decir a Bruno Salinas Crespo...?.
Un diario Londinense, dijo en una de las citas, no haber hallado explicación para tal audacia –se refería a la de la familia que entregó el material inconcluso y a la irresponsabilidad de la editorial que a sabiendas, lo publicó- .“Mucho menos comprendemos la respuesta favorable del lector”.-finalizó diciendo.
¿Qué habían encontrado los lectores en una obra sin un final aparente...?
Un epílogo abierto… Un interrogante difícil de dilucidar.
A Marina, le había llegado a sus oídos la versión polémica del libro. Confuso para su época, seguía en la actualidad derribando fronteras, recibiendo elogios y acaparando la atención de lectores.
Lo percibió cuando felizmente para ella, gracias a la ayuda de una escalera, encontró un ejemplar en el estante alto de madera de la vieja casa, donde las telarañas insinuaban una fiesta de fascinación y velo, donde todos los olvidos estaban permitidos, cubiertos de polvo y a resguardo de indiscretas miradas.
Un extraño sudor se fue adueñando de su piel y emociones mientras lo leía… adrenalina dispuesta a ser río.
La trama le resultaba -como seguramente para otros- un enigma a descifrar, que la impulsaba seguir en la constante búsqueda. Su dedo índice humedecido, trabajaba con empeño para saber más.
El murmullo creciente de las palabras, el andar de las metáforas… el suspenso que creaba la pausa no le daban respiro.
Sabía que una sola gota de tinta de más de su autor Bruno Salinas Crespo, una de menos, podrían llegar a cambiar el rumbo y el destino de los protagonistas, que a su juicio eran dos. ¿Pero hasta donde había llegado la sangre negra...?¿y a quién pertenecía? -se preguntaba.
La ruta -un camino polvoriento, desde su visión casi encandilada por los rayos del sol pegando contra el vidrio de una de las ventanas, parecía ahora dividido en dos, donde las dos líneas se disputaban gente.
Uno de los accesos era amplio, generoso, tentador, -una boca abierta, carnosa, que insinuaba- por donde los pueblerinos se encaminaban.
El otro camino, el que se negaron transitar, era pequeño, angosto, se asemejaba a una franja plana, lisa, recta, sin desvíos posibles, -una llamada de atención a la conciencia- sin estrías como una púber anatomía, sin huellas ni heridas.
Marina comenzó a vibrar, como si la escena, el paisaje y el gentío le transmitieran ondas sonoras.
El libro apabullado, se deslizó de su mano, buscando refugio sin temblores.
Sus páginas abiertas como pétalos, jugaron el instante en que duró el placentero vuelo, para luego afirmarse a la quietud próxima del piso.
Absorta lo persiguió con la mirada, hasta descubrirlo luego, luciendo blanco, inmaculado, en paz, sin pecados ni sombras.
“El hombre sin Dios” ha huido, ¡se ha salvado! -exclamó con certeza-, mientras una informe silueta salía de la sala, corriendo rumbo a la ruta.
¿Cuál había sido el final que había interpretado el resto? -confusa, se preguntó.
Otra vez una oleada calurosa embriagó el aire. Un reguero de tinta negra se esparció, alfombrando el suelo y confundiéndose entre a la multitud.
Los insanos, cobardes y corruptos, desfilaban abordando el camino grande, el más fácil, el más corto, por donde transitan las almas de los que buscan sólo gloria.
¿Era el sello de Valentín Sosa, persistente en sus deseos?
El hombre sin Dios ahora estaba eligiendo -se dijo Marina cuando lo vio cruzar sin dudar.
El sendero angosto -aquel que cuesta por ser estrecho y extenso- se abría, mostrándole la llama de la luz, que flameaba intacta sobre el final.
“Para él, la gloria sólo representaba un camino de ida -segura se confirmó-… una escapada sin regreso…”


Angeles Charlyne



El Cristo azul/T/M

Grupo Aires del Sur





Exposición "Deshumanización" Centro Galego Betanzos-.

lunes, 16 de agosto de 2010

Deshumanización/ Grupo Aires del Sur


Casa de Cultura de Banfield, en compañía de Juana Ricci y Dante Peralta

El cuadro

El camino giraba en U. Justo en la mitad de la panza estaba detenido un auto blanco. El motor en silencio. Parecía abandonado. Lo vi desde lejos. Estaba atravesado y el tránsito debía eludirlo con un poco de suerte, porque de un lado estaba la pared de la montaña y del otro el precipicio. Tres mil metros abajo, el paisaje lunar y rocoso, hacía culto del silencio. El auto era casi nuevo y los vidrios oscuros impedían ver el interior. Me fastidió el episodio, pero también la soledad del lugar y lo precario del movimiento.
Me sentí al borde de la duda, Reduje la marcha al mínimo, calculé el espacio como quien elude una cita con la verdad. El error, por leve que fuera, haría inevitable el después. Me detuve lo más próximo que pude a la pared de la montaña. Coloqué el freno de mano. Descendí. Busqué una piedra para reforzar la prevención de un deslizamiento inoportuno, como las confidencias a destinatarios violables. Desde allí el paisaje era demoledor. El azul del cielo casi un insulto. En los picos más altos de los alrededores, la nieve había depositado su blanca carga, a plazo fijo. La piedra gris imponía el respeto de la memoria testigo.
Caminé sobre la grava rumbo al vehículo. Hice pantalla con mi mano, pero el interior parecía impenetrable. Rodeé el auto. Estaba cerrado luego de comprobar que hay gente que teme hasta el silencio.
Decidí que si lograba moverlo, ya que al parecer no había nadie, aunque más no fuera un metro, podía pasar y llegar a destino. Los misteriosos designios del Señor tienen rumbos ineluctables, cuyo tránsito no siempre es el que se elige. Me rasqué la cabeza hasta dar con una piedra que, sin ser filosofal, resolvió mi compromiso. La envolví en la campera que usé de protección antes de golpear la ventanilla del lado del conductor, que estalló como una fiesta de sonidos insolentes. La lluvia de vidrios fue polvo de estrellas rumbo al polvo.
La oscuridad del interior se interrumpió con el halo de luz que llegó desde el exterior, como el haz de una linterna. Nadie en su interior salvo, en el asiento posterior, como si fuera un pasajero importante, la informe forma cubierta de un cuadro enmarcado.
¿Cómo podría ser que justo me tocara a mí? columnista de arte en un ignoto diario de provincia, tropezar con esa carga que hasta podría ser valiosa. Siempre dije que nada hay más fácil de robar que una obra de arte y por eso no es bueno hacer público estos delitos.
Destrabé la puerta trasera sin olvidar comprobar que dentro del auto todo estaba en orden. Retiré la carga y la apoyé contra la pared de la montaña. Registré los alrededores para ver que señales de vida encontraba, vinculadas con ese misterio atravesado en mi camino. Nada.
Antes de evaluar el contenido reparé que, en realidad, el auto parecía no haber sido abandonado intempestivamente. Pese a ello intenté imaginar razones, accioné los mecanismos que liberaban el baúl y el capot, para verificar la razón mecánica, si la hubiera, nada parecía afectado. Tampoco tenía ganas ni conocimientos para verificar que todo estuviera funcionando y en orden. Lo cierto es que lo único ausente era la vida humana y las llaves de contacto.
Finalmente, resignado y antes que la tarde progresara en su marcha, regresé al cuadro. Levanté la gruesa manta que lo cubría, sospecho que para protegerlo, y me quedé en estado de éxtasis. Luego palidecí. Ciertos tonos del autor eran casi idénticos a los que utilizara para explicar la técnica de Piet Mondrian el mismo que definiera: “para el hombre nuevo lo universal no es una idea confusa, sino una realidad viva que se manifiesta visible y audiblemente”. Pese al calor incipiente, una mano helada me situó en la imagen, allí estaba su. “Molino de noche” y me quise explicar lo inexplicable. Primero si era auténtico. Para eso busqué los elementos que llevaba como el cepillo de dientes, incorporado. Hice los trabajos de peritaje, sencillos para alguien que, como yo, conoce el oficio, para volver a temblar ante la certeza. Era legítimo. Retrocedí como si alguien me hubiera empujado. ¿Qué debía hacer? además de pedir ayuda o de informar en algún lugar del camino. Pero ¿y eso incluía devolver el cuadro?
La potencia de la oportunidad galopaba furiosa buscando legitimar la decisión. Me golpeé la cabeza contra la incertidumbre y la piedra.
Finalmente decidí que antes de partir y por el tiempo de luz que me quedaba, podía tratar de averiguar algo, en esa soledad sobrecogedora, donde hasta una idea parecía oírse en el tiempo. Descendí la montaña con cuidado luego de comprobar, por algunas pertenencias, que una mujer y un hombre tripularon el auto.
Me llevó un largo tiempo explorar y seguir tenues señales de marcas en la tierra, finalmente en un recodo del camino, debajo de una saliente de la montaña casi refugio natural, fuera de la vista y por supuesto del camino, dos figuras parecían arropadas en el piso, como atravesadas de frío y espanto.
Me acerqué, estaban inmóviles, parecían dormidos. No lo estaban, por lo menos el arma en las manos del hombre, hacía presagiar que el sueño era definitivo. La mujer desmadejada, por la posición, parecía haber sido alcanzada a destiempo y mal para ella que no se pudo poner a salvo. Pero ¿si no hubo lucha que ocurrió allí en realidad? Los impactos trazaron un mapa en el cuerpo de ella, por lo menos a simple vista era lo que parecía. En tanto, ¿qué había ocurrido con él? Lo volví con cuidado para comprobar que en el lugar de la cara sólo había un hueco que debió ser sanguinolento, ahora cubierto de polvo seco arrastrado por el viento que no se detiene. “Carne de viento”, pensé y el horror había borrado hasta el asombro. Las huellas de una tercera presencia, sólo eran visibles en algunas malezas destruidas, por el peso quizás excesivo. Un brillo fruto de los últimos estertores de la luz, revelaron la presencia de las llaves del auto. Las recogí, maquinalmente, sin saber que hacer, con el aturdimiento flamante de lo irresuelto.
Volví al camino, probé suerte con las llaves. El auto arrancó, lo hice deslizar lo más próximo a la pared, para facilitar el paso. Lo detuve. Descendí. Busqué en mi propio vehículo el paño que usaba para sacar brillo, repasar el parabrisas o secarme las manos, según fuera necesario. Repasé todas las superficies que había tocado y recién allí caí en la cuenta que estaba cubriendo mis huellas, agoté el tiempo posible antes que la lengua negra de la noche, hiciera la mueca en el cielo y proseguí el descenso.
No pensaba, como si las respuestas fueran a llegar desde fuera. De reojo y por el espejo retrovisor comprobé con satisfacción que “el molino...” desde el asiento trasero, vigilaba el camino rumbo a mi fortuna, porque ese cuadro valía una fortuna y yo conocía lo suficiente como para dar y obtener el mejor precio de las ambiciones privadas, en las colecciones privadas, casi tanto como las curiosidades privadas, que para estas situaciones dominan todos los tonos de la discreción. Me asusté de mi y la transformación, pero no retrocedí un milímetro. Por lo menos alguien decidía por mí y creo que sin excluir que al llegar al valle, el camino se bifurcaba y elegí el de la izquierda, sin conocerlo.
Ya era inevitable llevar de techo los tonos oscuros y las estrellas guiñando, en tanto el frío descendía de las cumbres, para aplastar los tiempos. Cuando la naturaleza dicta, uno copia, aprendí en el peregrinar montañoso. Me pareció que al fondo de la ruta ahora espectral con los primeros tonos de la luna, sobre una de las márgenes, la sombra de una edificación, oscurecía el futuro, no era demasiado lejos del reciente paisaje sangriento, ni siquiera de la carga valiosa que llevaba. Al aproximarme y mejorar la percepción, me estremecí y un frío extraño que no llegaba precisamente del clima, me caló por dentro. Apagué las luces, paralelas a la edificación, estacioné silenciosamente y descendí empujado por una mano invisible. Antes de salir volví la cabeza. La manta que cubría el cuadro, se había deslizado y la tela, estaba en blanco. No tuve espacio para el asombro, alcé la vista para comprobar que la presunción era cierta y "el molino...” estaba frente a mí, tan oscuro como en el cuadro y tan hospitalario como un dedo acusador. Una lenta fatiga descendió sobre mi voluntad y caminé arrastrando los pies hasta la entrada. La puerta se abrió tan silenciosamente como la comprensión; cuando la traspuse, el animal se me vino encima.


Angeles Charlyne
Texto incluido en Antología Nueva Literatura Argentina 2005
Editorial DE LOS CUATRO VIENTOS

domingo, 15 de agosto de 2010

Caminante no hay camino...





























Feria Internacional del libro/ Ciudad Autonóma de Bs As-2003/2004.





El escritor

Las piedras grises y desparejas de la calle, estaban húmedas por el rocío de la noche y parecían replicar las luces, que se bamboleaban por efecto del viento, en sus cárceles de vidrio. Por otra parte, gemían por el movimiento que las hacía pendular.
El tiempo lucía desapacible. El olor que desprendía la tierra, en la zona del parque, era una llamada que excedía la intuición. Hacía días que no llovía. La naturaleza era, por momentos, remisa casi egoísta, en esa época del año.
Las nubes desfilaban orgullosas, algo ligeras de equipaje, con un apuro que no se justificaba, pensó Claudio detrás de los anteojos de aro redondo y metal, que aniñaba una mirada gris, algo soberbia, sobre todo cuando agitaba sus cabellos cuidadosamente largos, con organizado desaliño, un castaño en cierta forma sucio, por algunas canas que eran clarinadas anunciantes de los cuarenta que, según él, iniciaban la última recta de la vida.
Apretaba bajo el brazo izquierdo la carpeta azul que ordenaba los originales de su primera novela. En realidad se admitía no haber sido prolífico, como se estila, transitando la poesía y el cuento, muelles alternativos previos para ese viaje que suele ser, para algunos la literatura. No le gustaba trabajar en nada, algo no delictivo, pero en cierta forma incomodo a determinadas alturas de la vida, sobre todo si se había trabajado de hijo a tiempo completo, como era su caso.
“La negrita” así llamaba a su madre, siempre pudo con la vida, para los dos, luego que Adolfo, su marido y padre de Claudio el único fruto, sin considerar la pérdida de Vicky, la primera no nacida, que la fatalidad les arrebatara.
A “La negrita” le costó tiempo reponerse y estuvo a punto de no reincidir, pero Adolfo, previsor, la persuadió que la vida tiene trampas y una de ellas consistía en el riesgo que él la dejara sola, por esas cosas del destino.
“La negrita” lo miró largamente, como suelen ser de elocuentes los mejores discursos de parejas y volvió a reconocerse en el amor que se tenía con Adolfo, alto, rubio, blanco, ligeramente encorvado, como portando un peso indisoluble casi secreto y estigmático. Fue así que aceptó tiempo después y Claudio tuvo su oportunidad.
Ahora Claudio miraba su casa desde la esquina, dubitativo. Podría pasar primero por el bar de Esteban y beber el penúltimo whisky para que no quede sin beber; si bien la opción de ir directo a casa lo seducía como una decisión por lo menos confortable. Por otra parte ella no llegaría temprano, nunca lo hacía y esa franquicia del tiempo, le resultaba oportuna para corregir el original de la novela. No le gustaba para nada la sobremesa de la cena, teñida de comentarios sobre la jornada laboral de ella, porque no le interesaban realmente y porque cierta molestia, respecto de las responsabilidades, le rondaba a la hora de pedirle dinero para salir. Era mejor que las distancias por leves que fueran le resultaran útiles. Solía jugar con la buena fe de la gente, empezando con ella, ya que no le asignaba otro rol que el de escudera del servicio que los mantenía limpios y alimentados a los dos. No le concedía otro valor, pese a que se esforzaba en convencerse que no podía ser tan basura.
Finalmente y seguro de tener JB en la alacena, saludó a Raúl el portero del edificio quien, como todos sus pares, conocía vida y milagros de los vecinos y muchas de sus anécdotas teñidas de chismes mal intencionados, poblaban parte del material que Claudio llevaba bajo el brazo y siete llaves de silencio, porque confiaba con ella, ganar el primer premio del concurso que organizaba el “gran diario”, cifra que le permitiría liberarse por un tiempo, supuso, de esta gustosa dependencia.
El piso siete era bíblico a las siete de la tarde de ese invierno ruinoso para los grises que él llevaba puestos en su ropa que recorría toda la gama de ese tono y llevaba a paseo pintando el color de su vida, donde se sentía seguro, por lo menos así lo creía, a la hora de elegir el futuro.
La puerta cedió a la llave y, por primera vez, pensó que no debía haber abierto esa puerta, ese día a esa hora y en ese momento. El año era el último del milenio y las profecías suelen advertir sobre oscuridades que se repiten a lo largo de los siglos, aunque muy bien nunca sospechó si la eternidad estaba a la vuelta de esa esquina del barrio de Almagro, de su vida.
Sin embargo y con embargo del mañana, tras de la apuesta a la puerta y al tras la puerta, esa que nunca su madre quiso abrir. Adolfo supo confiarle que eso quedaría sepultado para bien o para mal, porque aquello que se encuentra y no puede explicarse ni defenderse, merece que nunca trascienda, porque sólo aumenta la confusión.
Claudio pisó la misma alfombra de todos los días, sin embargo tropezó y golpeó contra la puerta prohibida. Su cabeza rebotó y el aturdimiento fue más eficaz que el JB, en su dosis diaria, una cuota de costumbre con la que adormecía la de misterios nacidos de tanto silencio acumulado entre su padre y él. Pensó, como casi todos los días, que nada era lo suficientemente fuerte como para torcer el acuerdo que él conoció ligeramente explicado por su madre. Ingresó a la sala amplia y acogedora, y sin proponérselo, su mirada quedó fija en la vieja llave que separaba el secreto invaluable, a cambio de la nada diaria.
Se volvió, repentinamente y llave en mano marchó rumbo a la puerta. La introdujo y la violación consentida admitió que la seguridad había quedado atrás. La penumbra hirió sus ojos desde el profundo pozo de la sombras. Parpadeó repetidas veces, para acomodarse a la visibilidad menguada que, supuso, eran parte del aguardo.
Nada había dado la vuelta al mundo más que su vida. Sobre la mesa central de la habitación lucía una carpeta tan azul como la que portaba bajo su brazo izquierdo, tan igual que un sólido sobresalto sobrevoló sus entrañas trasegadas de repulsas y cuestiones nacidas de su propia dimensión.
Se acercó temeroso midiendo los tres años desgastados en la construcción de la ficción. Cotejó el titulo: “Mayo y el ocaso” y un frío repentino desgarró el pasado. Cada página era un calco. El final, mayúsculo por el oprobio, refería al mismo nombre de mujer, Julia.
Su pavor quedó calcificado en la dedicatoria: a quien nunca debió abrir este libro, porque el futuro es ayer.


Angeles Charlyne
De “La puerta que…”