sábado, 14 de mayo de 2011

El tiempo se ha extraviado

"Universos lacerados"
T/m
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La ciudad hervía. Matilde decidió que lo mejor, como siempre, estaba afuera. Su cuerpo cubierto por una fina película de sudor, le anticipaba que ese día sería quizás algo más duro que los demás. Ni la ducha oportuna y salvadora le dio tregua a una hora de la mañana donde, siempre, se puede disponer la pausa previa al agobio.
Repasó la jornada que tenía por delante, sin agenda previa. Esto la fatigó más. Se mordió, nerviosamente el labio inferior contrastando la resistencia que debía acopiar para hacerse de energía suficiente.
Huyó, literalmente, de la cocina antes de la partida, razón por la cual se dijo que era la segunda cosa que tiraba al inicio de la jornada y se preguntó, ¿con cuantas otras, más o menos importantes, debía pagar el tránsito de un medio a otro, sin olvidar que podría ser de un miedo a otro?
El ascensor, silencioso, la descendió siete pisos ineludibles y respiró aliviada porque los contratiempos, ese día estaban ausentes. La recepción solitaria recibía a través de las superficies vidriadas, los primeros rayos del sol que, por la hora, visitaban el lugar templándolo, hasta que el aire condicionado -condicionado porque la condición dependía de un misterioso dispositivo automático-, virtualizaba la realidad.
También, se dijo, no quiero nada artificial, por lo menos hoy; quiero rescatar lo que haya de cierto en este día para mí. Cuando pensó en “cierto”, se estremeció. Cuatro celulares eran como demasiado costo para la prisión donde todos los controles funcionaban monitoreando su tiempo.
La computadora, esa mañana, clausurada cuando salió del piso, era una máscara oscura, indescifrable que se quedaba sin su cuota de alimento diario. En eso de alimentar los datos del mundo, estos esperarían turno para dar su informe, un tanto inquietos por la interrupción del sometimiento aquí, interrumpido.
Matilde volvió a sonreír al abrir la puerta del edificio, imponente para los otros, por supuesto. Ella hacía tiempo tenía el gusto domesticado, por las mismas circunstancias que le otorgaban un protagonismo, fatalmente presumible. A la cumbre llegan no sólo los mejores escaladores, también los más afortunados y ella reunió ambas cualidades en los momentos precisos, era una tiempista excepcional, en el territorio de las decisiones empresariales.
Sin embargo, la noche anterior decidió extraviar el tiempo.
Decidió que demasiado gobierno de los otros había terminado por controlar su vida y su tiempo. Se dijo que respirar algo distinto era imperioso.
Se dijo, también, que no haría nada absolutamente igual a cada día cronometrado al que estaba acostumbrada y resignada. Condenada al éxito y se rió con ganas de la frase que han utilizado propios y extraños, para hacer ajenos los designios inescrutables del destino.
Hoy su voluntad había decidido otra cosa, sin pensarlo y eso la asustó, porque de pensar se trató el eslabonamiento de su fantástico vuelo imperial. Pero no dudó y eso la asombró no porque la duda era una manifestación del temor. Simplemente era su herramienta favorita para elegir, velozmente, el camino allanado de las decisiones.
Al pisar la vereda, prolija, limpia, rodeada de canteros floridos, decidió primero aspirar el aire todavía perfumado, antes del gesto heroico -para ella- que significaba arrojar esa agenda aprisionante, al primer cesto verde y gigante, donde ese día sepultaba la suma de causalidades que determinaban la acción del rumbo de su responsabilidad.
El sudor en ese momento le pareció una buena demostración de indiferencia oportuna. “No voy a programar falsedades, por lo menos hoy”, se dijo cuando miró a la cara de la necesidad de la gente que revolvía basura en la puerta del lujoso restaurante y después de obviar la búsqueda del automóvil poderoso, color oro; buena elección, le ponderaron sus pares junto al linaje alemán que otorgaba suficiencias para el exceso, como si cada escalón social se abonara con mayor exposición pública. El encargado, sorprendido, la vio pasar de paso ligero. Vaciló ante la miseria, pero apretó los dientes dispuesta a no mentirse, por eso el encargado de la limpieza del restaurante, fue su cómplice en la ración acordada -con gestos y sin detenerse-, para que una comida, por lo menos una, les llegara a tiempo en el destiempo de un país sin rumbo y conducido por enanos espirituales.
A su regreso del día siguiente esa cuenta se saldaría.
Cruzó la avenida, con aire decidido y en el siguiente cesto abandonó su carterón ejecutivo.
Con las manos libres y braceando al sol, notó que su paso se aceleraba. En un montículo de la plaza una mariposa, grande, amarilla y negra, batallaba para emprender el vuelo. Cuando Matilde llegó a su lado, dejó de moverse. Luego en un gesto imperceptible pareció cursarle una invitación.
Matilde sonrió incrédula con la idea. Luego dejó de hacerlo cuando notó que, desde cierta altura, las cosas se empequeñecían y el aire lucía más fresco.


Angeles Charlyne

De “Qué tiras al agua?”

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