sábado, 28 de mayo de 2011

La lluvia

"El Chamán y la lluvia"
T/M s/ cartón


La lluvia era una sola ráfaga que parecía subir desde los cordones grises. La ciudad desagotaba su impotencia, quizás lloraba tantas mentiras aceptadas y las pausas resultaban respiraciones suspendidas.
El hombre, al borde del naufragio, levantó las solapas de su impermeable como si lo pudiera proteger de la inclemencia. La cara, una parte visible de la piel empapada era el muelle que resistía ese destino de oleaje celeste. Era furiosa la permanencia, quizás había llegado el momento de no dejar huella alguna de la calamidad que los habitantes llevaban inventariado.
Que pensaba el hombre, no era seguro adivinar, la tormenta se llevaba todo hasta las ideas. Esa sensación de vacío, sí la tuvo ella, detrás de la vidriera del bar; la lluvia desdibuja hasta la gracia, deforma y vuelve grotescas las formas, que parecen definitivas.
El café agonizaba tibiezas, como certezas ella. Las luces encendidas de las calles, parpadeaban ahogadas, incapaces de resistir la revelación de la tormenta. No recordaba cuanto tiempo llevaba absorta en el sesgo de las gotas, en la melodía sobre la superficie vidriada, ni en los navegantes de esa tarde casi noche que avanzaba implacable, sobre las certidumbres. Los pasajeros de la búsqueda incierta, sorprendidos por la desapacible sensación, dudaban de una presencia delicada y digna de otros abrigos. Los compulsaba cierto impulso protector. “El escalón del diablo, se desciende imperceptiblemente”, se dijo ella, al advertir alguna gentileza abortada por su propia indiferencia, fascinada por el galope encabritado de las hojas mojadas, que el viento arrastraba hacia un inquieto destino. Vio como sorteaban escollos, abrazaban árboles, ahogaban sumideros, barrían plazas, subían desesperadas, luego de un ramalazo, gritando en silencio por detenerse a tiempo pero, inútil, se estrellaban una y otra vez sobre curiosos escollos clavados contra el tiempo, negándose a rendir en la penúltima batalla; los añosos cipreses resignando corteses, sauces más llorosos que nunca declinaban consuelos, y la escuela de la vida, como siempre, carecía de asistencias; todos buscaban amparo y ansiedad de otras calideces.
Ella quería entender por qué la potencia desatada provocaba un temor incierto en los otros. Por qué esa duda brutal. Por qué ese desangrar los sentidos, llevaba pavor como una maldición.
Si el tiempo nos besa salvajemente, provocando el escándalo sensorial. Todo está por lograrse, los espacios se multiplican, los ceden aquellos apresurados en regresos previsibles. Rechazan la invitación a los olvidos, la aceleración del nunca más y el hormigueo que circula implacable, sobre todo en momentos en que están sobrando las penas. Pero, la secreta alegría, llegaba de regiones remotas que nunca pudo precisar. Eran avisos imperceptibles que se agitaban invisibles para el resto.
Un macetero rectangular de blancas siempre vivas, se revolvió imprevistamente para que el gato amarillo atigrado y pecho blanco, pegara sus ojos verdes, indescifrables, al vidrio que lo separaba del interior del lugar y el calor necesario. Ella pegó su bello rostro y los ojos de ambos parecieron soldar abismos. El gato replegado sobre sí, dejó de eludir la lluvia. Ella sospechó que ronroneaba, llamando visceralmente, por otras pertenencias.
Así estaban enfrascados cuando el hombre cruzó a pasos largos la avenida rumorosa, fruto del caudal de agua que se llevaba pasados. Ellos no lo vieron. Sonrió por el paisaje a pesar de portar el agua del diluvio. Entró al lugar y tomó asiento luego de entregar su impermeable empapado; el servicio caliente llegó rápido, la soledad ayuda y entretiene. Bebió su brandy a temperatura de brandy, como se debe y pasó a repasar el cuadro de la mujer y el gato, ajenos al mundo y a la vida. Sus ojos oscuros flamearon levemente, tal vez una postal perdida en algún aeropuerto inubicable, un vuelo que no debía tomarse y él no tomó, un vuelo que si tomó esa parte faltante de la postal. Un esfuerzo tardío por detenerla. La resistencia temporal de quien sería esquirla a 33 mil píes de altura.
Lo cierto que la reminiscencia era demasiado fuerte, casi tanto como el tiempo sin preguntarse ni preguntar. Era casi imprescindible averiguar. Garabateó una servilleta, apresurado por urgencias no del todo claras. Ella recibió del mozo el mensaje y sin volver la cabeza asintió. Su romance con el gato enhiesto, el pelo erizado pese al agua y el lomo arqueado, progresaba en la fogosidad de los espejos de sus propias miradas. Siguieron ajenos, en tanto el hombre cambió de sitio. Sus palabras parecían temblorosas, apremiantes; interrogantes agolpados que desandaban los muros de silencios demasiados prolongados. Ella cada tanto sonreía sin dejar de sostener la fijeza del gato. El monólogo llevó su tiempo, sin que amainara la tempestad. El sonido sordo del exterior impedía saber a oídos profanos, la naturaleza casi desesperada que se adivinaba en los gestos de él.
Pareció que la catarata de palabras declinaba intensidad. Era evidente que no progresaba la búsqueda de certezas. Un rayo atravesó el futuro pero el gato no se movió. Ella miró el cielo, casi como respondiendo a un llamado. Se levantó de la mesa con la misma gracia de gestos y sus felinos movimientos fueron seguidos por los escasos habitantes, el hombre y el gato inmóvil, que parecía aguardar. Ella abrió la puerta del local y la violencia de la ráfaga del viento dispersó manteles. Sin volver la cabeza ni mirar a los costados cruzó la avenida, el gato la siguió. El hombre, inquieto por la actitud se puso de pie dispuesto a seguirla, pero súbitamente se detuvo. En la mitad de la avenida ella y el gato desaparecieron, no alcanzaron a llegar al otro lado. Cerró los ojos, seguro de un engaño producto de la vidriera que deformaba figuras, se asomó. Lo curioso es que ella no estaba. La lluvia había cesado. Más curioso aún, todo estaba seco como si nunca la tormenta hubiese ocurrido. Volvió la cabeza buscando la referencia, como auxilio. Sólo la plaza. No había a sus espaldas ningún local. Miró el cielo, pero no encontró nada y se fue.


Angeles Charlyne

De la serie: “La Puerta que…”

domingo, 22 de mayo de 2011

Perros azules

Manipulación genética III
T/M
60x70

El galgo -esculpido en bronce-, se erguía sobre los techos altos del castillo. Una muestra de poderío que imponía limites y marcaba territorios. Sólo algunos habitantes podían traducir la sensación, puesto que para todos era único en su especie. Sus propietarios los Ibañez Calderón, gente de alcurnia, irreprochable linaje y misteriosas leyendas, habían cruzado, obsesivos, buscando la experiencia tonal con otros, hasta lograr una raza capaz de provocar curiosidad y espanto.
Arturo Ibañez Calderón -único y último descendiente-, todos los días cuando caía la tarde, se enfundaba en su largo sobretodo negro, casi un presagio, calaba el sombrero tejano y salía a pasearse por las calles del pueblo, acompañado del último cruce, un galgo pero azul. Nadie se atrevía a acercársele ni a enfrentarlo ya que provocaba temor a algunos lugareños que no conocían sucesos y el temor es hijo de lo desconocido. No les quedaban claros los comentarios, las historias y mucho menos las histerias. Tampoco se animaron a traspasar la frondosa arboleda, donde pacían otras figuras dispersas, en un orden invisible para el conocimiento ajeno y que separaba la verja principal de los intrusos, en esos jardines del paraíso privado, donde verlo crecer, era derivar hasta un estandarte de guerra.
Contaba la gente, "que las bestias allí inmóviles, por las noches salían del letargo y bajaban para adueñarse de las almas". La luna llena, esa tarde noche, se expandía abierta y luminosa por el firmamento. Libre, una mujer desinhibida vagaba por el cielo, desnuda y sensual, como la otra, que visitaba los pensamientos de Arturo, "ella es carne de perros" le escuchó decir a Rudesindo, su sirviente, casi tan anciano como él, aunque no hiciera comentarios.
La madre de Arturo había criado a Rudesindo como si fuera otro hijo propio, encomendándole al de sus entrañas que, cuando faltara, no se apartara de él para poder cuidarlo, ya que le habían diagnosticado una rara enfermedad, originada en la lejana aldea donde lo encontró desangrado, sediento, hambriento, succionando vísceras y comiendo coágulos casi resecos de un animal."El hombre, para ese entonces niño, pudo sobrevivir a los ataques de unas extrañas alimañas -decían-, que se dieron cita para acabar con todos los habitantes del lugar. Rudesindo, por una desconocida razón pudo salvarse", contaba Eriberto, hombre conocedor de viejas y extrañas leyendas.
Arturo, quiso hurgar en el secreto de su hermanastro, para parecérsele; lo envidiaba por lo que no sabía y su reconocida valentía, pero su madre le resultó infranqueable, no le permitió conocer dato alguno, llevándoselo a la tumba. Luego, con el tiempo, un tío, le prestó zozobras, hablándole del pacto realizado por Rudesindo, con sangre y esperma, ante unas bestias, que habían vivido en el año seiscientos y llegaron para asolar, coincidiendo con Eriberto.
Muerta la madre, Arturo heredó sus bienes, desobedeciendo el pedido. Resentido por la resistencia a su confesión y otras diferencias invisibles, más la avaricia, sometió a su casi hermano a crueles golpizas, aplicándole todo tipo de castigos y la esclavitud; la pasividad de Rudesindo, lo exasperaba y diabolizó la sospecha de experimentar la búsqueda del descubrimiento, con la silenciosa y estoica domesticidad del otro, hasta llevarlo al fuego, impregnándolo junto a otros metales, buscando obtener el camino de la mutación, bruñendo su cuerpo para llegar al oro. Después, luego de lograr la forma imaginada, sin que nadie notara su ausencia, hizo desaparecer todo rastro humano, para exhibirlo como esfinge en la cúpula del castillo. Otros latidos se escucharon, reclamando, pero esta era otra vida a resolver.
La vieja Hermelinda tiró el mazo de naipes -legado de su tatarabuela-, cacique de una tribu salvaje, que ejercía el poder de las medicinas mágicas, que alivian o cargan el espíritu
-según el caso-. Ansiosa, suspiró, esperando el resultado antes que el destino tendiera la red y diera el veredicto.
Ana, su joven visitante sentada frente a ella, con aire temeroso por el devenir, se frotaba las manos, tratando de eliminar la humedad de sus palmas.
La bruja miró la primera carta. La figura crucial -en ese mazo- era una montaña revuelta y estrujada por el río rojo, la dejó sin aliento. Recorrió las siguientes, para esperanzar un panorama alentador, pero la montaña roja se cubrió de imprevistas nubes, tan pesarosas y frías, que desmantelaron, en segundos, toda expectativa. Un aire gris, llegado de la cima, volcó la pila de cartas tomando formas de un camino de flores negras y mustias, un presagio que disipó el resto de las dudas. La bruja se persignó invocando a su dios, para que aplacara tanta calamidad a la vista. El dios no llegó, dejando a la sorpresa pegada a la mesa, como un escupitajo contra el piso.
Ana abrió grandes los ojos, retirando su cuerpo que se había adherido a la mesa, violentamente, ante la revelación. Los golpes en la puerta de entrada apartaron a las mujeres de la fascinación y el abismo, un regreso a la superficie.
La dueña de casa se levantó para ver de quien se trataba La niebla, afuera, tendía cortinas que cerraban espacios. Se colocó las gafas que sostenían sus manos temblorosas, para vislumbrar la silueta negra, que se aproximaba, envuelta en la veladura reinante. El galgo azul, asido por una correa, lamía la bota manga del hombre; luego, babeando, se echó a su costado aceptando ser domesticado, tras el latigazo que dejó lugar al ladrido.
-Busco a Ana- dijo el hombre, retirando el sombrero, que dejó al descubierto una cabeza cana. Los ojos perlados de Arturo brillaron como diamantes, ante la luz, en medio de la oscuridad y el deseo.
-¿Para qué la busca? -preguntó la maga.
-Quiero hacerla mi mujer -anunció él.
Hermelinda se sostuvo del marco y sorprendida acusó, -¡Sí podría ser su hija!... ¿cómo dice eso?
-Lo que escucha señora, me la llevaré -dijo, apartando a la vieja hacia un costado y tomando por la fuerza a la joven mujer.
Ana, tenía veinte años, era menuda, de ojos oscuros y piel aceitunada. Se la veía fuerte a pesar de su fragilidad, luchaba para liberarse del hombre que la arrastraba, tomándola por los cabellos.
Caminaron como borrachos, enderezando senderos, dirigiéndose al castillo. Los lugareños, circunstanciales testigos en las sombras, observaron como las tres figuras se alejaban, trasmutadas, una sinfonía de azules en cuatro patas, recorriendo caminos polvorientos; azules, radiantes, ladrando, mordiendo y devorando los zócalos de la noche.

Angeles Charlyne

Manipulación genética IV
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martes, 17 de mayo de 2011

Sólo los no y las nada

"La lágrima"
-Gouache-



Ella estaba de espaldas a la fuente, iba a arrojar su moneda. Cerró los ojos fuertemente dispuesta a poner todas sus fuerzas para que los deseos resultaran ciertos. Creía en esas cosas y, además, la fuente era infalible según comentaban.
Los ejemplos no sobraban en su inventario, por eso se repetía, en ese último día del año y casi en el último minuto de ese último día, que había recorrido un largo camino, para formularse la esperanza.
Antes de llevar su mano hacia atrás, rumbo a la fuente, decidió abrir los ojos para mirar el cielo e invocar. Antes, también, su mirada tropezó con la figura de la mujer harapienta de edad indefinible, ¿por qué no la suya?, que miraba fijamente los prolegómenos de su propia ceremonia.
Se preguntó si podría preguntarle, pero la fijeza le hizo desistir. Además ya no le quedaba tiempo, según el gigantesco reloj luminoso que pautaba la algarabía ceremonial. Sin embargo, por esa misma razón o tal vez por algún cargo secreto de su conciencia, se prometió no marcharse inmediatamente y arrojar su moneda, luego de invocar los deseos de cambio: eliminar todas sus negatividades, suprimir la larga cadena de no... que fueron tapizando sus decisiones, las vacilaciones con que supo decir nada, tantas veces, que dejaron de ser razones.
Ese segundo previo le mostró la senda no frecuentada, como debió transitar, de las acciones positivas.
Los temores. Las limitaciones que se impusiera. Las oportunidades que dejó pasar, por conjeturar sin asidero, para no arriesgar un desengaño, multiplicaron escollos para caminar libre y abierta, capaz de responder a su propia esencia, esa que la sacudió con rudeza… la vida, cuando se llevó sueños, amor, esperanzas, sus mejores intenciones, para dejarla con la página en blanco que se negó a escribir.
Vio y se vio furiosa. Desatada por la propia incomprensión de un destino que nunca supuso para ella y castigó su propia esperanza, encarcelando la posibilidad. Se rehizo, en cierta forma, pero privando a sus emociones de toda capacidad de percibir y aceptar. Materializó la realidad y conforme a eso hizo sólida su relación con la sobrevivencia, alejándose cada vez más del desamparo desatado por los otros.
¿Privaciones? ¿Desamparo? ¿Miseria?, su pensamiento revisaba, egoísta, su historia cuando la recordó.
Volvió a mirar a la mujer harapienta. Seguía allí con la fijeza puesta más allá, tal vez de ella misma o a través suyo, pero trascendida y, nuevamente, no le habló.
Ese inmedible tiempo de la reflexión del último minuto del año, que le pareció exagerado, le permitió arrojar al agua de la eternidad y su curso, todos los no y las nada, que supo acumular para dejar de ser.
El penúltimo relámpago iluminó el pasado, se le antojó árido y no supo explicarse como se lo había permitido. Como la clausura había decidido dejar sin puertas ni ventanas, el rumbo de sus sentidos. La sombría desesperación que la había traído a este segundo ¿final?, ¿previo?, por el que había derivado sin haberlo sospechado. Es que esa noche, además última del milenio, no había registrado para ella ninguna decisión previa.
Repasó, sorprendida, que ni siquiera hubo vacilaciones capaces de imprimir el rumbo de sus pasos hacia la histórica fuente. Es más, estaba segura, que su solidez la había modelado a prueba de sensiblerías, se dijo.
Era exitosa. Era hija de la dura disciplina que le permitió erradicar todo sentimiento de su vida, todo aquello que la pusiera en riesgo, por eso aprendió a comprar todo, incluso el placer.
Esa larga fuga hacia atrás, hacia el pasado, se acumuló en la inspiración profunda. Retuvo el aire y sus pulmones le parecieron a punto de estallar. Decidió exhalar y concretar la decisión. Su brazo, raudo, como portando la espada invisible del arcángel, viajó en el tiempo por el precio de esa moneda con la que comprometía el futuro.
Arrojó la moneda que tintineó en la fuente, donde otras múltiples muestras que devolvía la luz con su presencia titilante, quedaban como tributo o pesca certera de los descreídos. Volvió a pensar en la mujer y en que, quizás, estaba esperando que se marchara para apoderarse de su moneda, sin saber que allí moraba tanta sombra. Se enojó con ella, mentalmente, por suponerla ladrona de sueños.
El estruendo, los bullicios propios de la fiesta la rescataron. Sonrió y le sonrió. La mueca ganó el espacio con toda la incredulidad posible.
La mujer harapienta, seguía en la misma posición. Lo único distinto era la moneda en la palma de su mano y las dos lágrimas que trazaron sus mejillas, rumbo a la nada, por no haberse atrevido.


Angeles Charlyne
De "La puera que..."

sábado, 14 de mayo de 2011

El tiempo se ha extraviado

"Universos lacerados"
T/m
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La ciudad hervía. Matilde decidió que lo mejor, como siempre, estaba afuera. Su cuerpo cubierto por una fina película de sudor, le anticipaba que ese día sería quizás algo más duro que los demás. Ni la ducha oportuna y salvadora le dio tregua a una hora de la mañana donde, siempre, se puede disponer la pausa previa al agobio.
Repasó la jornada que tenía por delante, sin agenda previa. Esto la fatigó más. Se mordió, nerviosamente el labio inferior contrastando la resistencia que debía acopiar para hacerse de energía suficiente.
Huyó, literalmente, de la cocina antes de la partida, razón por la cual se dijo que era la segunda cosa que tiraba al inicio de la jornada y se preguntó, ¿con cuantas otras, más o menos importantes, debía pagar el tránsito de un medio a otro, sin olvidar que podría ser de un miedo a otro?
El ascensor, silencioso, la descendió siete pisos ineludibles y respiró aliviada porque los contratiempos, ese día estaban ausentes. La recepción solitaria recibía a través de las superficies vidriadas, los primeros rayos del sol que, por la hora, visitaban el lugar templándolo, hasta que el aire condicionado -condicionado porque la condición dependía de un misterioso dispositivo automático-, virtualizaba la realidad.
También, se dijo, no quiero nada artificial, por lo menos hoy; quiero rescatar lo que haya de cierto en este día para mí. Cuando pensó en “cierto”, se estremeció. Cuatro celulares eran como demasiado costo para la prisión donde todos los controles funcionaban monitoreando su tiempo.
La computadora, esa mañana, clausurada cuando salió del piso, era una máscara oscura, indescifrable que se quedaba sin su cuota de alimento diario. En eso de alimentar los datos del mundo, estos esperarían turno para dar su informe, un tanto inquietos por la interrupción del sometimiento aquí, interrumpido.
Matilde volvió a sonreír al abrir la puerta del edificio, imponente para los otros, por supuesto. Ella hacía tiempo tenía el gusto domesticado, por las mismas circunstancias que le otorgaban un protagonismo, fatalmente presumible. A la cumbre llegan no sólo los mejores escaladores, también los más afortunados y ella reunió ambas cualidades en los momentos precisos, era una tiempista excepcional, en el territorio de las decisiones empresariales.
Sin embargo, la noche anterior decidió extraviar el tiempo.
Decidió que demasiado gobierno de los otros había terminado por controlar su vida y su tiempo. Se dijo que respirar algo distinto era imperioso.
Se dijo, también, que no haría nada absolutamente igual a cada día cronometrado al que estaba acostumbrada y resignada. Condenada al éxito y se rió con ganas de la frase que han utilizado propios y extraños, para hacer ajenos los designios inescrutables del destino.
Hoy su voluntad había decidido otra cosa, sin pensarlo y eso la asustó, porque de pensar se trató el eslabonamiento de su fantástico vuelo imperial. Pero no dudó y eso la asombró no porque la duda era una manifestación del temor. Simplemente era su herramienta favorita para elegir, velozmente, el camino allanado de las decisiones.
Al pisar la vereda, prolija, limpia, rodeada de canteros floridos, decidió primero aspirar el aire todavía perfumado, antes del gesto heroico -para ella- que significaba arrojar esa agenda aprisionante, al primer cesto verde y gigante, donde ese día sepultaba la suma de causalidades que determinaban la acción del rumbo de su responsabilidad.
El sudor en ese momento le pareció una buena demostración de indiferencia oportuna. “No voy a programar falsedades, por lo menos hoy”, se dijo cuando miró a la cara de la necesidad de la gente que revolvía basura en la puerta del lujoso restaurante y después de obviar la búsqueda del automóvil poderoso, color oro; buena elección, le ponderaron sus pares junto al linaje alemán que otorgaba suficiencias para el exceso, como si cada escalón social se abonara con mayor exposición pública. El encargado, sorprendido, la vio pasar de paso ligero. Vaciló ante la miseria, pero apretó los dientes dispuesta a no mentirse, por eso el encargado de la limpieza del restaurante, fue su cómplice en la ración acordada -con gestos y sin detenerse-, para que una comida, por lo menos una, les llegara a tiempo en el destiempo de un país sin rumbo y conducido por enanos espirituales.
A su regreso del día siguiente esa cuenta se saldaría.
Cruzó la avenida, con aire decidido y en el siguiente cesto abandonó su carterón ejecutivo.
Con las manos libres y braceando al sol, notó que su paso se aceleraba. En un montículo de la plaza una mariposa, grande, amarilla y negra, batallaba para emprender el vuelo. Cuando Matilde llegó a su lado, dejó de moverse. Luego en un gesto imperceptible pareció cursarle una invitación.
Matilde sonrió incrédula con la idea. Luego dejó de hacerlo cuando notó que, desde cierta altura, las cosas se empequeñecían y el aire lucía más fresco.


Angeles Charlyne

De “Qué tiras al agua?”