miércoles, 27 de abril de 2011

El día que el sol se marchó

-Ahora si que el sol se va marchar- , dijo el viejo sentado en la cumbre del médano lunático.
Estábamos en la última reserva verde que guardaba la costa, resistiendo inútilmente el avance de la civilización. Se veían venir las canchas de tenis, cabinas telefónicas para contactarse con el mundo, sea cual fuere el número que cada uno elija, para llegar con la fe de la religión marquetinera.
Un petirrojo sin miedo aparente, caminaba sobre la alfombra verde que amortiguaba hasta el sueño. Yo me quedé en silencio, porque con el viejo no me atrevía a preguntar. Elegí seguir la marcha del petirrojo, el vuelo circular de las mariposas amarillas que volaban rasantes, llegando desde el mar y pasando raudas sobre las ondulaciones doradas. Estaba confortable contra el tronco del árbol que setenta metros arriba y setenta años atrás, junto a otros tantos setenta compañeros, se erguían al costado de la ruta, que se extraviaba en el Alfar.
Los balnearios todavía eran libres para gente libre, para sueños libres. Nadie debía pedir permiso para llegar a la orilla del mar privado de toda privacidad, siempre parecía acogedora sobre todo a la hora en que las dos luces confundían. Es que las formas tribulan, mutan, se rozan, bailan danzas desesperadas, se acomodan a la percepción esquiva y se burlan, definitivamente, de nuestras obsesiones por precisarlas.
El viejo seguía con la mirada clavada en un horizonte invisible para todos menos para él. No era bueno buscar la dirección, puesto que el riesgo consistía en que nada podría coincidir, sobre todo si se admitía que el viejo había nacido en el mar.
El solía ver, mucho antes, todos los fenómenos probables y los otros, lo supe desde la primera vez porque su adopción para conmigo, siguió siendo siempre misteriosa. Llegaba inesperadamente, como las noticias, para pasar, beber, comer, quedarse y dejarse estar detrás del comentario, telegráfico, como su idioma críptico.
- Anoche, decidió morirse la noche- anunció sin solemnidad, casi monocorde. Su voz se deslizaba a cubierto de la brisa salobre, siempre me maravilló que se lo podía escuchar aún en el mayor estruendo del oleaje, las tormentas y murmullos indiscretos. Su voz parecía graduarse sin perder volumen.
Me volví para mirarlo, el sol había bruñido su figura y el pelo blanco, largo tenso, duro de agua de mar, había dejado de lavarlo para impregnarlo y uno tenía la certeza imposible que sería, ya que hablamos de ellos, por supuesto imposible, volverlo a su textura natural. Las arrugas eran sólo referencias, dunas leves según el rictus de la concentración y su fortaleza física parecía intacta. Un misterio de permanencia. Una estatua de sal.
Unos pantalones descoloridos sobre la rodilla eran el muelle para una blanca alguna vez y raída camiseta que dejaba al descubierto sus brazos desnudos. Llegaba y se iba con el sigilo de los animales del bosque. Ese era su bosque y se sabía el alfarero del lugar. Descender de él para llegar al mar, cuando el sol del mediodía picaba, requería toda una estrategia, para todos menos para él, quien parecía nacido para caminar sobre las brasas sin quemarse.
Decidí esperar los comentarios siguientes, seguro que ello ocurriría. Supe domar la impaciencia y cierta indolencia a la hora de escucharlo. Nada hay peor que la indiferencia deliberada. Yo había aprendido a no ser alcanzado por esa calamidad del desapego.
-El sol se va al velatorio en el cielo y va a tardar en volver – me dijo en un murmullo, como esperando que no lo oyera y mucho menos le creyera.
Miré y el cielo no mostraba ningún indicio extraño. Quise convencerme que los misterios no suceden porque sí. Quise legitimar la imprudencia de la duda. El no me miraba, apenas dejaba deslizar algún grano de arena que se desvanecía en el aire. Pensé en como ser cortés ante la revelación, sin intentar salir corriendo.
- ¿Y después qué? -, alcancé a administrar mi gentileza indiferente.
El no se movió aunque un brillo imperceptible rodó en sus ojos grises.
-¿Y quién se dará cuenta de esto, si nada cambiará?, ni el hambre en el mundo, ni los hijos del abandono, ni las madres del dolor, ni la violencia, ni la injusticia, ni la traición, ni la ingratitud, ni siquiera los amores no correspondidos…- resignó diciendo con la convicción que otorga el futuro.
- Pero hay un después para todo- argüí, sólo para molestarlo.
El eligió no responder y bajar a la playa cuando la pleamar juega sus trampas al abismo de la inconsciencia humana. Lo vi deslizarse en el agua. No nadó paralelo a la orilla. Las brazadas, rítmicas, lo alejaban con majestuosa lentitud y su figura cabalgaba las olas con seguridad y sin fatigas; en el fondo, donde la sudestada arma su cigarro de viento, que barre las costas del otro país, socio de orillas y disputas, se alzaba un muro verde que pareció erguirse, como dos torres gemelas regresando del terror. Era un paisaje demoledor, ver esas moles de agua que amagaban por la distancia, derrumbar hasta las verdades construidas y aceptadas.
El iba recto, como a una cita con el destino y pensé en el peso de la catedral gótica inundada de gotas dispuestas a lavar una afrenta incompresible.
Cuando estaba a punto de ser punto en la inmensidad, me pareció verle agitar un brazo, espejismo de distancias nunca concedidas. Creí entender, o tal vez me convenía pensar así, que la señal tenía que ver con el después. Esa ola, esta torre acumulada estaba encima de él y cuando la cresta que hubiera acobardado al mejor surfista, comenzó a descender y deslizarse, sentí certezas irracionales que parecían comenzar a desplegarse ante mi vista y la de aquellos que pudieran advertirlo.
Lo cierto es que, maquinalmente, revisé el reloj de la torre de Alfar. La hora marchaba vertiginosa rumbo a la medianoche, era de día y la claridad no pareció ser notada por la gente. Yo había perdido el desconcierto en algún recodo de la vida. Volví a mirar al mar, la maravilla transparente pero arrasadora aumentó la velocidad y por un segundo murió el murmullo del mar.
Ya era tarde para todo. Nadie podía adivinar que el luto por la noche, era el llanto del sol desalentado que se negaba volver a espiar.


Angeles Charlyne

“Constructivismo I Inacción”
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domingo, 3 de abril de 2011

La tapia

Mi madre corrió las cortinas del cuarto. El despertador estalló estrepitoso, con su sonido de pocos amigos; se deslizó y sacudió quejoso, justo a punto de detener pesadillas; “suerte para mí” -pensé- , luego de repasar con mis manos, buscando secar la última gota de sudor.
El pasaje esperaba, sin urgencias, sobre la mesa de luz, decidido como yo a hacer ciertos, mejores sueños, la secreta ambición de cada partida.
Mendoza no quedaba lejos, para mí en ese momento, de Buenos Aires, tal vez por la ansiedad potenciada, pero no me lo pareció. El frío del invierno pegaba duro como una bofetada que atravesaba la nostalgia y encogía otras esperanzas. Los andenes de la estación, eran recorridos con cierta urgencia, por pasajeros desbordados de otras urgencias. De vez en cuando la vida toma conmigo un café, anunció Serrat, por los altavoces. Una suave caricia para viajar ligero de equipaje.
El micro, tras resistir otros paisajes nocturnales y la hostilidad de pisos desparejos, como la rutina que propone la vida luego de ciertas certezas, próximas en kilómetros, respecto del destino, nos dejó de a pie; por lo menos así lo creí, quedábamos tres o cuatro gatos locos, pasajeros de oscuros desencuentros, una posible conclusión puesto que mi entresueño, áspero, me mantenía entre dos tiempos posibles, sólo supuse que se trataba de una rueda atascada, que sujetaba al micro sobre un barranco. La guía solicitó auxilio desde su celular, pero el silencio de las voces y el estrépito de un eco, no completaron la soledad. Desesperado, porque el tiempo transcurría y nadie acudía, me fui.
Gloria y yo habíamos acordado encontrarnos a las once, si todo salía bien y ya habían pasado quince minutos, pensé que estaría preocupada, por eso tomé la mochila y caminé en su busca. Las citas tienen códigos misteriosos, que no conviene alterar.
Las luces de la terminal, titilaban radiantes, aunque algo confusas. La semana santa albergaría caras extrañas, no menos que otras veces, pero más numerosas.
El transporte Cordobés había llegado, ella vendría en uno de ellos, exploradores de sierras y montañas, arrieros de nubes; la imaginé ansiosa, una cabellera negra asomada bebía el aire, supuse que sería Gloria. Un anciano desconocido, vestido de oscuro, algo que descubrí cuando me tocó el hombro para preguntarme si me llamaba Enzo. Me sorprendió, aunque igualmente asentí con un gesto. El hombre se rascó la frente apergaminada, curtida y morena, con todo el sol detrás; me extendió una esquela. El hombre, balbuceando, mientras yo seguía absorto con el papel, decía que ella se había ido, que no la buscara más. Maquinalmente, la guardé en el bolsillo.
Cuando levanté la vista para indagar ya no estaba. La sorpresa fue mayor, cuando comprobé que mi equipaje había desaparecido. No tuve más que ir a la oficina y dejar mis datos por si lo devolvían, una peregrina posibilidad, en tiempos de distracciones no deseadas.
Mi tío Pedro, enterado de los contratiempos me ofreció su casa, para hospedarme Una buena taza de té con leche caliente, sirvió para distenderme y dejar la cuota necesaria que permitiera conciliar el sueño.
A los pocos días apareció su amigo Basilio, el sepulturero, quien se llegó intrigado por conocerme. Whisky y truco por medio nos dispusimos a charlar; me habló de su mundo y las extrañas criaturas que abordaban las noches, deslizándose en pastizales crujientes, rasgando el mudo resplandor del cielo: “Ellas -decía- se alimentan de luz y respiran vida por los huecos existentes en la tapia del cementerio”. “Lo saben todo”-agregó- queriendo demoler con su palabra cualquier deseo.
-La tapia es la escucha de los hombres -anunció- mientras cantaba la jugada, sacudiendo triunfal, el naipe. La carta cayó, lineal y plana sobre las demás.
“Sé que no soy buen perdedor” -pensé- jugando el ancho de espadas, minutos antes
que el sabor del trago, corriera por su garganta.
Mi tío se rindió, encendiendo un puro y apartando su sillón, para saborear el placer que dan la soledad y el tabaco. Basilio, mientras tanto, introdujo la mano en el bolsillo, sacó un billete sucio y estrujado, dispuesto a pagar en algo, el juego que las vueltas de la vida le daban de vuelto; la rugosidad golpeó ruidosa y de mala forma sobre el mantel de plástico.
“El tronador” relinchó dos veces, reclamando a Basilio, estar listo para la partida.
Basilio levantó la pierna izquierda y enganchó el pie al estribo, dejando paso a la otra, para finalizar aplastando su cuerpo sobre la silla de montar y, paisano gentil, retiró el sombrero como forma de saludo.
Las crines del caballo rozadas por el viento se elevaron multiplicando distancias y dejando sobre la tierra polvorienta, huellas firmes de un galope rítmico y regular. En la dirección que llevaba el jinete, un agudo y lejano grito caló la noche, como una estampida feroz,
moviendo espantos presuntos. Las nubes poblaron el cielo en señal de duelo y una lluvia opaca borró todo rastro. La tierra se humedeció y el barro comenzó a salpicar por la intensidad y fuerza que el viento movía en un concierto mudo; hasta nuestras ropas que aún permanecían colgadas a la intemperie, fueron víctimas inesperadas.
Corrí tratando de dar con la cuerda, pero fue tarde para salvarlas. Descolgué las prendas empapadas y me paralicé ante la luz que flameaba a lo lejos. Embelesado por el resplandor dejé deslizarlas, para verlas caer, ahogándose en el río.
Lindera, la tapia bordeaba el cementerio, una vieja construcción de ladrillo y cal. A punto de desplomarse, resistía alta, batallando sobre la arboleda, clausurando esplendor y belleza. El murmullo que llegaba de su interior, me provocó curiosidad, como si el viento batiera alas y acobardara el vuelo de las aves y los sueños de la gente.
Aflojé el paso y me detuve frente a ella para verla de cerca. Fue difícil mantener la calma. La pared ruinosa y rojiza parecía incitar, una puerta que provocaba franquicias. Levanté la cabeza para observar un poco más y ver como la sombra del muro, se desplomaba en la oscuridad alucinada que se estrechaba rutinaria contra el suelo, bañado por la intermitencia del farol esquinero.
Maravillado y sumergido en los recuerdos, afloraron persecuciones del alma; cuando la embestida muerde las entrañas y el dolor es causa, un efecto sucumbe entre la piel y los huesos. Hay mucho ardor disimulado y quedo, que no huye por ser señal.
Gloria, se hallaba sentada sobre mi maleta perdida. Me guiñó antes de hablar
-Ven, entremos, escucha como los portones gimen cadenciosos, no te resistas, el viaje es este. Los micros quedaron deshechos en sus accidentes. Entrégate, son las once y cuarto y te estaba esperando, ya es el tiempo.



Angeles Charlyne