lunes, 21 de octubre de 2013

Fenecer

Silabas de llanto

separan la matriz del alma.

A veces entro a ensamblar

el binomio, el fruto perdido,

y lo vuelvo hacer canción,

y… me agoto.

El estertor de peces heridos,

se apaga en la antiquísima ciudad.

Hay silencios…

fornicadores de mareas.

El aire…

es un barco que se aleja.

 


Angeles Charlyne

De “Ángel roto”

viernes, 9 de agosto de 2013

Equilibrio

                    En la óptica
                           de
                           mi
                     ventana
                          se
                   aproximan
                          tus
                        manos,
              - fonética del alma-.
                         como
               dos grandes ojos.
                      

                Ángeles Charlyne
                   De: “Ángel Roto”  -2013-


Equilibrio emocional I
Acrílico
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 Equilibrio emocional II
Acrílico
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 Equilibrio emocional III- "El abrazo"
Acrílico
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jueves, 20 de junio de 2013

De fuego o sin

Ir más allá de los silencios del fuego,
donde la mordaza sacrifica los abismos
y se olvida de ser muerte.
Intentando…:
La sensación, el tiempo, los sueños, la espera.
Comprendiendo…:
En los pobres del amor, es miga, del día.
Y despertar de pronto en la llanura,
con el mismo hambre de ayer,
en el limite donde se dialoga con la soledad,
como cotidiano origen, o presentida profecía.
Ir más allá de un poema,
que no abrasa la estéril colina, sin surco,
vaticinando la lucidez de las palabras,
igual de vacías, o semejante a las que se fueron.


Angeles Charlyne

De “Ángel roto”


lunes, 15 de abril de 2013

Distorsión del objeto


ArteParte

Experimento…
el abordaje más profundo,
como el arte de tus venas asalta
la identidad perdida.
Improvisas…
Levanto las manos y me entrego,
apenas dibujada,
a…
la intervención del objeto.
Proceso,
luz,
materia.
Avanzas…
dejando la impronta,
la obra,
la excelencia,
que imprime
el nacimiento nuevo.

Angeles Charlyne













miércoles, 27 de febrero de 2013

La aldea blanca


Renata era negra, la única en la aldea blanca habitada por blancos.
La única que nunca cerró la puerta de su casa.
Los había visto deslizarse a lo largo de sus vidas, lentos como caracoles distraídos. Nunca más habían nacido niños, desde la tarde que el monje negro se marchó, despedido a pedradas por todas las mujeres, quienes lo acusaban de haber anunciado el niño muerto que perdió Roberta.
Renata, negra, pagana y soberbia, era la única que no había envejecido en ese lugar que parecía haber sido abandonado por Dios.
Miró una vez más por la ventana que da al jardín donde las flores se habían marchitado, como toda la vegetación del valle.
La esterilidad se había establecido para quedarse. Su propósito estaba logrado. Los árboles secos parecían agitarse sólo en días de tormenta, como pidiendo auxilio.
Resistía por quienes no habían podido hacerlo. No sabía muy bien que resistía. Sólo que, mirándose al espejo, comprobaba que su tiempo se había detenido.
Cada día notaba que era una herida abierta en la vida de los otros, quienes sangraban y disecaban con el tiempo, arrastrando sus osamentas, como el maleficio nunca proferido.
Renata no sospechaba, ni por asomo, cual era la razón de su eterna juventud.
Ella era negra, la única en esa aldea blanca habitada por blancos, casi transparentes después de ser carcomidos por una eterna tristeza que empezó por robarle los sueños y los deseos.
Los ex niños que envejecieron sin crecer, nunca habían podido jugar y Renata trataba de rescatarlos, pero sin éxito. Habían desconocido el interés y por lo tanto las etapas se cumplieron todas en una. Nadie sabía ya quien era adulto y quien no. Todos parecían iguales.
Renata iba al río, lavaba su ropa y se quedaba, luego, adivinando los movimientos de la corriente, como intentando descifrar el devenir del futuro.
En realidad no pensaba desde la reflexión, sino que buceaba en su interior desorientada sobre las diferencias que nadie podía explicar.
Roberta después del nacimiento perdido, se quedó sentada a la puerta de su casa y nunca más volvió a entrar en ella. El tiempo, asociado con la detención, nunca más le dio paso a las estaciones. Había quedado oscilando en un otoño templado, desmañado, de cielo sucio, con un sol remiso a la hora de disolver nubes.
El resto de las mujeres que apedrearon al monje negro emigraron al bosque buscando una huella inexistente y dando vueltas en círculo, sin detenerse jamás. No había humo en las chimeneas de las casas y Renata no sabía si los blancos se alimentaban. Nadie hablaba, por supuesto ella no sería una excepción.
El polvo que sólo el viento movía se depositaba para formar capas superpuestas que daban, como las eras glaciares, el espesor de las etapas que se acumulaban, como las esperanzas de la humanidad por un destino mejor.
Una mañana, que para ella era de mañana, decidió subir al monte. El paisaje, a sus pies era sobrecogedor. Una serpiente de tierra que zigzagueaba en el espacio rumbo a la nada. Se sentó dispuesta a esperar algo que no sabía muy bien que era. Miró al cielo y ni siquiera hubo un celeste cierto que le diera respuestas.
Finalmente, un punto oscuro en el límite del horizonte, le advirtió que algo, por fin, se movía. Calculó que disponía del tiempo del mundo hasta que llegara hasta ella. Decidió que no debía moverse y que era la única oportunidad. ¿De qué? No se lo pudo responder.
Las horas se deslizaron tenues aunque el cielo siempre estaba igual.
Renata sabía que el reloj celeste nunca se había detenido.
El jinete que desaparecía en las depresiones del sendero, quedó el último segundo oculto a su mirada. Cuando emergió le pareció comprender que había una cuenta que saldar. El monje negro se detuvo exactamente en el lugar donde ella, oculta por la piedra, quería saber.
El monje negro se quitó el hábito sin prestarle atención, ella supo que debía hacer lo mismo. El, todavía de espaldas se volvió para poseerla. La cuenta astral de la vida detenida fue cobrada con la morosidad que la naturaleza exigía. Ninguno de los dos se dijo palabra, el tiempo de la soldadura espacial, se llevó todas las brumas. El cielo se limpió, repentinamente y el sol se dejó ver. Sus cuerpos relucientes, brillaban en las contorsiones.
Poco a poco la vegetación reverdeció. Las primeras flores de los primeros jazmines del país, aromaban el valle  y sus efluvios llegaban a la gente que empezaba a aspirar. Los colores reaparecían gradualmente, al ritmo de la ceremonia ritual de la carne.
Cuando los dos sintieron que se había sellado una herida, resonó en el valle, el primer berrido. Roberta había dado a luz, la sombra del sueño extraviado.
Renata cerró la puerta de su casa, había cumplido.


Angeles Charlyne

De “La puerta que…”


Relato publicado por  Asociación Amalgama de la Artes
Rota, Cádiz (España)
Revista Literaria Cultural “AMALGAMA”/ ejemplar Nº 15
Correspondiente al período Diciembre 2007/ Junio2008-

viernes, 18 de enero de 2013

Ratones en la noche



La voz, en la radio, sonó gutural. Ella se encendió. No sabía por qué esta vez.
Otras, creyó que sus urgencias coincidían.  Pero ahora, era distinto. Se sintió desnuda. Inerme. Alguien rasgaba, sin permiso, los velos de su pudor, malamente conservado.
Se resistió en la penumbra del cuarto. Procuraba, siempre, de las luces de neón que ingresaban transgresoras por la ventana, la concesión, cuando podían diluir situaciones extremas y su exploración maquinal, la superaba. 
-Esta voz es nueva  -se dijo-, lo pensó y fue peor.
Las formas de la imaginación sacuden desde el fondo del alma y los tiempos; los fantasmas que muchas veces no aceptamos, porque son el peor espejo en el que nos queremos reflejar, se agitan implacables.
Le pareció que él, adrede, hacía visajes tonales dedicados a ella. Lo insultó en silencio. Pero estaba a merced de lo desconocido. Nunca  -palabra excesiva-había tenido compulsiones parecidas. Ni siquiera, pensó, era su recurso nocturno de recreo, escuchar la radio y construir fantasías virtuales.
Decidió, con la impulsividad con la que cometió los mayores y mejores desatinos, que debía sacarse de la cabeza, tensiones y, del cuerpo, ansiedades.
Las horas inciertas, donde la noche agazapa gatos de la memoria, suelen jugar ciertas pasadas confusas.
Ella se miró al espejo una vez; se sentía y tenía motivos  para concederse aprobación. 
La imagen gentil que le devolvió, la conformó; sabía que muy pocos tipos podían resistir semejante poder animal de seducción; además la colección albergada entre sus piernas, ahora tibias, eran el mejor resguardo contra las dudas, nunca suyas.
Salió, imperiosa como de costumbre, segura que la dominación nunca transita  tiempos de escándalo; decidió, repentinamente, que debía quitarse, rápido, esa pesadilla que la tenía dispersa.
La bruma devino en llovizna y sintió que era su mejor tiempo. 
Aguardó, paciente, que la hora de los cambios de luces y final de programa, convinieran  con ella  las respuestas.
Su auto era un modelo educado, de un mundo que no registraba número.
El, algo encorvado, por la llovizna que le pesaba, decidió buscar un taxi.
La madrugada pinta de grises los fantasmas. 
Es hora, se dijo, donde todo parece coincidir.
Los rescates, para él, eran sombras del pasado.
Las luces de la coupe color metalizado, se le antojaron un exceso de tonos opresivos.
No le ocurrió lo mismo con el dorado rojizo, incendiado, que desde la butaca del conductor parecía apuntarle como un arma.
Una sinfonía imposible de no ser oída. Mucho menos vista y peor, todavía,  saboreada.
Hubo cierta duda, nacida del oficio. Cuidados de otras tentaciones que se llevaron por delante mucha más experiencia que la suya, en tiempos de plomo, donde lo más barato en el mercado, era la vida.
Sacudió la cabeza. Los recuerdos obviables y el pasado.
La carne era fresca y, parecía, en oferta.
Ella, le hizo una seña, casi imperceptible,  él debió guardar en el brazo, el impermeable de otras coberturas.
Nadie se lo indicó pero el voltaje estaba en el aire y él sabía que debía decidir.
Hubo tiempos en que las decisiones cobraron riesgos en vida.
Allí sepultó amores y amigos, no se lo podía contar a nadie, sobre todo si, como ahora, estaba frente a la violencia y sensualidad del ya y ahora.
Subió al auto, luego de sacudir, no sólo el agua del desborde, también nostalgias y prudencias, a esta altura de violencias y prescindencias de valores,  cuando se remató su futuro.
Ella, sólo lo miró, para constatar que era él, ese objeto del deseo y la fantasía; él supo que ese, sin que ella lo mencionara, era un momento de decisión.
La mirada de ella, estableció la aprobación especulativa. Para él alcanzaba. Además y ella no lo sabía, estaba fatigado.
Ella, firme en la autosatisfacción eligió, sin preguntar el destino primero.
La comida transitó los sabores agridulces y los saberes complementarios en forma de vino.
Los rescoldos del fuego, sabiamente alimentados, enmarcaron el café y los licores.
Los tiempos de las definiciones aceleraban ritmos.
La charla fue sucesión de murmullos y rumores, prolijamente orquestados por las apetencias, absolutas de ella, cuidadas de él.
Salieron del lugar y ella, otra vez sin consultar decidió que, cuando y como.
El lugar, por supuesto albergaba su sello y cuando abandonaron el palier del ascensor, la marca estaba en la boca de él.
La luz del lugar actuaba en simultáneo con la música y  le pareció una escenografía excesiva. También ella.
Sus manos eran alimentadas por urgencias con furias de tornados y se refugió en la prudencia de acompañar cada gesto.
Ella no se permitió ni le permitió treguas. Quería todo. Ya y ahora.
El sabía que los ritmos mueven el mundo y después, luego y casi debajo, en el ojo del huracán, allí donde todo es calma y placidez, comenzó a construir su respuesta.
La satisfacción, se dijo, es un tiempo que no tiene precisiones.
Pensó en esto mientras ella, abandonaba la multiplicidad de orgasmos y avanzaba hacia la placidez de la plenitud. El momento en que abandonaba la guardia. El tiempo en que, para él, comenzaba el goce perpetuo.
Nunca la dejó salir de sobre sus piernas y ella, luego de la primera depredación, decidió ansiosa, que se iniciaba un tiempo. Nadie le dijo si sería mejor. Pero ella lo entendió. 
El,  desde el remoto origen  donde el zócalo del edificio de la vida expone los tiempos, decidió zambullir sus reparos para refugiarse en la lluvia multicolor que le devolvió el chapuzón.
La ritualidad de la concentración le dictó que todas las puertas deben abrirse y así comenzó a proceder, para festejar con su lengua, dentro de ella, las fiestas de antiguas celebraciones. A medida que ella se abandonaba al placer y disuelta en la extenuación que provoca sentirse colmada, desbordada por esa máquina de carne y litio, multiforme, cuando quería exhalar el suspiro de la tregua, con esa lengua propietaria de la suya en tanto, dentro, le pintaban los paisajes de oro, los sucesos impensados... 
Todo y nada fue cierto, ella desmayó, finalmente y no pudo advertir su partida, luego del alborozo que el estallido de un vuelo de palomas, partiendo raudas del alfeizar de la ventana, ahogaron la voz que él registraba, para el después, en el equipo sonoro, todavía asombrado...

“Querida... no me busques... estoy en el aire... que respiras, en el vuelo de la alondra y en el silencio que llega... junto con la tanda... chau...”


Angeles Charlyne

De la serie:Ironía erótica”

lunes, 14 de enero de 2013

La pasión... desde el otro lado...


Mi soledad goteaba ese día, oscura y pesarosa, desde mi cielo gris.
Las tormentas, viajeras del alma desencadenan, a veces, lluvias silenciosas que rasgan el alma, empujándolas hacia la salida. Buscaba una distinta, aunque la diferencia durara el  soplo de Dios.
Tenía que olvidar el amor que me construyó la prisión de olvidos, que me había dejado herido, peor que muerto, preso y esclavo del recuerdo. Un fantasma de mi peor pesadilla.
Era de noche. El terciopelo negro no sedaba desazones; hormigas rojas marcaban su paso ansioso por saber que ocurriría. La propuesta golpeó mis instintos.
Un amigo, viejo conocedor, me dijo que debía probar; arrojarme al espacio de la nada, llenándome de adrenalina; que los cambios eran la savia viva de los desafios, ¿por qué no? –pensé-, con la resignación amortizada y la desesperación jaqueada por la inmovilidad.
Me colocó frente a ella, muda y oscura en la penumbra y presentándomela -dijo 
-¡ dale ¡ ... y después me contás que tal te fue! ... que te diviertas!- sus palabras quedaron suspendidas en la helada tarde noche del relevo de luces. Quedé solo en su casa.
Di una recorrida,  para marcar esos alrededores en mi memoria; un seguro contra lo inseguro. Volví a la casa, vigilado por la luna empecinada en mis pasos.
Entré y el silencio me golpeó hasta detener la circulación del futuro. Decidí sentarme.
Ahí estaba, inmóvil, no sé por qué, convocante. La luz brillando desde el cristal, iluminó espacios de sombra.
La sentí mágica y envolvente,  desbordando códigos impensables y desconocidos, que debía traspasar. La estudié, sin descifrarla, el tiempo babélico de llegar al cielo.
Hasta convencerme que un idiota era el inocente del paraíso.
Vocales y consonantes se fundieron y no se confundieron con el espacio blanco, llenándolo.  Decidí por un nombre de cinco letras, que supuse de mujer, Irina, que se agregó a la lista del sitio caliente.
Pensé que ella  podría rescatarme, además de complacerme; por eso la elegí. La invité a alejarnos del salón para una charla a solas.
Como una mariposa guiada por tentadores vientos, marchó conmigo, desprejuiciada en alas del deseo, cuando las puertas de la intimidad clausuraron otras impertinencias.
Una nueva luz se encendió, fue la nuestra, para poder mirarnos... ¡entonces sí! la vi mujer. Estaba desnuda, una bella amazona que montaba una silla.
Un paneo por el lugar, me permitió observar el cuarto de la bella figura, que respondía con manos alertas, desde su lugar.
Las paredes estaban pintadas de blanco. Sobre el respaldar de la cama se hallaba un crucifijo de alpaca, que no me hizo renunciar al viaje.
La manta dorada y matelaseada tenía ribetes bordados en sus extremos, por donde salían flecos hilados en color oro.
Los cortinados se mecían suaves,  un ida y vuelta permitido por la brisa del otoño.
La ciudad dormía, era madrugada, mientras nosotros preparábamos nuestra ceremonia secreta.
Como un villano, me fui robando prendas, hasta quedar totalmente desnudo.
Las frases fueron cayendo desde aquí y para allá; ella, hábil, las tomaba hilvanándolas y devolviéndolas rápidamente; una catarata de provocación que sacudía mis sentidos.
Supe de inmediato que no era su primera vez; yo, en cambio, corría desventajas.
Como perro faldero me dejé llevar, olfateándola.
Mi cuerpo comenzó a tomar temperatura.
Mi miembro erecto, fue señal.
Irina lo succionaba con palabras, las mismas que acariciaban mis oídos.
Su lengua pegajosa y sedienta, se prendió como ventosa, mojando la ventana luminosa de la lujuria, donde asomé, para disfrutarla.
-Me gusta que me digas cosas chanchas- susurró sin pudores-
Abrí la boca para rociarla con groserías, hasta perder el control sabiendo, que ella ganaba goces.
La penetré las veces que pude,  de todas las formas posibles, para finalmente terminar eyaculando en su boca, luego del gemido, oportuno.
 -Para que pensar en el después... ¿qué importa el después?-, me contestó cuando le pregunté si mañana la encontraría a la misma hora.
-Sigamos- murmuró- ... aún falta...-. La sentí insaciable al instante que me propuso cambiarnos de nick y empezar una nueva historia.
-El chat da para más...-dijo-, luego te explico.
El apagón me hizo salir violentamente de la red.
Corté de inmediato la computadora, desenchufé el módem y la vídeo cámara.
Ella, Irina, la pasión o como se llame se quedó del otro lado...  supongo para seguir mintiendo...




Angeles Charlyne

De “Ironía erótica”
        -2003-