miércoles, 28 de diciembre de 2011

Lo que queda...

No tengo más que...
un sombrero gentil para el saludo
una mano llena de mí
una sonrisa abierta de regalo
unos ojos grandes para el aplauso
un paso púdico y fugaz...
una boca que calla silencio,
y un sepulcro que aguarda...
cuando la noche llega,
y yo me quedo con la mujer rota....

Angeles Charlyne

"Mujer rota"
Acrílico s/ paspartour
Obra inspirada en "Dora Maar" de Pablo Picasso

domingo, 20 de noviembre de 2011

Los gatos que vio Julio…

Julio trató de erguir los hombros para construir una indiferencia. Le costaba, no porque fuera considerado, sino porque su espalda portaba huellas, rastros de una represión salvaje que no lo paralizó por pura casualidad. En realidad porque esa fatídica noche se cortó la luz en el “chupadero”, donde lo tenían encerrado interrogándolo para que delatara a quienes nunca había conocido.
La locura de los torturadores legitima tortuosas maneras de justificar sus acciones. Pero ahora, Julio estaba seguro que había llegado agosto, en esa fría y lluviosa noche que completaba una semana sin ver el sol. Casi igual a su primer semana de prisión “política”, cuando se les fue la mano y a él los centros nerviosos que articulan su espalda.
Agosto tenía, para él ¨ ese que se yo ¿viste?¨ que sentía en los huesos.
De aquel exceso le quedó el aspecto de alguien ligeramente inclinado hacia delante, como prestando atención, una de las pocas cosas que podía prestar.
Salió golpeando tras de sí la puerta de hierro gigante. En realidad dejando que se golpeara. Su ruido ominoso también le recordaba los chasquidos de las celdas. Se consoló pensando que por lo menos él pudo escucharlos. Hubo otros que ni siquiera llegaron, se quedaron en la primera sesión de picana a todo voltaje, técnica que usaban para instalar el terror. No iban despacio para aumentar luego, aquellos animales, ellos decían que si pasaban la prueba, no les quedaban ganas de resistir para otra.
No volvió la cabeza, tampoco podía, la noche avanzaba, agitada, rumbo a la madrugada. Se iba a detener justo en la mitad porque el ciclo eterno se cumple en alguna parte, cierta detención sofisticada donde el tiempo guiña para anunciar el cambio de día.
Pudo ver que la jauría de perros que suele dormitar a la vera del portón alzaba las cabezas, husmeaba el aire, buscando rastros de comida en las bolsas de desecho, pero sin agregar inquietud por su paso, ellos lo conocían y esa aceptación le volvió a dar seguridad. No se movieron demasiado. Cuesta tiempo y espacio fabricarse un poco de calor y no gastaron energías ni curiosidad para seguir sus movimientos.
Caminó algunas cuadras, seguras para él, -aunque la seguridad es una ausencia social colectiva-. Al doblar la quinta boca calle se encontró con la mujer, se detuvo, sorprendido. No era la misma mujer que solía encontrar haciendo los mismos menesteres cada noche, por lo menos en las que la encontraba. Ella se disculpó con un gesto silencioso pero apesadumbrado.
Julio pudo notar en la oscuridad las brillantes miradas de los gatos, más de diez seguro, pero no pudo ni le interesó demasiado hacer un inventario. Se quedó mirando como ella cumplía el ritual de alimentarlos. Los gatos la habían aguardado pacientemente, durante un tiempo, pese a que su control no era humano, por supuesto. Desde una ventana entornada y con las cortinas bajas, se deslizaba la música de Vangelis al “hombre desconocido”, se dijo que bien podía tratarse de él mismo, ya que lo aprendió a los golpes cuando supo que un documento de identidad jamás lo identificó a la hora de apelar su condición.
Iba a preguntarle a la mujer por la otra mujer, cuando ella, sin volver la cabeza susurró
-Doña Luisa se murió el domingo, días antes me pidió que yo siguiera alimentando a “su familia”-como ella llamaba a los gatitos-. No me pude negar -agregó-. Además aunque vengo dos veces por día, una después del mediodía y otra por la noche, como ahora, cuando puedo dejar las obligaciones de casa, me llego. No quiero que nadie me cuestione por seguir este trabajo.
Julio sacudió la cabeza y unas gotas de incredulidad se deslizaron para amerizar sobre el bigote gris.
-¿De qué murió doña Luisa, estaba enferma?, interrogó Julio, quien se había encariñado con esa sombra nocturnal que tropezaba en ese mismo sitio. Nunca pidió ayuda. Los vecinos le guardaban cierta tolerancia, lo único que eran capaces de guardar -nunca alimento para los gatitos-, aceptando a regañadientes que, “esa loca nos invade con gatos la cuadra”, cuadro, en realidad, de situación aceptada.
Julio lo sabía por las otras vecinas que en los negocios del barrio, dejaban, como los envases vacíos, mensajes en una botella para contar el crecimiento gatuno de los comensales de la Luisa que ya no estaba.
-Se murió de tristeza -fue la escueta y queda respuesta- ¡Otra cosa no!, estaba sana.-respondió la mujer que dijo también llamarse Luisa.
-¿Igual que ella? -apuntó Julio, ligeramente sorprendido.
-¿Vio que casualidad? Claro por allí no es casualidad, pero ella me pidió que no los abandonara y aquí estoy tratando de no fallarle.
Los gatos, agazapados, conocían la proximidad de la jauría perruna que no estaba lejos de ellos. Pero el hambre es más fuerte, quizás más que el amor, pese a lo que diga “Tanguito”.
Montados sobre los pilares, aguardaban con la paciencia de siglos que supieron cultivar. Julio los miró con más atención reparando que ninguna atención él les provocaba.
Notó que la mujer iba a cerrar la puerta de la casa donde estacionaban los gatos; por una fracción de eternidad sintió que eso no estaba bien y pudo oír, ahora si con nitidez, la prisa de los perros que, en silenció venían por ellos.
La mujer se distrajo, mala cosa para los gatos que, famélicos, no se permitieron la huida.
Julio se dijo que la muerte avisa sin aviso y dobló la esquina sin mirar atrás.


Angeles Charlyne





"Gatomirada"
-Témpera-

lunes, 14 de noviembre de 2011

“Vida Frida… suFRIDA”


"Textura Otoñal"
Xilografía
taco/23x30
-Vidrio antireflex-


No se me quita el dolor, no se me quita.

Mi cuerpo es un camino horadado de espanto,
hay huellas y senderos,
un tren que pasa y desbarranca.
La casa azul se mece, se acongoja… tiembla.
La nada es sólo eso:
una figura inmóvil, una ciudad que se abre,
un cataclismo, una flor… una fruta putrefacta.

Tengo un país dormido en mis espaldas,
una matriz que llora, virgen, hueca;
un niño no nacido,
un vino sin beber,
un epitafio con bigote,
un desconsuelo sin final,
una carretera que duele
y se vuelve, cada vez más ancha.

Los pájaros de mis manos,
son palomas blancas…
siempre cantan,
cayendo al abismo de los rojos,
al lecho de la muerte,
a la paleta oscura
donde dibujo tu nombre.

Hambrienta de mañanas,
mendiga de migajas,
… soy un cuervo que te busca y llama.
Y no eres mío Diego!
No eres del viento,
ni de la brisa, ni de sol!
No eres… de nadie!.

A quién le pertenece mi suFrida vida?
A las patas de mi cama…?
A la lengua del dragón que lame mis heridas?
A los techos de mi cuarto?
A la mancha de mis sábanas…?

A quién le pertenezco Diego? si me marcho,
si te marchas!


Angeles Charlyne
Homenaje a Frida Kahlo
-2011-



by Fátima Queiroz

viernes, 16 de septiembre de 2011

Sonido de luz

Ella volvió su mirada acaramelada, luminosa como siempre, para decirle por lo bajo -lo tuyo sigue siendo mucho bla... bla... bla. Antes, cerró la puerta para que nadie oyera sus palabras. Sostenía entre otras teorías que las imposibilidades no existen. El parecía un manual de excusas. Para toda ocasión tenía una y ella había agotado su cuota de comprensión.
La tolerancia era una viuda abandonada en plena juventud. Ella se dijo que era mejor que malgastar el tiempo de los arrepentimientos ulteriores. Cerró otra puerta, esta vez la de la paciencia, pobrecita la paciencia que supo derramar sobre su piel casi siempre desencontrada.
Su silencio pareció otorgarle un equívoco asentimiento. Igual la cuenta corriente había que cerrarla se dijo.
Los incumplimientos de él podían catalogarse y donde quiera que mirara había huellas de esa falta. Nunca sospechó de la impotencia probable ni siquiera de los destiempos que parecían afligir la vida de él.
Sus urgencias eran legítimas, sobre todo luego de haberse clausurado su tiempo anterior que le llevó años, tal vez los mejores, los más nuevos y que le dejaran varias marcas maternales, al cabo de las cuales se encontró sola y sin retorno. No se lo pudo perdonar y por lo tanto como el perdón era un artículo olvidado, mal podía otorgarlo ahora y a otro.
La mañana la invitó a caminar, razón por la cual irguió su delgada figura y sin volverse le anunció
-Me voy-, la elocuencia de un fragmento de advertencia quedó suspendido en el aire, como un hilo de ceniza y él supo de la fugacidad abrumadora, sin poder apelar a una ampliación del significado de ese me voy.
Ella cerró la puerta a sus espaldas de un solo movimiento que sonó implacable en los oídos de él. Revisó pero no encontró el argumento salvador para detenerla y menos para revisar su decisión.
Inspiró profundamente el aire tibio de ese mediodía luminoso y prometedor, para comprobar que no se sentía de ninguna forma en especial. Acababa de salirse de la vida de alguien que ya, ni siquiera era recuerdo, menos herida y mucho menos preocupación. Esto último la alarmó.
Se detuvo en la cuadra donde los aromos hacen una fiesta amarilla todos los días y construyen la alfombra mágica que la transporta, cada vez que cierra los ojos y mide la intensidad con su pisada. El leve colchón le pareció recordar a Kundera y supuso, según su propia interpretación que era eso de “la insoportable levedad del ser”.
¿Ser?… ¿Qué ser?… ¿Qué es ser?, hizo pausa en la trilogía de interrogantes para aceptar el vacío, la página en blanco, los puntos suspensivos solitarios, trazando el camino que siempre se está por recorrer. Se imaginó imaginando que alguien la viese allí, de ojos cerrados, invocando la levitación imprudente. Los brazos extendidos, los dedos de las manos separados, demorada en esa alfombra amarilla, donde se sumerge para disfrutar el aroma áspero y penetrante que tanto la seduce.
Se dijo que algo bueno y mejor debía sucederle que estar repasando esa pared gris todos los días, pared de clausuras que no lograba penetrar y él arrastraba resignado a la crucifixión. También se dijo que la generosidad para pensar en el otro, fue una tarea que le demandó tiempo y esfuerzo, sueños y esperanzas y ahora, lo que le quedaba de este combustible de la fertilidad, sería para ella.
La mejor forma de no ser, es dejar de ser, y ella practicó súbitamente esta disciplina desconocida. Un gozo nuevo la invadió y supo que había decidido quedarse en esa pista amarilla y perfumada de despegue, hasta que la levedad fuera sólida.
Desfilaron en su mente imágenes dispersas, desordenadas de un pasado rico en emociones… ¿Rico en emociones? se preguntó, sumando vacilaciones a las dudas que también eran parte de su equipaje. Convino en que la aridez puede disfrazarse y mentirse gratos sucesos incoloros. Se enojó consigo, pero se ayudó a empujar lejos, sombras y figuras que ya no quería seguir llevando en su alma y menos en su razón.
Seguía demorada en ese aguardo suspendido, feliz con la decisión de la ausencia de equipaje, tomada con la inocencia merecida. Mordió la levedad para probar el gusto de la nada y el abandono voluptuoso del abandono espiritual. Estaba cerrando esa puerta y le costaba empujarla algo menos de lo que pensaba, asistió al ritual de esa inexorable sensación de clausura que le complacía con la sorpresa inaugural de ese tiempo iniciático capaz de la fragilidad de una burbuja.
En esa mística comprobación para fundar su propia religión, convertirse en sacerdotisa de lo inesperado, invirtió la potencia de los deseos intocados. Apretó los párpados, las manos, y se sintió dueña del despegue intuido. Decidió que era hora de abrir los ojos. Lo hizo.
La puerta brillante de madera oscura se le apareció tentadora. Vaciló… luego se decidió. Giró el picaporte. Abrió y el brillo de la luz la cegó por un momento, luego sonrió y cruzó el umbral.
En la calle una ambulancia blanca recogía el cuerpo de una mujer extrañamente sonriente que parecía dormir sobre una cama amarilla de hojas de aromo.


Angeles Charlyne

De “La puerta que…”

"El beso"
Tiza pastel/ s/ papel

martes, 16 de agosto de 2011

Manchas



"Devastación lírica I"
T/m s/ papel
45x60
-vidrio antireflex-

“¿Qué mancha deja una mancha?... ¿tal vez la borrachera de algún poeta loco…?”



La noche me trajo y con una mancha me volcó sobre el papel, nadie supuso la forma deseada de mi huida, esa por la que debía luchar. El hombre me asfixiaba con su pluma, la que deslizaba detrás, persiguiéndome, oteando mis huellas; yo quería correr hacia los extremos blancos pero, insaciable, otra vez me penetraba con su semen oscuro, hasta hacerme gemir. Ahogada por el mar de tinta, salté hasta la mesa y salpiqué su rostro. El poeta, inmutable, dueño de antiguos sosiegos, se sacudió, estampándome de nuevo sobre espacios libres. Rendida ante la cárcel azul-negra, me quedé jadeando su poema...


Angeles Charlyne
De “Siete veces 7”

"Devastación lírica II"
T/m s/papel
45x60
-vidrio antireflex-

sábado, 30 de julio de 2011

Mujer de rojo

Subió al escenario como todas las noches, sólo para enloquecerlos y disfrutar.
La platea colmada se desesperaba por verla.
Yamila, sólo era un nombre caliente...
El taconeo sonó sobre el piso de madera. Sus tambores de llamada.
Los zapatos de cabritilla roja lucían brillantes.
Ella se situó en el centro de la plataforma, abrió las piernas convocando los vientos, empezando el juego de seducción, como si su ceñido vestido de lycra no pudiera impedirlo.
Los tajos de la prenda, también roja. se deslizaron hacia un lado, dejándolas al descubierto, un portento.
El rifle que llevaba en su mano bajó y subió desde el escote profundo hasta su sexo.
Su boca, entreabierta, provocaba.
Los espectadores gritaban eufóricos, alentando el espectáculo, algunos se pararon, lanzando prendas y billetes; las impotencias toman las formas del desamparo.
La mujer, inmutable, prosiguió con el show. Estaba por tiempo y presencia del otro lado de la urgencia.
La música y la escenografía acompañaban cada movimiento, parecía un diabólico cisne contoneándose.
Luego, sobre una silla, la imagen los alucinó al recostarse sobre ella; con una mano se tomó del respaldo, ella, de perfil a la platea, su cabeza se inclinó hasta casi tocar el suelo, la melena larga y rizada se extendió, era una alfombra barriendo la lujuria derramada que no sería negociada y menos, sobre la lustrosa superficie.
Lo hizo yendo y viniendo, en tanto su pelvis se elevaba, ganando altura, para crear y controlar los estallidos.
Luego, se incorporó respetando la coreografía tantas veces ensayada. Una manera de repasar rituales casi tribales.
Sentada, comenzó a quitarse los zapatos; lentamente subió hasta el porta ligas de tul negro, desabrochándolo; abrió la puerta a la cara de Dios, quizás la guarida del Diablo.
Desvistió la pierna. Cuando la media de seda fue a parar hasta sus dientes. la lengua la lamió hasta convertirla en una húmeda y fina hilacha.
Una mueca incitante, se instaló en sus labios, para recalentar la noche.
Convertida en una fiera, arrancó de un tirón el vestido y, desnuda, se enredó a la columna metálica; una suerte de jazmín del país, jugando y trepando, cómo el más hábil y salvaje de los animales en celo.
La ovación fue total.
Una cortina color sangre caída desde el nunca, cubrió el cuerpo de la bestia que gemía... por más.
Resignó...
El cliente siempre tiene razón...


Angeles Charlyne

De la serie: “Ironía erótica”

miércoles, 29 de junio de 2011

Breviarios “Mirada de mujer y otras historias”


Miradas de fuego
tras el resplandor
invitan a la hoguera
-
Cae el ocaso
reloj de sol
que se astilla.
-
Tambalea la verdad
en la mirada esquiva.
-
Hay un antes y un después.
¿Después del después?
-
Se aferra la vida
en la última
cuenta de un rosario.
-
Cuando te vi
estabas lejos.
Ahora cerca
te veo lejos.
-
Desfallezco en el silencio.
Pero tu voz es mi cama.
-
Me acoplo
y soy letra de tus textos.
-
Me pierdo
soy encontrada.
Me encuentras
estoy perdida.
-
La luna gime
porque arde el lecho.
-
Si me dices que no me entiendes...
nada sabes sobre mí.
Comienza de
nuevo el Teorema.
-
Te escribí unos versos
y fueron leños.
Los recogieron tus manos
y fueron cenizas.
-
Vivo.
Descanso.
Duermo y sueño
en la habitación celeste
donde no se cobra hospedaje.
-
Te sueño y es real.
Te vivo y es sueño
-
Soledad...
Luna magullada de plaza vacía.
-
Me deslizo sigilosa.
soy gato que araña
las puertas de tus oídos.
-
Golpeo en tu corazón
sin daños.
Entro sin manos.
-
Eres pez entre mis redes.
Anzuelo que no te hiere.
Carnada que te da vida.
-
Vital.
Préstame el sol ahora.
Es de noche.
-
Cuando me hamaco entre el ramaje verde...
siento que el cielo queda mas cerca.
-
Si volteas la mirada
morirás de sed.
Un cántaro en mis pupilas.
-
En tus versos,
un pintor traza un desnudo.
¡Tengo frío!
-
Te escribo real.
Te pienso real.
Te veo real.
La utopía tiene formas.
-
Soy el viento
que agita tus ramas.
¿Tiemblas?...
Aún es verano.
-
Retazos de memoria.
¿Invaluable tesoro?...
¿Moneda corriente del olvido?...
-
Te espero en la verdad absurda
que no encuentra espacio.
-
Nazco y muero
en el aposento tibio de tu mirada.
-
Barrilete que ondula.
Letargo multicolor.
Postergado vuelo.
Mi cuerpo frente al tuyo.
-
Te pierdo en sensaciones
pero te encuentro sin verte.
-
Silencios compartidos.
Decadencia de ritmos.
-
Te escribo.
Te leo.
Te involucro.
-
Una lágrima.
Un caleidoscopio.
Una mutación.
Llovizna tristemente irisada.
-
Amantes.
Fugacidad de horas.
Escondite que se calla.
Piedra libre que no cantan.
-
No disfraces la mentira,
se ve igual,
aún con distintos trajes.
-
Me vestiste de sueños.
Me desnudaste de olvidos.
-
Ritmo de la nada.
Destrucción de palabras.
Sepulcro de la voz.
Silencio.
-
Me pierdo en un río blanco.
El timón...
Bolígrafo que me lleva hasta mi encuentro azul.
-
La vida es un tablero de ajedrez...
Estudiaremos seriamente la duda.
-
Hay una puerta bajo la almohada,
que me provoca a salir de noche.
-
La maleza es sólo maleza, que retiro...
cuando siento el aroma a flores.
-
La mentira es la moneda indeseable...
que puede llenar el bolsillo del asombro.
-
Se enredan cuerpos...
mientras la noche es la madeja.
-
Quiero ser tu recuerdo...
Guárdame entre los sepias.
-
Como saber si eres...
Cuando aún no sé si soy.
-
Cuando termine de conocerme...
Empezaré por conocerte.
-
En el miedo hay un rincón espeluznante,
dónde se juntan y esparcen todos los temblores del alma.
-
Un condón cristal se retira del cielo...
cuando la lluvia esparce vida a los huertos.
-
No me despojes de mi verdadera esencia...
porque quedaré vacía.
-
Cuando me doy en exceso... detenme.
No quiero que dudes de mi real tamaño.
-
Cuando te explico... quiero que me entiendas...
pero si callo... ¡también hazlo!...
-
A veces debo mentirle a la vida...
para que la muerte no me descubra.
-
Te escribo como si fuera la última vez…
Aunque siempre la última sea la próxima.
-
Cuando tomo un papel desnudo...
lo visto de palabras.
-
Hay un silencio verdugo...
que guillotina palabras.
-
A veces la vida es un puente
con tablones crujientes y barandas que ceden.
-
Distancia la distancia del amor...
cuando uno camina de frente y el otro de espaldas...
-
Si sólo me lees cuando escribo...
entonces... poco sabes sobre mi.
-
Te hablo con la verdad...
¿Pero mi verdad es la verdad de la verdad?...
-
¡Se tu mismo!... no te inventes...
¡porque ya existes!
-
Te doy mi palabra escrita...
cuando la sonora calla...
-
Si me llevas por fuera... sólo seré un adorno.
Pero si me llevas por dentro... seré mucho más que eso.
-
Si se habla de un descubrimiento, se habla de algo nuevo...
¿Pero cómo se llamaría antes de ser descubrimiento?
-
El silencio es una muerte callada...
que se adueña de la voz hasta dejarla muda.
-
Los sexos comulgan,
en el templo sagrado...
dónde no existe el pecado...
ni la absolución.
-
Cuando te pierdes... yo te rescato.
Pero si te rescato... ¿te pierdes?...
-
La verdadera nota, no está en una partitura...
sino en el nuevo día que nace...
-
Somos líneas paralelas buscando la convergencia.
-
Cuando me confundo en tu mirada debo mirarme dos veces.
-
Vacié el horizonte esperando el milagro...
de encontrarme con el mas acá.
-
La tarde se inclina sumisa,
cuando la noche levanta su látigo.
-
Si piensas en el siempre piénsalo siempre...
hasta que llegue el nunca.
-
Una extensa soledad...
madruga con raíces encanecidas...
-
Se desparrama la noche entre las sábanas...
y comienza un ritual.
-
Me visto con un traje ajeno...
para poder desnudar mi propio yo.
-
Cuando la introspección cancele sus puertas...
podré ser definitivamente libre.
-
No quiero saber del fin...
porque aún me falta saber del principio...
-
Gira el olvido insomne,
en torno al...
sepulcro del perdón.
-
Desato la memoria...
para que paseen los recuerdos.
-
Me veo entera...
Pero... me compruebo fraccionada.
-
Olvido de un amor a cuentagotas...
Recuerdo de limosna anestesiada.
-
Cuando me escribo difícil...
me entiendo más fácil...
-
Cuando me regalaste algo... no me diste algo...
me regalaste todo de tu algo.
-
Prisioneras de la oscuridad...
las sombras se baten a duelo.
-
Se desmorona la tarde...
y el ocaso desmenuza las últimas tibiezas.
-
Rasguña en el asfalto...
un mundo insomne.
-
En lo externo de mi piel quedó tu atril...
En lo interno... tu tela y su paisaje.
-
Mientras por fuera me congela un témpano...
por dentro me derrite.
-
Cuando me ilusiono me desvisto entre prados...
Cuando me desilusiono me arropo entre pastizales.
-
Entre el naufrago y el muelle...
la soga de la salvación.
-
Mis preguntas van llenando una gran bolsa...
y tu única respuesta se escabulle por un agujero.
-
Cuando la humillación nos toca...
nos palpamos entre harapos.
-
Entenderte podría llegar a ser el arte más abstracto.
-
Debo mutilarme...
para volver a reconstituirme.
-
Tironeando la cadena de mi fuerza
encontrarás el eslabón de la fragilidad.
-
Protégeme!...
tras los balcones del alma
una enredadera se asoma al vacío.
-
Cada mañana pinto los ojos de una mirada...
mientras tanto un llanto espera ansioso
arrugar el maquillaje...
-
Cuando di mucho de mí... lo sintieron poco...
Cuándo di poco... preguntaron... ¿por qué?.
-
Nunca reclamé la posesión del otro...
pero una noche desperté pariendo el egoísmo del mundo.
-
Siempre seré...
aunque sea por un segundo.
-
Paseé por la vidriera del recuerdo...
y me confundí entre maniquíes.
-
El futuro sólo está en la imaginación...
por eso lo escribo en presente.
-
Una palabra bella solo sirve para adornar un momento...
Pero todo tu idioma para fortificar todos los momentos.
-
Podría imaginarte como otras TANTAS VECES...
¡Fantástico!... es imaginarte TODAS LAS VECES...
Pero que pobre se siente... sólo poder imaginarte.
-
Para la cuenta del engaño podré sumar un perdón...
pero nunca restar un olvido...
-
Cuando recuerdo tu olvido...
Olvido tu recuerdo.
-
Si me necesitas... hasta él más allá...
Hazlo más acá.
-
¿Dudo de tu palabra?...
¿O dudo por la duda de tu palabra?.
-
No hay formula adormecedora que pueda...
contra el centinela de la conciencia.
-
Te llevo a cuestas...
para que la vida pese menos.
-
Por el ojo de la cerradura... lo breve de un paisaje acorralado...
Por la puerta al mundo... la extensa libertad de las formas.
-
El pasado es nuestra historia conocida...
El futuro... sólo una página en blanco.
-
Sonrío...
para que el circo de la vida le ofrezca un lugar al payaso.
-
Cuando la luz de la esperanza se convierta en inasible...
habré perdido uno de mis sentidos... o todos!
-
Hay noches de gran vigilia...
porque el fantasma del recuerdo...
atemoriza los párpados.
-
Puedo descubrir el camino de la mentira...
cuando la voz cambia de dirección.
-
Cuando las sombras de las tormentas dejen de recorrer distancias...
el alma agitada hallará reposo.
-
Mis palabras corren para no morir...
y mi imaginación vuela... para vivir.



Angeles Charlyne

sábado, 25 de junio de 2011

De amor, ruido y pena

Haikus
"Ensimismamiento"
T/m sobre Paspartour
-vidrio antireflex-



Reflejo de mí.
Espejo de tus ojos.
Cántaro de luz.


Sangra el verde
cuando la esperanza
está herida.


Tiembla la noche.
Claudica el silencio.
Murmullos grises.


Árboles ocres.
Otoños deshojados.
Duelo crujiente.


Revientan fuegos
en la espera roja.
Sexo en llamas.


Camino a ti.
En la búsqueda de mí
nos encontramos.


Corren agujas
por ocasos muertos.
Lóbrego final.


Geografía
de un mapa que debes
explorar en mí.


Ojos heridos
se llenan de rocíos,
solitarios.


Nos enlazamos.
Somos dos en uno/ Ya
para amarnos.


Tumba insomne.
Poemas/ Mar adentro.
¿Y Alfonsina?


Mi alma esa
calle solitaria.
Empedrado gris.


Las sombras tuyas
se desdibujan ¿Por qué?
¿Ya eres niebla?


Pido ayuda.
Mientras te recorro
toco abismo.


Corso fúnebre
el de miradas vacías.
Murga/ Soledad.


Alzo la vista.
Despertamos dorados.
Brillamos juntos.


Tu voz preciso.
Un son acompañado
late conmigo.


Una palabra
nos separará siempre…
Monotonía.


No te olvido.
Mi memoria arrastra
algunas cosas.


Amor punzante
perfora mis entrañas
y me desangro.


Amé gastando
los zapatos del alma.
Y tú descalzo.


Cuesta abajo
el río se suicida
para ser final.


Angeles Charlyne

domingo, 12 de junio de 2011

Lamento Puyehue

"Desde las entrañas"
T/M
60x80


Por decir un nombre…
después del silencio se agrietó la tierra
despertaron raudas tus fauces de fuego,
abrasando a una humanidad falaz.

No es casualidad tu huída…
que derrames tu saliva amarga,
el color de tu carne calcinada
y te expandas luego, tiñendo los cielos,
cambiando el color de los semáforos.

Por decir un nombre…
Puyehue,
arrullé en tu vientre
una canción de cuna,
que aplacara el grito,
la herida del planeta
y la distancia.

Por decir un nombre…
en la voz del viento,
llegaste de otoño
al país del tango
quebrando el alba
de polvo y escarcha.

No es casualidad tu huída…

El suelo es quejido
de ceniza y humo,
el mundo agoniza,
respira la nada.


Angeles Charlyne

sábado, 28 de mayo de 2011

La lluvia

"El Chamán y la lluvia"
T/M s/ cartón


La lluvia era una sola ráfaga que parecía subir desde los cordones grises. La ciudad desagotaba su impotencia, quizás lloraba tantas mentiras aceptadas y las pausas resultaban respiraciones suspendidas.
El hombre, al borde del naufragio, levantó las solapas de su impermeable como si lo pudiera proteger de la inclemencia. La cara, una parte visible de la piel empapada era el muelle que resistía ese destino de oleaje celeste. Era furiosa la permanencia, quizás había llegado el momento de no dejar huella alguna de la calamidad que los habitantes llevaban inventariado.
Que pensaba el hombre, no era seguro adivinar, la tormenta se llevaba todo hasta las ideas. Esa sensación de vacío, sí la tuvo ella, detrás de la vidriera del bar; la lluvia desdibuja hasta la gracia, deforma y vuelve grotescas las formas, que parecen definitivas.
El café agonizaba tibiezas, como certezas ella. Las luces encendidas de las calles, parpadeaban ahogadas, incapaces de resistir la revelación de la tormenta. No recordaba cuanto tiempo llevaba absorta en el sesgo de las gotas, en la melodía sobre la superficie vidriada, ni en los navegantes de esa tarde casi noche que avanzaba implacable, sobre las certidumbres. Los pasajeros de la búsqueda incierta, sorprendidos por la desapacible sensación, dudaban de una presencia delicada y digna de otros abrigos. Los compulsaba cierto impulso protector. “El escalón del diablo, se desciende imperceptiblemente”, se dijo ella, al advertir alguna gentileza abortada por su propia indiferencia, fascinada por el galope encabritado de las hojas mojadas, que el viento arrastraba hacia un inquieto destino. Vio como sorteaban escollos, abrazaban árboles, ahogaban sumideros, barrían plazas, subían desesperadas, luego de un ramalazo, gritando en silencio por detenerse a tiempo pero, inútil, se estrellaban una y otra vez sobre curiosos escollos clavados contra el tiempo, negándose a rendir en la penúltima batalla; los añosos cipreses resignando corteses, sauces más llorosos que nunca declinaban consuelos, y la escuela de la vida, como siempre, carecía de asistencias; todos buscaban amparo y ansiedad de otras calideces.
Ella quería entender por qué la potencia desatada provocaba un temor incierto en los otros. Por qué esa duda brutal. Por qué ese desangrar los sentidos, llevaba pavor como una maldición.
Si el tiempo nos besa salvajemente, provocando el escándalo sensorial. Todo está por lograrse, los espacios se multiplican, los ceden aquellos apresurados en regresos previsibles. Rechazan la invitación a los olvidos, la aceleración del nunca más y el hormigueo que circula implacable, sobre todo en momentos en que están sobrando las penas. Pero, la secreta alegría, llegaba de regiones remotas que nunca pudo precisar. Eran avisos imperceptibles que se agitaban invisibles para el resto.
Un macetero rectangular de blancas siempre vivas, se revolvió imprevistamente para que el gato amarillo atigrado y pecho blanco, pegara sus ojos verdes, indescifrables, al vidrio que lo separaba del interior del lugar y el calor necesario. Ella pegó su bello rostro y los ojos de ambos parecieron soldar abismos. El gato replegado sobre sí, dejó de eludir la lluvia. Ella sospechó que ronroneaba, llamando visceralmente, por otras pertenencias.
Así estaban enfrascados cuando el hombre cruzó a pasos largos la avenida rumorosa, fruto del caudal de agua que se llevaba pasados. Ellos no lo vieron. Sonrió por el paisaje a pesar de portar el agua del diluvio. Entró al lugar y tomó asiento luego de entregar su impermeable empapado; el servicio caliente llegó rápido, la soledad ayuda y entretiene. Bebió su brandy a temperatura de brandy, como se debe y pasó a repasar el cuadro de la mujer y el gato, ajenos al mundo y a la vida. Sus ojos oscuros flamearon levemente, tal vez una postal perdida en algún aeropuerto inubicable, un vuelo que no debía tomarse y él no tomó, un vuelo que si tomó esa parte faltante de la postal. Un esfuerzo tardío por detenerla. La resistencia temporal de quien sería esquirla a 33 mil píes de altura.
Lo cierto que la reminiscencia era demasiado fuerte, casi tanto como el tiempo sin preguntarse ni preguntar. Era casi imprescindible averiguar. Garabateó una servilleta, apresurado por urgencias no del todo claras. Ella recibió del mozo el mensaje y sin volver la cabeza asintió. Su romance con el gato enhiesto, el pelo erizado pese al agua y el lomo arqueado, progresaba en la fogosidad de los espejos de sus propias miradas. Siguieron ajenos, en tanto el hombre cambió de sitio. Sus palabras parecían temblorosas, apremiantes; interrogantes agolpados que desandaban los muros de silencios demasiados prolongados. Ella cada tanto sonreía sin dejar de sostener la fijeza del gato. El monólogo llevó su tiempo, sin que amainara la tempestad. El sonido sordo del exterior impedía saber a oídos profanos, la naturaleza casi desesperada que se adivinaba en los gestos de él.
Pareció que la catarata de palabras declinaba intensidad. Era evidente que no progresaba la búsqueda de certezas. Un rayo atravesó el futuro pero el gato no se movió. Ella miró el cielo, casi como respondiendo a un llamado. Se levantó de la mesa con la misma gracia de gestos y sus felinos movimientos fueron seguidos por los escasos habitantes, el hombre y el gato inmóvil, que parecía aguardar. Ella abrió la puerta del local y la violencia de la ráfaga del viento dispersó manteles. Sin volver la cabeza ni mirar a los costados cruzó la avenida, el gato la siguió. El hombre, inquieto por la actitud se puso de pie dispuesto a seguirla, pero súbitamente se detuvo. En la mitad de la avenida ella y el gato desaparecieron, no alcanzaron a llegar al otro lado. Cerró los ojos, seguro de un engaño producto de la vidriera que deformaba figuras, se asomó. Lo curioso es que ella no estaba. La lluvia había cesado. Más curioso aún, todo estaba seco como si nunca la tormenta hubiese ocurrido. Volvió la cabeza buscando la referencia, como auxilio. Sólo la plaza. No había a sus espaldas ningún local. Miró el cielo, pero no encontró nada y se fue.


Angeles Charlyne

De la serie: “La Puerta que…”

domingo, 22 de mayo de 2011

Perros azules

Manipulación genética III
T/M
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El galgo -esculpido en bronce-, se erguía sobre los techos altos del castillo. Una muestra de poderío que imponía limites y marcaba territorios. Sólo algunos habitantes podían traducir la sensación, puesto que para todos era único en su especie. Sus propietarios los Ibañez Calderón, gente de alcurnia, irreprochable linaje y misteriosas leyendas, habían cruzado, obsesivos, buscando la experiencia tonal con otros, hasta lograr una raza capaz de provocar curiosidad y espanto.
Arturo Ibañez Calderón -único y último descendiente-, todos los días cuando caía la tarde, se enfundaba en su largo sobretodo negro, casi un presagio, calaba el sombrero tejano y salía a pasearse por las calles del pueblo, acompañado del último cruce, un galgo pero azul. Nadie se atrevía a acercársele ni a enfrentarlo ya que provocaba temor a algunos lugareños que no conocían sucesos y el temor es hijo de lo desconocido. No les quedaban claros los comentarios, las historias y mucho menos las histerias. Tampoco se animaron a traspasar la frondosa arboleda, donde pacían otras figuras dispersas, en un orden invisible para el conocimiento ajeno y que separaba la verja principal de los intrusos, en esos jardines del paraíso privado, donde verlo crecer, era derivar hasta un estandarte de guerra.
Contaba la gente, "que las bestias allí inmóviles, por las noches salían del letargo y bajaban para adueñarse de las almas". La luna llena, esa tarde noche, se expandía abierta y luminosa por el firmamento. Libre, una mujer desinhibida vagaba por el cielo, desnuda y sensual, como la otra, que visitaba los pensamientos de Arturo, "ella es carne de perros" le escuchó decir a Rudesindo, su sirviente, casi tan anciano como él, aunque no hiciera comentarios.
La madre de Arturo había criado a Rudesindo como si fuera otro hijo propio, encomendándole al de sus entrañas que, cuando faltara, no se apartara de él para poder cuidarlo, ya que le habían diagnosticado una rara enfermedad, originada en la lejana aldea donde lo encontró desangrado, sediento, hambriento, succionando vísceras y comiendo coágulos casi resecos de un animal."El hombre, para ese entonces niño, pudo sobrevivir a los ataques de unas extrañas alimañas -decían-, que se dieron cita para acabar con todos los habitantes del lugar. Rudesindo, por una desconocida razón pudo salvarse", contaba Eriberto, hombre conocedor de viejas y extrañas leyendas.
Arturo, quiso hurgar en el secreto de su hermanastro, para parecérsele; lo envidiaba por lo que no sabía y su reconocida valentía, pero su madre le resultó infranqueable, no le permitió conocer dato alguno, llevándoselo a la tumba. Luego, con el tiempo, un tío, le prestó zozobras, hablándole del pacto realizado por Rudesindo, con sangre y esperma, ante unas bestias, que habían vivido en el año seiscientos y llegaron para asolar, coincidiendo con Eriberto.
Muerta la madre, Arturo heredó sus bienes, desobedeciendo el pedido. Resentido por la resistencia a su confesión y otras diferencias invisibles, más la avaricia, sometió a su casi hermano a crueles golpizas, aplicándole todo tipo de castigos y la esclavitud; la pasividad de Rudesindo, lo exasperaba y diabolizó la sospecha de experimentar la búsqueda del descubrimiento, con la silenciosa y estoica domesticidad del otro, hasta llevarlo al fuego, impregnándolo junto a otros metales, buscando obtener el camino de la mutación, bruñendo su cuerpo para llegar al oro. Después, luego de lograr la forma imaginada, sin que nadie notara su ausencia, hizo desaparecer todo rastro humano, para exhibirlo como esfinge en la cúpula del castillo. Otros latidos se escucharon, reclamando, pero esta era otra vida a resolver.
La vieja Hermelinda tiró el mazo de naipes -legado de su tatarabuela-, cacique de una tribu salvaje, que ejercía el poder de las medicinas mágicas, que alivian o cargan el espíritu
-según el caso-. Ansiosa, suspiró, esperando el resultado antes que el destino tendiera la red y diera el veredicto.
Ana, su joven visitante sentada frente a ella, con aire temeroso por el devenir, se frotaba las manos, tratando de eliminar la humedad de sus palmas.
La bruja miró la primera carta. La figura crucial -en ese mazo- era una montaña revuelta y estrujada por el río rojo, la dejó sin aliento. Recorrió las siguientes, para esperanzar un panorama alentador, pero la montaña roja se cubrió de imprevistas nubes, tan pesarosas y frías, que desmantelaron, en segundos, toda expectativa. Un aire gris, llegado de la cima, volcó la pila de cartas tomando formas de un camino de flores negras y mustias, un presagio que disipó el resto de las dudas. La bruja se persignó invocando a su dios, para que aplacara tanta calamidad a la vista. El dios no llegó, dejando a la sorpresa pegada a la mesa, como un escupitajo contra el piso.
Ana abrió grandes los ojos, retirando su cuerpo que se había adherido a la mesa, violentamente, ante la revelación. Los golpes en la puerta de entrada apartaron a las mujeres de la fascinación y el abismo, un regreso a la superficie.
La dueña de casa se levantó para ver de quien se trataba La niebla, afuera, tendía cortinas que cerraban espacios. Se colocó las gafas que sostenían sus manos temblorosas, para vislumbrar la silueta negra, que se aproximaba, envuelta en la veladura reinante. El galgo azul, asido por una correa, lamía la bota manga del hombre; luego, babeando, se echó a su costado aceptando ser domesticado, tras el latigazo que dejó lugar al ladrido.
-Busco a Ana- dijo el hombre, retirando el sombrero, que dejó al descubierto una cabeza cana. Los ojos perlados de Arturo brillaron como diamantes, ante la luz, en medio de la oscuridad y el deseo.
-¿Para qué la busca? -preguntó la maga.
-Quiero hacerla mi mujer -anunció él.
Hermelinda se sostuvo del marco y sorprendida acusó, -¡Sí podría ser su hija!... ¿cómo dice eso?
-Lo que escucha señora, me la llevaré -dijo, apartando a la vieja hacia un costado y tomando por la fuerza a la joven mujer.
Ana, tenía veinte años, era menuda, de ojos oscuros y piel aceitunada. Se la veía fuerte a pesar de su fragilidad, luchaba para liberarse del hombre que la arrastraba, tomándola por los cabellos.
Caminaron como borrachos, enderezando senderos, dirigiéndose al castillo. Los lugareños, circunstanciales testigos en las sombras, observaron como las tres figuras se alejaban, trasmutadas, una sinfonía de azules en cuatro patas, recorriendo caminos polvorientos; azules, radiantes, ladrando, mordiendo y devorando los zócalos de la noche.

Angeles Charlyne

Manipulación genética IV
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martes, 17 de mayo de 2011

Sólo los no y las nada

"La lágrima"
-Gouache-



Ella estaba de espaldas a la fuente, iba a arrojar su moneda. Cerró los ojos fuertemente dispuesta a poner todas sus fuerzas para que los deseos resultaran ciertos. Creía en esas cosas y, además, la fuente era infalible según comentaban.
Los ejemplos no sobraban en su inventario, por eso se repetía, en ese último día del año y casi en el último minuto de ese último día, que había recorrido un largo camino, para formularse la esperanza.
Antes de llevar su mano hacia atrás, rumbo a la fuente, decidió abrir los ojos para mirar el cielo e invocar. Antes, también, su mirada tropezó con la figura de la mujer harapienta de edad indefinible, ¿por qué no la suya?, que miraba fijamente los prolegómenos de su propia ceremonia.
Se preguntó si podría preguntarle, pero la fijeza le hizo desistir. Además ya no le quedaba tiempo, según el gigantesco reloj luminoso que pautaba la algarabía ceremonial. Sin embargo, por esa misma razón o tal vez por algún cargo secreto de su conciencia, se prometió no marcharse inmediatamente y arrojar su moneda, luego de invocar los deseos de cambio: eliminar todas sus negatividades, suprimir la larga cadena de no... que fueron tapizando sus decisiones, las vacilaciones con que supo decir nada, tantas veces, que dejaron de ser razones.
Ese segundo previo le mostró la senda no frecuentada, como debió transitar, de las acciones positivas.
Los temores. Las limitaciones que se impusiera. Las oportunidades que dejó pasar, por conjeturar sin asidero, para no arriesgar un desengaño, multiplicaron escollos para caminar libre y abierta, capaz de responder a su propia esencia, esa que la sacudió con rudeza… la vida, cuando se llevó sueños, amor, esperanzas, sus mejores intenciones, para dejarla con la página en blanco que se negó a escribir.
Vio y se vio furiosa. Desatada por la propia incomprensión de un destino que nunca supuso para ella y castigó su propia esperanza, encarcelando la posibilidad. Se rehizo, en cierta forma, pero privando a sus emociones de toda capacidad de percibir y aceptar. Materializó la realidad y conforme a eso hizo sólida su relación con la sobrevivencia, alejándose cada vez más del desamparo desatado por los otros.
¿Privaciones? ¿Desamparo? ¿Miseria?, su pensamiento revisaba, egoísta, su historia cuando la recordó.
Volvió a mirar a la mujer harapienta. Seguía allí con la fijeza puesta más allá, tal vez de ella misma o a través suyo, pero trascendida y, nuevamente, no le habló.
Ese inmedible tiempo de la reflexión del último minuto del año, que le pareció exagerado, le permitió arrojar al agua de la eternidad y su curso, todos los no y las nada, que supo acumular para dejar de ser.
El penúltimo relámpago iluminó el pasado, se le antojó árido y no supo explicarse como se lo había permitido. Como la clausura había decidido dejar sin puertas ni ventanas, el rumbo de sus sentidos. La sombría desesperación que la había traído a este segundo ¿final?, ¿previo?, por el que había derivado sin haberlo sospechado. Es que esa noche, además última del milenio, no había registrado para ella ninguna decisión previa.
Repasó, sorprendida, que ni siquiera hubo vacilaciones capaces de imprimir el rumbo de sus pasos hacia la histórica fuente. Es más, estaba segura, que su solidez la había modelado a prueba de sensiblerías, se dijo.
Era exitosa. Era hija de la dura disciplina que le permitió erradicar todo sentimiento de su vida, todo aquello que la pusiera en riesgo, por eso aprendió a comprar todo, incluso el placer.
Esa larga fuga hacia atrás, hacia el pasado, se acumuló en la inspiración profunda. Retuvo el aire y sus pulmones le parecieron a punto de estallar. Decidió exhalar y concretar la decisión. Su brazo, raudo, como portando la espada invisible del arcángel, viajó en el tiempo por el precio de esa moneda con la que comprometía el futuro.
Arrojó la moneda que tintineó en la fuente, donde otras múltiples muestras que devolvía la luz con su presencia titilante, quedaban como tributo o pesca certera de los descreídos. Volvió a pensar en la mujer y en que, quizás, estaba esperando que se marchara para apoderarse de su moneda, sin saber que allí moraba tanta sombra. Se enojó con ella, mentalmente, por suponerla ladrona de sueños.
El estruendo, los bullicios propios de la fiesta la rescataron. Sonrió y le sonrió. La mueca ganó el espacio con toda la incredulidad posible.
La mujer harapienta, seguía en la misma posición. Lo único distinto era la moneda en la palma de su mano y las dos lágrimas que trazaron sus mejillas, rumbo a la nada, por no haberse atrevido.


Angeles Charlyne
De "La puera que..."

sábado, 14 de mayo de 2011

El tiempo se ha extraviado

"Universos lacerados"
T/m
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La ciudad hervía. Matilde decidió que lo mejor, como siempre, estaba afuera. Su cuerpo cubierto por una fina película de sudor, le anticipaba que ese día sería quizás algo más duro que los demás. Ni la ducha oportuna y salvadora le dio tregua a una hora de la mañana donde, siempre, se puede disponer la pausa previa al agobio.
Repasó la jornada que tenía por delante, sin agenda previa. Esto la fatigó más. Se mordió, nerviosamente el labio inferior contrastando la resistencia que debía acopiar para hacerse de energía suficiente.
Huyó, literalmente, de la cocina antes de la partida, razón por la cual se dijo que era la segunda cosa que tiraba al inicio de la jornada y se preguntó, ¿con cuantas otras, más o menos importantes, debía pagar el tránsito de un medio a otro, sin olvidar que podría ser de un miedo a otro?
El ascensor, silencioso, la descendió siete pisos ineludibles y respiró aliviada porque los contratiempos, ese día estaban ausentes. La recepción solitaria recibía a través de las superficies vidriadas, los primeros rayos del sol que, por la hora, visitaban el lugar templándolo, hasta que el aire condicionado -condicionado porque la condición dependía de un misterioso dispositivo automático-, virtualizaba la realidad.
También, se dijo, no quiero nada artificial, por lo menos hoy; quiero rescatar lo que haya de cierto en este día para mí. Cuando pensó en “cierto”, se estremeció. Cuatro celulares eran como demasiado costo para la prisión donde todos los controles funcionaban monitoreando su tiempo.
La computadora, esa mañana, clausurada cuando salió del piso, era una máscara oscura, indescifrable que se quedaba sin su cuota de alimento diario. En eso de alimentar los datos del mundo, estos esperarían turno para dar su informe, un tanto inquietos por la interrupción del sometimiento aquí, interrumpido.
Matilde volvió a sonreír al abrir la puerta del edificio, imponente para los otros, por supuesto. Ella hacía tiempo tenía el gusto domesticado, por las mismas circunstancias que le otorgaban un protagonismo, fatalmente presumible. A la cumbre llegan no sólo los mejores escaladores, también los más afortunados y ella reunió ambas cualidades en los momentos precisos, era una tiempista excepcional, en el territorio de las decisiones empresariales.
Sin embargo, la noche anterior decidió extraviar el tiempo.
Decidió que demasiado gobierno de los otros había terminado por controlar su vida y su tiempo. Se dijo que respirar algo distinto era imperioso.
Se dijo, también, que no haría nada absolutamente igual a cada día cronometrado al que estaba acostumbrada y resignada. Condenada al éxito y se rió con ganas de la frase que han utilizado propios y extraños, para hacer ajenos los designios inescrutables del destino.
Hoy su voluntad había decidido otra cosa, sin pensarlo y eso la asustó, porque de pensar se trató el eslabonamiento de su fantástico vuelo imperial. Pero no dudó y eso la asombró no porque la duda era una manifestación del temor. Simplemente era su herramienta favorita para elegir, velozmente, el camino allanado de las decisiones.
Al pisar la vereda, prolija, limpia, rodeada de canteros floridos, decidió primero aspirar el aire todavía perfumado, antes del gesto heroico -para ella- que significaba arrojar esa agenda aprisionante, al primer cesto verde y gigante, donde ese día sepultaba la suma de causalidades que determinaban la acción del rumbo de su responsabilidad.
El sudor en ese momento le pareció una buena demostración de indiferencia oportuna. “No voy a programar falsedades, por lo menos hoy”, se dijo cuando miró a la cara de la necesidad de la gente que revolvía basura en la puerta del lujoso restaurante y después de obviar la búsqueda del automóvil poderoso, color oro; buena elección, le ponderaron sus pares junto al linaje alemán que otorgaba suficiencias para el exceso, como si cada escalón social se abonara con mayor exposición pública. El encargado, sorprendido, la vio pasar de paso ligero. Vaciló ante la miseria, pero apretó los dientes dispuesta a no mentirse, por eso el encargado de la limpieza del restaurante, fue su cómplice en la ración acordada -con gestos y sin detenerse-, para que una comida, por lo menos una, les llegara a tiempo en el destiempo de un país sin rumbo y conducido por enanos espirituales.
A su regreso del día siguiente esa cuenta se saldaría.
Cruzó la avenida, con aire decidido y en el siguiente cesto abandonó su carterón ejecutivo.
Con las manos libres y braceando al sol, notó que su paso se aceleraba. En un montículo de la plaza una mariposa, grande, amarilla y negra, batallaba para emprender el vuelo. Cuando Matilde llegó a su lado, dejó de moverse. Luego en un gesto imperceptible pareció cursarle una invitación.
Matilde sonrió incrédula con la idea. Luego dejó de hacerlo cuando notó que, desde cierta altura, las cosas se empequeñecían y el aire lucía más fresco.


Angeles Charlyne

De “Qué tiras al agua?”

miércoles, 27 de abril de 2011

El día que el sol se marchó

-Ahora si que el sol se va marchar- , dijo el viejo sentado en la cumbre del médano lunático.
Estábamos en la última reserva verde que guardaba la costa, resistiendo inútilmente el avance de la civilización. Se veían venir las canchas de tenis, cabinas telefónicas para contactarse con el mundo, sea cual fuere el número que cada uno elija, para llegar con la fe de la religión marquetinera.
Un petirrojo sin miedo aparente, caminaba sobre la alfombra verde que amortiguaba hasta el sueño. Yo me quedé en silencio, porque con el viejo no me atrevía a preguntar. Elegí seguir la marcha del petirrojo, el vuelo circular de las mariposas amarillas que volaban rasantes, llegando desde el mar y pasando raudas sobre las ondulaciones doradas. Estaba confortable contra el tronco del árbol que setenta metros arriba y setenta años atrás, junto a otros tantos setenta compañeros, se erguían al costado de la ruta, que se extraviaba en el Alfar.
Los balnearios todavía eran libres para gente libre, para sueños libres. Nadie debía pedir permiso para llegar a la orilla del mar privado de toda privacidad, siempre parecía acogedora sobre todo a la hora en que las dos luces confundían. Es que las formas tribulan, mutan, se rozan, bailan danzas desesperadas, se acomodan a la percepción esquiva y se burlan, definitivamente, de nuestras obsesiones por precisarlas.
El viejo seguía con la mirada clavada en un horizonte invisible para todos menos para él. No era bueno buscar la dirección, puesto que el riesgo consistía en que nada podría coincidir, sobre todo si se admitía que el viejo había nacido en el mar.
El solía ver, mucho antes, todos los fenómenos probables y los otros, lo supe desde la primera vez porque su adopción para conmigo, siguió siendo siempre misteriosa. Llegaba inesperadamente, como las noticias, para pasar, beber, comer, quedarse y dejarse estar detrás del comentario, telegráfico, como su idioma críptico.
- Anoche, decidió morirse la noche- anunció sin solemnidad, casi monocorde. Su voz se deslizaba a cubierto de la brisa salobre, siempre me maravilló que se lo podía escuchar aún en el mayor estruendo del oleaje, las tormentas y murmullos indiscretos. Su voz parecía graduarse sin perder volumen.
Me volví para mirarlo, el sol había bruñido su figura y el pelo blanco, largo tenso, duro de agua de mar, había dejado de lavarlo para impregnarlo y uno tenía la certeza imposible que sería, ya que hablamos de ellos, por supuesto imposible, volverlo a su textura natural. Las arrugas eran sólo referencias, dunas leves según el rictus de la concentración y su fortaleza física parecía intacta. Un misterio de permanencia. Una estatua de sal.
Unos pantalones descoloridos sobre la rodilla eran el muelle para una blanca alguna vez y raída camiseta que dejaba al descubierto sus brazos desnudos. Llegaba y se iba con el sigilo de los animales del bosque. Ese era su bosque y se sabía el alfarero del lugar. Descender de él para llegar al mar, cuando el sol del mediodía picaba, requería toda una estrategia, para todos menos para él, quien parecía nacido para caminar sobre las brasas sin quemarse.
Decidí esperar los comentarios siguientes, seguro que ello ocurriría. Supe domar la impaciencia y cierta indolencia a la hora de escucharlo. Nada hay peor que la indiferencia deliberada. Yo había aprendido a no ser alcanzado por esa calamidad del desapego.
-El sol se va al velatorio en el cielo y va a tardar en volver – me dijo en un murmullo, como esperando que no lo oyera y mucho menos le creyera.
Miré y el cielo no mostraba ningún indicio extraño. Quise convencerme que los misterios no suceden porque sí. Quise legitimar la imprudencia de la duda. El no me miraba, apenas dejaba deslizar algún grano de arena que se desvanecía en el aire. Pensé en como ser cortés ante la revelación, sin intentar salir corriendo.
- ¿Y después qué? -, alcancé a administrar mi gentileza indiferente.
El no se movió aunque un brillo imperceptible rodó en sus ojos grises.
-¿Y quién se dará cuenta de esto, si nada cambiará?, ni el hambre en el mundo, ni los hijos del abandono, ni las madres del dolor, ni la violencia, ni la injusticia, ni la traición, ni la ingratitud, ni siquiera los amores no correspondidos…- resignó diciendo con la convicción que otorga el futuro.
- Pero hay un después para todo- argüí, sólo para molestarlo.
El eligió no responder y bajar a la playa cuando la pleamar juega sus trampas al abismo de la inconsciencia humana. Lo vi deslizarse en el agua. No nadó paralelo a la orilla. Las brazadas, rítmicas, lo alejaban con majestuosa lentitud y su figura cabalgaba las olas con seguridad y sin fatigas; en el fondo, donde la sudestada arma su cigarro de viento, que barre las costas del otro país, socio de orillas y disputas, se alzaba un muro verde que pareció erguirse, como dos torres gemelas regresando del terror. Era un paisaje demoledor, ver esas moles de agua que amagaban por la distancia, derrumbar hasta las verdades construidas y aceptadas.
El iba recto, como a una cita con el destino y pensé en el peso de la catedral gótica inundada de gotas dispuestas a lavar una afrenta incompresible.
Cuando estaba a punto de ser punto en la inmensidad, me pareció verle agitar un brazo, espejismo de distancias nunca concedidas. Creí entender, o tal vez me convenía pensar así, que la señal tenía que ver con el después. Esa ola, esta torre acumulada estaba encima de él y cuando la cresta que hubiera acobardado al mejor surfista, comenzó a descender y deslizarse, sentí certezas irracionales que parecían comenzar a desplegarse ante mi vista y la de aquellos que pudieran advertirlo.
Lo cierto es que, maquinalmente, revisé el reloj de la torre de Alfar. La hora marchaba vertiginosa rumbo a la medianoche, era de día y la claridad no pareció ser notada por la gente. Yo había perdido el desconcierto en algún recodo de la vida. Volví a mirar al mar, la maravilla transparente pero arrasadora aumentó la velocidad y por un segundo murió el murmullo del mar.
Ya era tarde para todo. Nadie podía adivinar que el luto por la noche, era el llanto del sol desalentado que se negaba volver a espiar.


Angeles Charlyne

“Constructivismo I Inacción”
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“Constructivismo II Acción”
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domingo, 3 de abril de 2011

La tapia

Mi madre corrió las cortinas del cuarto. El despertador estalló estrepitoso, con su sonido de pocos amigos; se deslizó y sacudió quejoso, justo a punto de detener pesadillas; “suerte para mí” -pensé- , luego de repasar con mis manos, buscando secar la última gota de sudor.
El pasaje esperaba, sin urgencias, sobre la mesa de luz, decidido como yo a hacer ciertos, mejores sueños, la secreta ambición de cada partida.
Mendoza no quedaba lejos, para mí en ese momento, de Buenos Aires, tal vez por la ansiedad potenciada, pero no me lo pareció. El frío del invierno pegaba duro como una bofetada que atravesaba la nostalgia y encogía otras esperanzas. Los andenes de la estación, eran recorridos con cierta urgencia, por pasajeros desbordados de otras urgencias. De vez en cuando la vida toma conmigo un café, anunció Serrat, por los altavoces. Una suave caricia para viajar ligero de equipaje.
El micro, tras resistir otros paisajes nocturnales y la hostilidad de pisos desparejos, como la rutina que propone la vida luego de ciertas certezas, próximas en kilómetros, respecto del destino, nos dejó de a pie; por lo menos así lo creí, quedábamos tres o cuatro gatos locos, pasajeros de oscuros desencuentros, una posible conclusión puesto que mi entresueño, áspero, me mantenía entre dos tiempos posibles, sólo supuse que se trataba de una rueda atascada, que sujetaba al micro sobre un barranco. La guía solicitó auxilio desde su celular, pero el silencio de las voces y el estrépito de un eco, no completaron la soledad. Desesperado, porque el tiempo transcurría y nadie acudía, me fui.
Gloria y yo habíamos acordado encontrarnos a las once, si todo salía bien y ya habían pasado quince minutos, pensé que estaría preocupada, por eso tomé la mochila y caminé en su busca. Las citas tienen códigos misteriosos, que no conviene alterar.
Las luces de la terminal, titilaban radiantes, aunque algo confusas. La semana santa albergaría caras extrañas, no menos que otras veces, pero más numerosas.
El transporte Cordobés había llegado, ella vendría en uno de ellos, exploradores de sierras y montañas, arrieros de nubes; la imaginé ansiosa, una cabellera negra asomada bebía el aire, supuse que sería Gloria. Un anciano desconocido, vestido de oscuro, algo que descubrí cuando me tocó el hombro para preguntarme si me llamaba Enzo. Me sorprendió, aunque igualmente asentí con un gesto. El hombre se rascó la frente apergaminada, curtida y morena, con todo el sol detrás; me extendió una esquela. El hombre, balbuceando, mientras yo seguía absorto con el papel, decía que ella se había ido, que no la buscara más. Maquinalmente, la guardé en el bolsillo.
Cuando levanté la vista para indagar ya no estaba. La sorpresa fue mayor, cuando comprobé que mi equipaje había desaparecido. No tuve más que ir a la oficina y dejar mis datos por si lo devolvían, una peregrina posibilidad, en tiempos de distracciones no deseadas.
Mi tío Pedro, enterado de los contratiempos me ofreció su casa, para hospedarme Una buena taza de té con leche caliente, sirvió para distenderme y dejar la cuota necesaria que permitiera conciliar el sueño.
A los pocos días apareció su amigo Basilio, el sepulturero, quien se llegó intrigado por conocerme. Whisky y truco por medio nos dispusimos a charlar; me habló de su mundo y las extrañas criaturas que abordaban las noches, deslizándose en pastizales crujientes, rasgando el mudo resplandor del cielo: “Ellas -decía- se alimentan de luz y respiran vida por los huecos existentes en la tapia del cementerio”. “Lo saben todo”-agregó- queriendo demoler con su palabra cualquier deseo.
-La tapia es la escucha de los hombres -anunció- mientras cantaba la jugada, sacudiendo triunfal, el naipe. La carta cayó, lineal y plana sobre las demás.
“Sé que no soy buen perdedor” -pensé- jugando el ancho de espadas, minutos antes
que el sabor del trago, corriera por su garganta.
Mi tío se rindió, encendiendo un puro y apartando su sillón, para saborear el placer que dan la soledad y el tabaco. Basilio, mientras tanto, introdujo la mano en el bolsillo, sacó un billete sucio y estrujado, dispuesto a pagar en algo, el juego que las vueltas de la vida le daban de vuelto; la rugosidad golpeó ruidosa y de mala forma sobre el mantel de plástico.
“El tronador” relinchó dos veces, reclamando a Basilio, estar listo para la partida.
Basilio levantó la pierna izquierda y enganchó el pie al estribo, dejando paso a la otra, para finalizar aplastando su cuerpo sobre la silla de montar y, paisano gentil, retiró el sombrero como forma de saludo.
Las crines del caballo rozadas por el viento se elevaron multiplicando distancias y dejando sobre la tierra polvorienta, huellas firmes de un galope rítmico y regular. En la dirección que llevaba el jinete, un agudo y lejano grito caló la noche, como una estampida feroz,
moviendo espantos presuntos. Las nubes poblaron el cielo en señal de duelo y una lluvia opaca borró todo rastro. La tierra se humedeció y el barro comenzó a salpicar por la intensidad y fuerza que el viento movía en un concierto mudo; hasta nuestras ropas que aún permanecían colgadas a la intemperie, fueron víctimas inesperadas.
Corrí tratando de dar con la cuerda, pero fue tarde para salvarlas. Descolgué las prendas empapadas y me paralicé ante la luz que flameaba a lo lejos. Embelesado por el resplandor dejé deslizarlas, para verlas caer, ahogándose en el río.
Lindera, la tapia bordeaba el cementerio, una vieja construcción de ladrillo y cal. A punto de desplomarse, resistía alta, batallando sobre la arboleda, clausurando esplendor y belleza. El murmullo que llegaba de su interior, me provocó curiosidad, como si el viento batiera alas y acobardara el vuelo de las aves y los sueños de la gente.
Aflojé el paso y me detuve frente a ella para verla de cerca. Fue difícil mantener la calma. La pared ruinosa y rojiza parecía incitar, una puerta que provocaba franquicias. Levanté la cabeza para observar un poco más y ver como la sombra del muro, se desplomaba en la oscuridad alucinada que se estrechaba rutinaria contra el suelo, bañado por la intermitencia del farol esquinero.
Maravillado y sumergido en los recuerdos, afloraron persecuciones del alma; cuando la embestida muerde las entrañas y el dolor es causa, un efecto sucumbe entre la piel y los huesos. Hay mucho ardor disimulado y quedo, que no huye por ser señal.
Gloria, se hallaba sentada sobre mi maleta perdida. Me guiñó antes de hablar
-Ven, entremos, escucha como los portones gimen cadenciosos, no te resistas, el viaje es este. Los micros quedaron deshechos en sus accidentes. Entrégate, son las once y cuarto y te estaba esperando, ya es el tiempo.



Angeles Charlyne

martes, 15 de marzo de 2011

Desde cerca... el otoño


El viento castigaba, arremolinando hojas perdidas por los árboles en su vana resistencia.
El lugar se alzaba en medio del sendero que bifurcaba más adelante; el piso de tierra roja apelmazada, lucía como un terciopelo, doblegado por el paso del tiempo y la gente. Más adelante, los tonos mutaban amarillos y dolientes, a medida que se alejaban, claros indicios de un otoño desatado, próximo a rebelarse.
Las cabezas gachas prolongaban el ánimo tendido por las plantas que, como los de la gente, pugnaban por erguirse desafiantes, para librar la penúltima batalla contra la inminencia de la muerte.
El señor de gris, oscuro y triste como esa mañana, seguía -escoba en mano- concentrado en su tarea, vitalicio a la señal del desajuste. Como todos los días barría esas señales, menuda tarea la de espantar miserias, para dar paso a otras decadencias.
El cesto recibió la palada crujiente, burlando verdes y pasados. Los restos ocres y desnudos, se agolparon junto a otros pasajeros de la inutilidad.
Adelina tejía inviernos, sentada en el mismo banco de siempre. Cauce abajo, la gran bufanda destinada a su nieto, se extendía tan larga como la medida de los olvidos; se quejaba y arrastraba polvo herido de ausencias.
“Tono” conversaba con su compañero de pieza, seguramente contándole historias sobre una Italia propia y ya perdida, su llegada al país que nunca más sería el mismo.
La anciana del vestido a lunares y mantilla al crochet, protegía su cabeza con una sombrilla rayada, cuidando que la ráfaga de aire fresco, no despeinara su larga cabellera blanca y rala.
Don Marcos trataba de leer el diario, observando el giro impertinente de las páginas, claudicando quietud, pero resignadas al vuelo, para él una burla demorada en el punto de la comprensión.
Tuve la sensación que el sauce lloraba desaires y que sus afiladas ramas reverenciando el suelo, chúcaras buscando orgullos, desprendía otra amarga despedida.
Los amarillos de la estación ocupaban espacios vacíos, preparando inviernos finales, mientras que mi alma flameaba roja, sacudida y vulnerable, una esperanza de goma en medio del mar, capaz de tragarlo todo, para volver a transitar la historia.
El césped recogía pisadas y desamparo. Los transeúntes del lugar caminaban, bajando la dolorida y descolorida mirada, hasta internarla en lo profundo de sus raíces, hurgando en la memoria, una cuchillada desenterrando recuerdos.
El gato, propietario de alturas, maullaba trepado a los techos. Un sonido lastimero y cercano, que iba desapareciendo camino a nuevos y misteriosos horizontes, que nadie adivinaba, imaginaba o simplemente deseaba.
Me busqué en el cielo para encontrarme, aunque más no fuera retazos que quedaran, pero no me encontré ya que me había ido de ahí hace tiempo, según el maestro felino.
Las nubes aparecidas como llegadas de una postal nevada, me volvieron a confundir. Era en otro espejo donde hoy me miraba. Es cierto que hay paisajes ignorados si uno no distingue los pasajes.
Regresado al devastado jardín donde formaban fila mis compañeros, listos y aguardando,
me llegué hasta ellos para contarles, advertirles, señalarles, transmitirles. Parecían dispuestos a escuchar. Todos miraron hacia arriba, intentando divisar la silueta del animal maestro que había regresado dando ordenes.
La escalera de madera azul, se hallaba repleta de flores blancas y celestes, que enmarcaban, engalanando, las barandas y desprendiendo extraños y bellos aromas. Una escalera al cielo y a la intemperie del relevo, trepar peldaños hacia la libertad.
Mi primo José se quejó por la espera, sus ochenta y cinco años tenían prisa; todo le resultaba tedioso, hasta la respiración agitada por los plazos invisibles. La cama rota, recostada contra la pared, se había cansado de soportar ciento diez kilos de diabetes y la hostilidad de la desesperanza que los rodeaba.
Maruca, mi vecina, temblaba fría y pálida, sujeta al respirador, pero dispuesta. No había nadie más para correr la sabana del final y extender la mortaja del adiós. Estábamos tan solos y abandonados que hasta soñar, resultaba insoportable.
Nuestros amigos habían desaparecido. La presencia de parientes había dejado de existir, ni hablar de las visitas. Los médicos habían fugado cuando descubrieron el túnel gris que conectaba a un mundo placentero.
Nunca olvidaré el día que la enfermera Taborda vino a verme para alcanzarme el medicamento que, rigurosamente, debía suministrarme, por orden explícita del doctor Giménez.
El comprimido misteriosamente estaba tibio como sus manos. Aquel día fue el último que la vi. Me dijeron que diversos problemas, achaques, gordura y años, la habían vencido y la vida se había tornado difícil de sobrellevar, por eso decidió emprender viaje... “un viaje desestresante” se rumoreó, pero sospeché que había seguido el mismo camino.
Yo sentía afecto por la gorda Taborda, me hacía acordar a mi tía Lola. Tenía ojos claros y grandes como ella y las pocas veces que se enojaba fruncía el ceño, dejando ver unos bellos y simpáticos hoyuelos, estacionados a ambos lados de la mejilla.
“La gorda” era alegre, un canto a la vida. Yo decía que no era para este mundo o mejor dicho... no era de este mundo. Supe más tarde que no me había equivocado.
Cuando se acercaba envuelta en su camisola blanca, parecía lista para remontar vuelo, pero ¡claro! era importante su contextura, como para lograr que el milagro se produjera.
Taborda cerró el puño y me dijo -Cuando decidas, tómala, ni un minuto antes ni uno después.
Y así lo hice. Ahora he vuelto para ayudar a los que quedan... sobre todo ahora, que Angélica mi mujer, también se ha ido.
“Quiero probar que se siente cuando el gato de la noche ceda paso al alma”. Banda en fuga.
“Yo quiero ser quién ronronee, lustrando la oscuridad para aclarar pesadillas”. “Y quiero estar sentado en las nubes, blanqueando dudas”, me dije.
Otro gato de relevo surgió para escalar los techos del nuevo geriátrico. Los ancianos recientes, seguían llegando para ocupar el lugar del desperdicio, los asientos de la decadencia.
El maestro, de ojos rasgados que ven en la oscuridad, -“quiero creer que lo sea”- , silbó un agudo maullido para estrenar la torre de mando y volví a presentarme, como un viejo soldado de la causa desconocida para alumbrar, aliviando pesares, en el camino del otoño.


Angeles Charlyne

miércoles, 2 de marzo de 2011

Frutas para Eva

El paisaje de la locura, gris como la fachada del edificio, se mostraba demoledor.
Desde el auto, las cucarachas de Kafka eran sombras proyectadas por los árboles, que pendulaban y la metamorfosis que, merodeaba todo, -mientras lo estacionaba- decía presente.
No pude esquivarlo. Mis ojos lo recorrían como si fuera la primera vez.
No sé por qué la melancolía me jugó una mala pasada, y juzgó cosquilleos en el alma, dando aviso al hombre que no podía permitirse ciertas emociones.
El desmesurado encuentro con las formas, antes nunca reparadas me sobresaltó, aunque sé que debo tener claro que, a expertos del oficio como yo, el impacto de la razón no debe doblegarlos, mucho menos confundirlos, pero sucedió el segundo que duró la huida de la observación.
El velo de la noche, misterioso cómplice de sombras, albergaba en su estructura maciza de cemento, otras sombras, viejas conocidas que, erráticas, cuando la oscuridad descendía, vagaban por los corredores, un cortejo de figuras perdidas de la nada.
Tomé el delantal blanco, lo coloqué sobre el brazo, mi perchero de carne, para tratar de que llegara impecable.
Era viernes y para colmo, primer día de guardia.
Desde la planta alta, se escuchaba un bullicio que se me antojó ominoso.
-¿Dónde está la vigilancia? -me pregunté- justo en el momento en que mi ropa se bañaba de rojo; un jugo venido del cielo.
Otra vez mi mirada volvió a trepar, para tratar de encontrarme con la línea de luz que se apagaba, ocultando al culpable, una ascensión prescindible.
-“La Eva”, así le dicen... ¡debe haber sido ella!, siempre anda con su bandeja de cerezas, surtida y surtiendo. ¡No se salva nadie! -dijo Ramón el sereno -; todas las noches tiene la misma costumbre, se pasea sin ropas por los salones, comiendo esas frutas; cuando algo la excita, las lanza desde el tercer piso, a manera de provocación ¿vio? y siempre se gana respuestas. Bueno, no lo entretengo más, otra vez le sigo contando. ¡Pase por favor! se le hará tarde para marcar la tarjeta -finalizó el hombre de delantal gris.
La pálida y delgada figura del “pelado”, apoyado contra la pared del corredor, me detuvo para pedirme un cigarrillo, tuve que explicarle, que no fumaba.
El hombre, desconfiado, hurgó los bolsillos de mi chaqueta desabrochada, hasta hacer caer la lapicera Parker.
Me preguntó si era una nueva marca de puchos; sin esperar respuesta se la puso en la boca ajada y pitó con fuerza, hasta desistir, arrojándola furioso al piso
–¡Esto es una porquería!, ustedes los “tordos”, no saben con qué darse, ¡miré... mire! ... me manché todo de azul -dijo- dándole una patada, hasta hacerla rodar debajo de uno de los bancos
La luz fluorescente del tubo, brillaba por su ausencia... como la razón.
Me agaché, puteando mentalmente para buscarla, tanteando, ansioso por recuperarla.
“Una Parker es una Parker, ¡carajo!” -furioso recalqué
Un jadeo extraño, a mis espaldas, me hizo incorporar de inmediato.
El susurro estaba tan cerca que el aliento me empañó el oído y me resistí a volverme.
Una mujer emergió desde la penumbra, pegándose a mi cuerpo.
El vello ensortijado de mi brazo izquierdo se erizó; un gato asediado por el desconcierto la duda y el temor ante otra especie.
La vi desnuda, tentadora y roja como la fruta que aprisionaba con el pulgar y el índice, para llevarse a la boca.
La fuente, desmesuradamente llena, impactaba. Una sinfonía de belleza y aroma.
Un racimo colorido y jugoso. Una proyección de sus ojos de mirada sugerente.
Ella, de melena corta y negra, más frutal y convocante, era un manjar que derribaba límites, aplastando rojos contra mi pecho descubierto.
De a poco, el humano depredador se fue internando bajo mis ropas, que me fueron arrancadas ferozmente, para caer sobre el piso acerado y gastado del lugar.
Antes de sellarme la boca y en el aliento previo dijo “soy Eva no lo olvides”
Estaba instalada sobre la carne expectante de este Adán; mordiendo vorazmente mi cuello hasta penetrar los huecos húmedos de las axilas y lograr tibios espasmos.
Estaba tensado al límite y el descontrol golpeaba la puerta; cada región de mi cuerpo fue presa fácil del contacto que la lengua hábil, generosa y complaciente, proporcionaba, dosificaba, llevándome al deliro.
Todo yo, fui un irreconocible animal, estremecido y estatua, esclavo de sus instintos.
Me sacudíó el ruido estrepitoso de la bocina del auto. Mis brazos amurados sobre el volante, estaban en cruz.
Me había quedado dormido, dejando velada, por desgracia, la fantasiosa película de un sueño, justo antes de llegar a mi nuevo destino.
Un hombre vestido de uniforme gris, se acercó diciendo:
-Soy Ramón, el sereno apúrese ¿usted es el nuevo médico psiquiatra... no ...?
¿Sabe?...-continuó diciendo- hay una interna que está más que “chapita”. Se llama Eva... ¡prepárese! ... porque tiene por costumbre desnudarse y ahora está a los gritos... pidiendo frambuesas...


Angeles Charlyne

De: Ironía erótica

jueves, 20 de enero de 2011

EcoSeco





I

Dicen que el silencio
es la mejor respuesta,
ahora que lo sé…
me duele más…
la agonía
de teléfonos rotos.

II

Y descansa…
el cuello negro
de un cisne
sobre la rueda inerte
de un carrusell
hecho de eco/ seco.

III

Cuando el ruido se duerma,
huiré por la ventana
de ésta ciudad vacía.
Quizás mas allá
mitad arriba…
mitad abajo…
se escuche la vida.


IV

Ruedan cardales
en la memoria
dejando su lamento de paja.

V

Cuando arda la noche
bajarán ángeles negros.
despintados y maltrechos.

¿Y si fuera ésta, la noche…
la de los pies descalzos y mortaja…?

VI

Lloran zorzales
sobre la copa
desnuda de un árbol.
Y yo aquí, debajo,
vestida de papel,
con un paraguas averiado
donde se filtra el espanto.



Angeles Charlyne

martes, 11 de enero de 2011

Sed

La insaciable sed del alma
trastoca los cántaros del mundo,
buscando más allá del desborde
la ultima gota por beber.

Y no le basta!...
Y no apaga las brasas…
Y no extingue los rojos…
Y no sacia el deseo…

Porque la boca del alma
es un antro infinito
que siempre reclama.



Angeles Charlyne

de “Vitral” -2002-.
Editorial “De Los Cuatro Vientos”
Buenos Aires- Argentina



"Sed"
Grafito sobre paspartú

lunes, 10 de enero de 2011

Desde la mesa

San Telmo se derramaba ruidoso, como copioso llanto, sobre la acera de la propuesta.
Húmedo el corazón y expectante, llegué por decisión del destino que dispone, señalando puntual el camino -el ritmo es sólo nuestro- que nos lleva y nos deja, que nos trae y devuelve.
El barrio, antipasto de los hambrientos, se mantenía gracias a pasajeros circunstanciales habituales, que se retiraban después de visitarlo, saciados de él.
Yo estaba vacío; era tal la negación que me sugerí el viaje.
La calle poblada, hormigas de carne, murmullo de abejas africanas, llamó mi atención.
No conocía mucho de arte; no estaba en el diccionario escaso de mis días; menos lo había palpado tan de cerca pero, inevitable, como el destino, estaba brillando allí afuera, suavizándome, como la espuma de la memoria que me recorrió en las orillas de algún lejano sueño.
Los sueños tienen la impertinencia de presentarse desnudos, sacudiendo el atónito asombro de la sorpresa, inquietantes, perturbando el alma. Y ella, fue eso, una revelación rotunda.
La estatua dorada, de pie en el extremo de la calle, era replica perfecta del mundo y la creación, por lo menos fue mi sensación.
Sus manos alzadas al viento reclamaban suplicantes. Los ojos detenidos en un punto, no parpadeaban.
La vida inmóvil, no martirizaba los sentidos sino resbalaba caricias.
La fina y delgada figura, se levantaba, una majestuosa esfinge, vomitando sombras por encima del pedregal transitable de la feria.
Los pasajeros de la vida, embelesados, olvidaban monedas en el sombrero sediento y cansado de suelo.
Los turistas disparaban flashes como balas trazadoras desde sus cámaras, para diferenciar, sus propias historias. Otros, los más silenciosos, registraban la pose y su paso, desde la tecnología digital.
Toqué su cuerpo -asegurando la mía, mi propia historia- atando lo que estaba viendo y no se me perdiera. A mi tacto no respondió la vida que latía. La carne, sugería y convocaba debajo del vestido soleado que, fulgurante, insinuaba otros matices.
Ella, ¡claro! no se inmutó, siguió ahí como si nada pasara, con la mirada extraviada,
buscando remanso y el aliento cortado, igual al que dejé al bajar del subte.
No sé por qué razón imaginé que las sandalias oro echarían a correr solas, despavoridas por el pudor malgastado, atrapado por el atrevimiento.
Sin desentenderme tuve que alejarme del significado y de lo que me produjo conocerla, presintiendo que después podría encontrarla, debajo del arbusto, a la sombra, bebiendo callada el silencio de otra postura. Tal vez para ese entonces su traje de lujuria, sería oscuro, con un antifaz ocultando los ojos de la tristeza.
Tal vez… ya no la desee como ahora, porque me daría miedo tanta negrura, quizás escaparía de sus guantes de garras enlutadas, presagios de parcas movedizas.
Que placentera pesadilla me rodea...-pensé -, mientras el susurro de un tango, caía sobre el tajo del vestido, que se abría paso, sensual, entre las piernas de una bailarina.
Supuse, que la nota le estaba jugando un picadito, cosquilleándole por debajo un dos por cuatro.
Sentado en la mesa del bar, la borra del café hablaba, contando disparatados cuentos; indignado fruncí el ceño, ante la gorda de vestido hindú, que, insistente los leía.
¿Qué había un loco en mi mirada reposada? -me pregunté- ¿y quién le dijo a esta bruja que los cuerdos son los que caminan?...
Ofendido, pagué lo que debía, le dije que no quería saber más... que se fuera...
Seguí observando la gracia arrabalera, extasiado por el compás ebrio, que invitaba, como la ginebra que me acercó el mozo, diciendo -Gentileza de “Tango Show”
La bebí de un sorbo, dicen que el tango anima y provoca.
Ella, toda sensualidad en forma de cabellera tirante y recogida, me echaba el ojo, mientras su zapato rojo se entrecruzaba con su adversario abotinado
Le desnudé la entre pierna, buscando secretas notas y entretejiendo partituras, capaces de hacerla vibrar como a una guitarra...
Cuando volví, me encontré en otro salón.
La presencia de una mujer que retrataba bellamente, me sacudió.
La galería, donde exponía, exhibía rostros de niños, adultos, ancianos.
Me acerqué para solicitar el mío; con amabilidad me invitó a tomar asiento. Me situé de frente, esperando ansioso el resultado del trabajo.
Ella, tomó el lápiz y comenzó a mirarme, supuse, estudiando formas.
Pero el grafito comenzó a girar en el aire, impaciente, rozando sus dedos, que hacían malabares por sostenerlo.
Tardó unos instantes en apoyar la afilada punta; para comenzar con lo que llamó “bosquejo”.
De pronto fijó su vista en la mía, se la veía, confundida, extrañada.
No perdí el tiempo y aproveché para besarle los labios desde la distancia.
En silencio le hice el amor el tiempo que duró la obra, fantaseando con la estatua viviente, que no se dio por aludida.
Me entregó la lámina, -que creí finalizada-. .El blanco seguía persistente y absoluto, como la borra del café y la balada que machacante me perseguían, para volver a llamarme... loco... loco… loco...
Me fui corriendo hacia la vidriera grande del shoping, para comprobarme de cuerpo entero.
Mi figura, misteriosamente, no estaba presente -como mi tacto de hace un rato sobre la piel de la muchacha quieta-.
Los espejos se burlaron implacables y ausentes de mí. El fracaso dentro del “Mac Donalds” también reía, comiendo hamburguesas con papas fritas...
Dejé San Telmo.
“Volveré” -pensé- mientras recordé nuevamente a la estatua dorada.
El bullicio dentro de mi estómago seguía vigente. No asumí tanto hambre... solamente por eso me largué a la avenida, tomé el subte de regreso... y a medias me devolví...



Angeles Charlyne


De “Ironía erótica”