lunes, 16 de agosto de 2010

El cuadro

El camino giraba en U. Justo en la mitad de la panza estaba detenido un auto blanco. El motor en silencio. Parecía abandonado. Lo vi desde lejos. Estaba atravesado y el tránsito debía eludirlo con un poco de suerte, porque de un lado estaba la pared de la montaña y del otro el precipicio. Tres mil metros abajo, el paisaje lunar y rocoso, hacía culto del silencio. El auto era casi nuevo y los vidrios oscuros impedían ver el interior. Me fastidió el episodio, pero también la soledad del lugar y lo precario del movimiento.
Me sentí al borde de la duda, Reduje la marcha al mínimo, calculé el espacio como quien elude una cita con la verdad. El error, por leve que fuera, haría inevitable el después. Me detuve lo más próximo que pude a la pared de la montaña. Coloqué el freno de mano. Descendí. Busqué una piedra para reforzar la prevención de un deslizamiento inoportuno, como las confidencias a destinatarios violables. Desde allí el paisaje era demoledor. El azul del cielo casi un insulto. En los picos más altos de los alrededores, la nieve había depositado su blanca carga, a plazo fijo. La piedra gris imponía el respeto de la memoria testigo.
Caminé sobre la grava rumbo al vehículo. Hice pantalla con mi mano, pero el interior parecía impenetrable. Rodeé el auto. Estaba cerrado luego de comprobar que hay gente que teme hasta el silencio.
Decidí que si lograba moverlo, ya que al parecer no había nadie, aunque más no fuera un metro, podía pasar y llegar a destino. Los misteriosos designios del Señor tienen rumbos ineluctables, cuyo tránsito no siempre es el que se elige. Me rasqué la cabeza hasta dar con una piedra que, sin ser filosofal, resolvió mi compromiso. La envolví en la campera que usé de protección antes de golpear la ventanilla del lado del conductor, que estalló como una fiesta de sonidos insolentes. La lluvia de vidrios fue polvo de estrellas rumbo al polvo.
La oscuridad del interior se interrumpió con el halo de luz que llegó desde el exterior, como el haz de una linterna. Nadie en su interior salvo, en el asiento posterior, como si fuera un pasajero importante, la informe forma cubierta de un cuadro enmarcado.
¿Cómo podría ser que justo me tocara a mí? columnista de arte en un ignoto diario de provincia, tropezar con esa carga que hasta podría ser valiosa. Siempre dije que nada hay más fácil de robar que una obra de arte y por eso no es bueno hacer público estos delitos.
Destrabé la puerta trasera sin olvidar comprobar que dentro del auto todo estaba en orden. Retiré la carga y la apoyé contra la pared de la montaña. Registré los alrededores para ver que señales de vida encontraba, vinculadas con ese misterio atravesado en mi camino. Nada.
Antes de evaluar el contenido reparé que, en realidad, el auto parecía no haber sido abandonado intempestivamente. Pese a ello intenté imaginar razones, accioné los mecanismos que liberaban el baúl y el capot, para verificar la razón mecánica, si la hubiera, nada parecía afectado. Tampoco tenía ganas ni conocimientos para verificar que todo estuviera funcionando y en orden. Lo cierto es que lo único ausente era la vida humana y las llaves de contacto.
Finalmente, resignado y antes que la tarde progresara en su marcha, regresé al cuadro. Levanté la gruesa manta que lo cubría, sospecho que para protegerlo, y me quedé en estado de éxtasis. Luego palidecí. Ciertos tonos del autor eran casi idénticos a los que utilizara para explicar la técnica de Piet Mondrian el mismo que definiera: “para el hombre nuevo lo universal no es una idea confusa, sino una realidad viva que se manifiesta visible y audiblemente”. Pese al calor incipiente, una mano helada me situó en la imagen, allí estaba su. “Molino de noche” y me quise explicar lo inexplicable. Primero si era auténtico. Para eso busqué los elementos que llevaba como el cepillo de dientes, incorporado. Hice los trabajos de peritaje, sencillos para alguien que, como yo, conoce el oficio, para volver a temblar ante la certeza. Era legítimo. Retrocedí como si alguien me hubiera empujado. ¿Qué debía hacer? además de pedir ayuda o de informar en algún lugar del camino. Pero ¿y eso incluía devolver el cuadro?
La potencia de la oportunidad galopaba furiosa buscando legitimar la decisión. Me golpeé la cabeza contra la incertidumbre y la piedra.
Finalmente decidí que antes de partir y por el tiempo de luz que me quedaba, podía tratar de averiguar algo, en esa soledad sobrecogedora, donde hasta una idea parecía oírse en el tiempo. Descendí la montaña con cuidado luego de comprobar, por algunas pertenencias, que una mujer y un hombre tripularon el auto.
Me llevó un largo tiempo explorar y seguir tenues señales de marcas en la tierra, finalmente en un recodo del camino, debajo de una saliente de la montaña casi refugio natural, fuera de la vista y por supuesto del camino, dos figuras parecían arropadas en el piso, como atravesadas de frío y espanto.
Me acerqué, estaban inmóviles, parecían dormidos. No lo estaban, por lo menos el arma en las manos del hombre, hacía presagiar que el sueño era definitivo. La mujer desmadejada, por la posición, parecía haber sido alcanzada a destiempo y mal para ella que no se pudo poner a salvo. Pero ¿si no hubo lucha que ocurrió allí en realidad? Los impactos trazaron un mapa en el cuerpo de ella, por lo menos a simple vista era lo que parecía. En tanto, ¿qué había ocurrido con él? Lo volví con cuidado para comprobar que en el lugar de la cara sólo había un hueco que debió ser sanguinolento, ahora cubierto de polvo seco arrastrado por el viento que no se detiene. “Carne de viento”, pensé y el horror había borrado hasta el asombro. Las huellas de una tercera presencia, sólo eran visibles en algunas malezas destruidas, por el peso quizás excesivo. Un brillo fruto de los últimos estertores de la luz, revelaron la presencia de las llaves del auto. Las recogí, maquinalmente, sin saber que hacer, con el aturdimiento flamante de lo irresuelto.
Volví al camino, probé suerte con las llaves. El auto arrancó, lo hice deslizar lo más próximo a la pared, para facilitar el paso. Lo detuve. Descendí. Busqué en mi propio vehículo el paño que usaba para sacar brillo, repasar el parabrisas o secarme las manos, según fuera necesario. Repasé todas las superficies que había tocado y recién allí caí en la cuenta que estaba cubriendo mis huellas, agoté el tiempo posible antes que la lengua negra de la noche, hiciera la mueca en el cielo y proseguí el descenso.
No pensaba, como si las respuestas fueran a llegar desde fuera. De reojo y por el espejo retrovisor comprobé con satisfacción que “el molino...” desde el asiento trasero, vigilaba el camino rumbo a mi fortuna, porque ese cuadro valía una fortuna y yo conocía lo suficiente como para dar y obtener el mejor precio de las ambiciones privadas, en las colecciones privadas, casi tanto como las curiosidades privadas, que para estas situaciones dominan todos los tonos de la discreción. Me asusté de mi y la transformación, pero no retrocedí un milímetro. Por lo menos alguien decidía por mí y creo que sin excluir que al llegar al valle, el camino se bifurcaba y elegí el de la izquierda, sin conocerlo.
Ya era inevitable llevar de techo los tonos oscuros y las estrellas guiñando, en tanto el frío descendía de las cumbres, para aplastar los tiempos. Cuando la naturaleza dicta, uno copia, aprendí en el peregrinar montañoso. Me pareció que al fondo de la ruta ahora espectral con los primeros tonos de la luna, sobre una de las márgenes, la sombra de una edificación, oscurecía el futuro, no era demasiado lejos del reciente paisaje sangriento, ni siquiera de la carga valiosa que llevaba. Al aproximarme y mejorar la percepción, me estremecí y un frío extraño que no llegaba precisamente del clima, me caló por dentro. Apagué las luces, paralelas a la edificación, estacioné silenciosamente y descendí empujado por una mano invisible. Antes de salir volví la cabeza. La manta que cubría el cuadro, se había deslizado y la tela, estaba en blanco. No tuve espacio para el asombro, alcé la vista para comprobar que la presunción era cierta y "el molino...” estaba frente a mí, tan oscuro como en el cuadro y tan hospitalario como un dedo acusador. Una lenta fatiga descendió sobre mi voluntad y caminé arrastrando los pies hasta la entrada. La puerta se abrió tan silenciosamente como la comprensión; cuando la traspuse, el animal se me vino encima.


Angeles Charlyne
Texto incluido en Antología Nueva Literatura Argentina 2005
Editorial DE LOS CUATRO VIENTOS

2 comentarios:

  1. Uau... me he sentido en el relato y desde luego que el final sorprende por inesperado, y muy bien armado todo el relato.¡¡¡felicidades amiga!!!

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  2. Exelente relato! Cautivante y misterioso.
    Te deseo grandes éxitos con tu blog!!!
    Un cariño
    Virginia Palomeque

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