miércoles, 27 de febrero de 2013

La aldea blanca


Renata era negra, la única en la aldea blanca habitada por blancos.
La única que nunca cerró la puerta de su casa.
Los había visto deslizarse a lo largo de sus vidas, lentos como caracoles distraídos. Nunca más habían nacido niños, desde la tarde que el monje negro se marchó, despedido a pedradas por todas las mujeres, quienes lo acusaban de haber anunciado el niño muerto que perdió Roberta.
Renata, negra, pagana y soberbia, era la única que no había envejecido en ese lugar que parecía haber sido abandonado por Dios.
Miró una vez más por la ventana que da al jardín donde las flores se habían marchitado, como toda la vegetación del valle.
La esterilidad se había establecido para quedarse. Su propósito estaba logrado. Los árboles secos parecían agitarse sólo en días de tormenta, como pidiendo auxilio.
Resistía por quienes no habían podido hacerlo. No sabía muy bien que resistía. Sólo que, mirándose al espejo, comprobaba que su tiempo se había detenido.
Cada día notaba que era una herida abierta en la vida de los otros, quienes sangraban y disecaban con el tiempo, arrastrando sus osamentas, como el maleficio nunca proferido.
Renata no sospechaba, ni por asomo, cual era la razón de su eterna juventud.
Ella era negra, la única en esa aldea blanca habitada por blancos, casi transparentes después de ser carcomidos por una eterna tristeza que empezó por robarle los sueños y los deseos.
Los ex niños que envejecieron sin crecer, nunca habían podido jugar y Renata trataba de rescatarlos, pero sin éxito. Habían desconocido el interés y por lo tanto las etapas se cumplieron todas en una. Nadie sabía ya quien era adulto y quien no. Todos parecían iguales.
Renata iba al río, lavaba su ropa y se quedaba, luego, adivinando los movimientos de la corriente, como intentando descifrar el devenir del futuro.
En realidad no pensaba desde la reflexión, sino que buceaba en su interior desorientada sobre las diferencias que nadie podía explicar.
Roberta después del nacimiento perdido, se quedó sentada a la puerta de su casa y nunca más volvió a entrar en ella. El tiempo, asociado con la detención, nunca más le dio paso a las estaciones. Había quedado oscilando en un otoño templado, desmañado, de cielo sucio, con un sol remiso a la hora de disolver nubes.
El resto de las mujeres que apedrearon al monje negro emigraron al bosque buscando una huella inexistente y dando vueltas en círculo, sin detenerse jamás. No había humo en las chimeneas de las casas y Renata no sabía si los blancos se alimentaban. Nadie hablaba, por supuesto ella no sería una excepción.
El polvo que sólo el viento movía se depositaba para formar capas superpuestas que daban, como las eras glaciares, el espesor de las etapas que se acumulaban, como las esperanzas de la humanidad por un destino mejor.
Una mañana, que para ella era de mañana, decidió subir al monte. El paisaje, a sus pies era sobrecogedor. Una serpiente de tierra que zigzagueaba en el espacio rumbo a la nada. Se sentó dispuesta a esperar algo que no sabía muy bien que era. Miró al cielo y ni siquiera hubo un celeste cierto que le diera respuestas.
Finalmente, un punto oscuro en el límite del horizonte, le advirtió que algo, por fin, se movía. Calculó que disponía del tiempo del mundo hasta que llegara hasta ella. Decidió que no debía moverse y que era la única oportunidad. ¿De qué? No se lo pudo responder.
Las horas se deslizaron tenues aunque el cielo siempre estaba igual.
Renata sabía que el reloj celeste nunca se había detenido.
El jinete que desaparecía en las depresiones del sendero, quedó el último segundo oculto a su mirada. Cuando emergió le pareció comprender que había una cuenta que saldar. El monje negro se detuvo exactamente en el lugar donde ella, oculta por la piedra, quería saber.
El monje negro se quitó el hábito sin prestarle atención, ella supo que debía hacer lo mismo. El, todavía de espaldas se volvió para poseerla. La cuenta astral de la vida detenida fue cobrada con la morosidad que la naturaleza exigía. Ninguno de los dos se dijo palabra, el tiempo de la soldadura espacial, se llevó todas las brumas. El cielo se limpió, repentinamente y el sol se dejó ver. Sus cuerpos relucientes, brillaban en las contorsiones.
Poco a poco la vegetación reverdeció. Las primeras flores de los primeros jazmines del país, aromaban el valle  y sus efluvios llegaban a la gente que empezaba a aspirar. Los colores reaparecían gradualmente, al ritmo de la ceremonia ritual de la carne.
Cuando los dos sintieron que se había sellado una herida, resonó en el valle, el primer berrido. Roberta había dado a luz, la sombra del sueño extraviado.
Renata cerró la puerta de su casa, había cumplido.


Angeles Charlyne

De “La puerta que…”


Relato publicado por  Asociación Amalgama de la Artes
Rota, Cádiz (España)
Revista Literaria Cultural “AMALGAMA”/ ejemplar Nº 15
Correspondiente al período Diciembre 2007/ Junio2008-

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