La duna
amarilla pareció brillar en ese mediodía incierto de playa. La soledad
sorprendió a Soledad, en mitad del camino del parador y se detuvo. Levantó su
cabeza y el sol castigó con un dedo de fuego. No le importó, llevaba mucho sol
y mar sobre su cuerpo bronceado, esbelto, sin tiempos, asombroso para los
otros, sin cuidado para ella.
El mar
rezongaba torvo en el horizonte ansioso, tal vez por lamerla.
Un cierto
temor vagabundeó por la tristeza olvidada de Benedetti en algún libro, por
supuesto olvidado del olvido. La comprobación que nadie había bajado a la
arena, era inquietante, improbable, indemostrable, demoledora. Caminó
sintiéndose tan sola como nunca, tan cierta como siempre y tan curiosa como se
lo esperaba.
La ausencia
de voces planeó sobre las olas, remontó ansiosa buscando destinatarios. Hubo un
leve silencio marino, sólo perceptible para ella, comprobó que la vela de su
embarcación se mecía complaciente en la bahía próxima. Su retirada estaba
asegurada. La retaguardia cubierta. Caminó y sus largas piernas doradas, firmes
y seguras, no admitieron vacilaciones a pesar del desconcierto. No poder
comentarlo más que para sus adentros, era en cierta forma un desafío.
Descendió
erguida, estatuaria, convencida que cerca del mar la fiesta siempre es
completa, para que los sentidos obliguen a retroceder fantasmas.
Las
postales de la memoria se amontonan, como los puertos recorridos, los cuerpos
abrazados, los placeres consumidos y consumados, las mesas bien servidas y las
copas mejor bebidas.
En la arena
húmeda encontró razones para levantar un castillo, mientras caminaba bordeando
el agua, jugando a eludirla, a no ser alcanzada, el juego que mejor jugaba, el
que más le gustaba jugar.
Supuso que
una razón más que razonable tendría incidencia en esa repentina soledad. La
razón no siempre resulta de la razón, también llega desde la fuerza, por eso la
fuerza de la razón, sublima a la razón de la fuerza, a veces.
Sumergió su
mirada en la cresta verde de la primera ola que se derrumbaba sobre la costa,
para sentirse proyectada en el espacio y arrojada, brutalmente, sobre la arena
tibia; le hizo sentirse casi propietaria del santo grial, dueña del todo, ama
de la nada; algunas gotas fugitivas desobedecieron y perlaron su cuerpo, un tanto
más ambiciosas que las otras; parecían supuso, que querían explicarle algo
vinculado con el misterio de la desaparición de la gente.
Se encogió
de hombros, pese a que la resignación no era parte de su vida; porque la suya
muda por la garganta coloraturas de arena. Pensaba que la salvarían los granos,
menudos de arena, que antes de ser granos son y fueron sueños yunteros.
Olió
fragancias penetrantes, propias de lo singular. Nada era compartido y los
olores tuvieron el impacto sensorial que da ser la única receptora de eso que
el aire trasladaba. Una mezcla de fresias tardías, mutando a silvestres
lavandas, impregnaron los tiempos siguientes. Observó que el sol había viajado
repentinamente rápido para su gusto y le pareció más alto que de costumbre.
El camino
volvió a empinarse esta vez con destino al acantilado desde donde podía divisar
la aldea. Supo, por instinto, que allí estaba la clave. Cuando llegó y sus pies
asombrosamente perfectos y vagabundos, lograron trepar con la gracia de nunca,
pudo ver que las callejuelas, los negocios y las casas estaban vacíos,
abandonados, las puertas y ventanas lucían el apuro de sus moradores
presurosos, por causas desconocidas, que marcharon hacia algún ignoto destino.
¿Todos
juntos y al mismo tiempo? ¿En realidad se marcharon juntos, alguien los
dispersó, les dieron una noticia o huyeron?
La pregunta
flotó sobre las olas y devolvió pinceladas de quietud. Las mariposas
irrumpieron, inesperadamente amarillas, para murmurar respuestas que ella no
podía entender.
Soledad,
escribió en la arena, la pregunta: ¿Qué pasó? Y el pájaro oscuro que extendió
las alas, dirigió las fijas y fulgurantes miradas, que se llevó a dos vueltas
sobre su cabeza. Se sentó en la arena y dejó que el sol volviera a acariciarla.
Dispuso que fuesen las manos de Alejandro, cálidas y potentes, para hacer más
propicia esa loca decisión de esperar lo inesperado.
Un tiempo
después y luego que el silencio resultara casi ruidoso, la brisa se ensañara
con su cuerpo y las gotas de las olas abandonadas, agotaran su forma de
llamarle la atención, el pájaro oscuro regresó planeando desde lejos,
majestuosamente, subió y plegó las alas como indicándole seguirlo. Viajó en
dirección mar adentro. Ella no vaciló se dejó llevar y comenzó a nadar. Advirtió
que las mariposas la seguían a prudente distancia, casi custodiándola. Fue
superando el oleaje hasta abandonar la zona aledaña a las playas allí donde
cambia la fuerza del agua, hasta que en el fondo le pareció ver una ola tan
alta, que borraba el horizonte, en el centro creyó ver el contorno de una
puerta, se dijo que el sol dibujaba para ella. Que no supo porque no eligió ir
en su embarcación y además desde donde esas preguntas merecían respuestas
atinadas. Sus brazadas firmes se aligeraron y también el ritmo a medida que se
aproximaba a esa mole que ya le tapaba el cielo.
Cuando la
velocidad era imposible de ser cierta y el valle anterior que se produce cuando
la ola gana altura, era un foso verde y revuelto, comprendió que el rumbo era
fijo y debía atravesar la puerta. No dudó. Tampoco el tiempo se lo permitió.
Metió la cabeza entre sus brazos y embistió la parte central de esa puerta
dibujada por el sol. La atravesó, la ola pasó por encima suyo y allí estaban.
Una plana
serenidad astral, casi la playa infinita de un continente desconocido había
congregado a los últimos pasajeros del arca de la humanidad, supo sin
comprobarlo que esa ola gigantesca llevaba como destino lavar las culpas del
mundo y el tiempo malgastado del odio.
Angeles
Charlyne
De la serie
de relatos “La puerta que…”
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