La
voz, en la radio, sonó gutural. Ella se encendió. No sabía por qué esta vez.
Otras,
creyó que sus urgencias coincidían. Pero
ahora, era distinto. Se sintió desnuda. Inerme. Alguien rasgaba, sin permiso,
los velos de su pudor, malamente conservado.
Se
resistió en la penumbra del cuarto. Procuraba, siempre, de las luces de neón
que ingresaban transgresoras por la ventana, la concesión, cuando podían diluir
situaciones extremas y su exploración maquinal, la superaba.
-Esta
voz es nueva -se dijo-, lo pensó y fue
peor.
Las
formas de la imaginación sacuden desde el fondo del alma y los tiempos; los
fantasmas que muchas veces no aceptamos, porque son el peor espejo en el que
nos queremos reflejar, se agitan implacables.
Le
pareció que él, adrede, hacía visajes tonales dedicados a ella. Lo insultó en
silencio. Pero estaba a merced de lo desconocido. Nunca -palabra excesiva-había tenido compulsiones
parecidas. Ni siquiera, pensó, era su recurso nocturno de recreo, escuchar la
radio y construir fantasías virtuales.
Decidió,
con la impulsividad con la que cometió los mayores y mejores desatinos, que
debía sacarse de la cabeza, tensiones y, del cuerpo, ansiedades.
Las
horas inciertas, donde la noche agazapa gatos de la memoria, suelen jugar
ciertas pasadas confusas.
Ella
se miró al espejo una vez; se sentía y tenía motivos para concederse aprobación.
La
imagen gentil que le devolvió, la conformó; sabía que muy pocos tipos podían
resistir semejante poder animal de seducción; además la colección albergada
entre sus piernas, ahora tibias, eran el mejor resguardo contra las dudas,
nunca suyas.
Salió,
imperiosa como de costumbre, segura que la dominación nunca transita tiempos de escándalo; decidió,
repentinamente, que debía quitarse, rápido, esa pesadilla que la tenía
dispersa.
La
bruma devino en llovizna y sintió que era su mejor tiempo.
Aguardó,
paciente, que la hora de los cambios de luces y final de programa,
convinieran con ella las respuestas.
Su
auto era un modelo educado, de un mundo que no registraba número.
El,
algo encorvado, por la llovizna que le pesaba, decidió buscar un taxi.
La
madrugada pinta de grises los fantasmas.
Es
hora, se dijo, donde todo parece coincidir.
Los
rescates, para él, eran sombras del pasado.
Las
luces de la coupe color metalizado, se le antojaron un exceso de tonos
opresivos.
No
le ocurrió lo mismo con el dorado rojizo, incendiado, que desde la butaca del
conductor parecía apuntarle como un arma.
Una
sinfonía imposible de no ser oída. Mucho menos vista y peor, todavía, saboreada.
Hubo
cierta duda, nacida del oficio. Cuidados de otras tentaciones que se llevaron
por delante mucha más experiencia que la suya, en tiempos de plomo, donde lo
más barato en el mercado, era la vida.
Sacudió
la cabeza. Los recuerdos obviables y el pasado.
La
carne era fresca y, parecía, en oferta.
Ella,
le hizo una seña, casi imperceptible, él
debió guardar en el brazo, el impermeable de otras coberturas.
Nadie
se lo indicó pero el voltaje estaba en el aire y él sabía que debía decidir.
Hubo
tiempos en que las decisiones cobraron riesgos en vida.
Allí
sepultó amores y amigos, no se lo podía contar a nadie, sobre todo si, como
ahora, estaba frente a la violencia y sensualidad del ya y ahora.
Subió
al auto, luego de sacudir, no sólo el agua del desborde, también nostalgias y
prudencias, a esta altura de violencias y prescindencias de valores, cuando se remató su futuro.
Ella,
sólo lo miró, para constatar que era él, ese objeto del deseo y la fantasía; él
supo que ese, sin que ella lo mencionara, era un momento de decisión.
La
mirada de ella, estableció la aprobación especulativa. Para él alcanzaba.
Además y ella no lo sabía, estaba fatigado.
Ella,
firme en la autosatisfacción eligió, sin preguntar el destino primero.
La
comida transitó los sabores agridulces y los saberes complementarios en forma
de vino.
Los
rescoldos del fuego, sabiamente alimentados, enmarcaron el café y los licores.
Los
tiempos de las definiciones aceleraban ritmos.
La
charla fue sucesión de murmullos y rumores, prolijamente orquestados por las
apetencias, absolutas de ella, cuidadas de él.
Salieron
del lugar y ella, otra vez sin consultar decidió que, cuando y como.
El
lugar, por supuesto albergaba su sello y cuando abandonaron el palier del ascensor,
la marca estaba en la boca de él.
La
luz del lugar actuaba en simultáneo con la música y le pareció una escenografía excesiva. También
ella.
Sus
manos eran alimentadas por urgencias con furias de tornados y se refugió en la
prudencia de acompañar cada gesto.
Ella
no se permitió ni le permitió treguas. Quería todo. Ya y ahora.
El
sabía que los ritmos mueven el mundo y después, luego y casi debajo, en el ojo
del huracán, allí donde todo es calma y placidez, comenzó a construir su
respuesta.
La
satisfacción, se dijo, es un tiempo que no tiene precisiones.
Pensó
en esto mientras ella, abandonaba la multiplicidad de orgasmos y avanzaba hacia
la placidez de la plenitud. El momento en que abandonaba la guardia. El tiempo
en que, para él, comenzaba el goce perpetuo.
Nunca
la dejó salir de sobre sus piernas y ella, luego de la primera depredación,
decidió ansiosa, que se iniciaba un tiempo. Nadie le dijo si sería mejor. Pero
ella lo entendió.
El, desde el remoto origen donde el zócalo del edificio de la vida
expone los tiempos, decidió zambullir sus reparos para refugiarse en la lluvia
multicolor que le devolvió el chapuzón.
La
ritualidad de la concentración le dictó que todas las puertas deben abrirse y
así comenzó a proceder, para festejar con su lengua, dentro de ella, las
fiestas de antiguas celebraciones. A medida que ella se abandonaba al placer y
disuelta en la extenuación que provoca sentirse colmada, desbordada por esa
máquina de carne y litio, multiforme, cuando quería exhalar el suspiro de la tregua,
con esa lengua propietaria de la suya en tanto, dentro, le pintaban los
paisajes de oro, los sucesos impensados...
Todo
y nada fue cierto, ella desmayó, finalmente y no pudo advertir su partida,
luego del alborozo que el estallido de un vuelo de palomas, partiendo raudas
del alfeizar de la ventana, ahogaron la voz que él registraba, para el después,
en el equipo sonoro, todavía asombrado...
“Querida...
no me busques... estoy en el aire... que respiras, en el vuelo de la alondra y
en el silencio que llega... junto con la tanda... chau...”
Angeles Charlyne