martes, 15 de marzo de 2011

Desde cerca... el otoño


El viento castigaba, arremolinando hojas perdidas por los árboles en su vana resistencia.
El lugar se alzaba en medio del sendero que bifurcaba más adelante; el piso de tierra roja apelmazada, lucía como un terciopelo, doblegado por el paso del tiempo y la gente. Más adelante, los tonos mutaban amarillos y dolientes, a medida que se alejaban, claros indicios de un otoño desatado, próximo a rebelarse.
Las cabezas gachas prolongaban el ánimo tendido por las plantas que, como los de la gente, pugnaban por erguirse desafiantes, para librar la penúltima batalla contra la inminencia de la muerte.
El señor de gris, oscuro y triste como esa mañana, seguía -escoba en mano- concentrado en su tarea, vitalicio a la señal del desajuste. Como todos los días barría esas señales, menuda tarea la de espantar miserias, para dar paso a otras decadencias.
El cesto recibió la palada crujiente, burlando verdes y pasados. Los restos ocres y desnudos, se agolparon junto a otros pasajeros de la inutilidad.
Adelina tejía inviernos, sentada en el mismo banco de siempre. Cauce abajo, la gran bufanda destinada a su nieto, se extendía tan larga como la medida de los olvidos; se quejaba y arrastraba polvo herido de ausencias.
“Tono” conversaba con su compañero de pieza, seguramente contándole historias sobre una Italia propia y ya perdida, su llegada al país que nunca más sería el mismo.
La anciana del vestido a lunares y mantilla al crochet, protegía su cabeza con una sombrilla rayada, cuidando que la ráfaga de aire fresco, no despeinara su larga cabellera blanca y rala.
Don Marcos trataba de leer el diario, observando el giro impertinente de las páginas, claudicando quietud, pero resignadas al vuelo, para él una burla demorada en el punto de la comprensión.
Tuve la sensación que el sauce lloraba desaires y que sus afiladas ramas reverenciando el suelo, chúcaras buscando orgullos, desprendía otra amarga despedida.
Los amarillos de la estación ocupaban espacios vacíos, preparando inviernos finales, mientras que mi alma flameaba roja, sacudida y vulnerable, una esperanza de goma en medio del mar, capaz de tragarlo todo, para volver a transitar la historia.
El césped recogía pisadas y desamparo. Los transeúntes del lugar caminaban, bajando la dolorida y descolorida mirada, hasta internarla en lo profundo de sus raíces, hurgando en la memoria, una cuchillada desenterrando recuerdos.
El gato, propietario de alturas, maullaba trepado a los techos. Un sonido lastimero y cercano, que iba desapareciendo camino a nuevos y misteriosos horizontes, que nadie adivinaba, imaginaba o simplemente deseaba.
Me busqué en el cielo para encontrarme, aunque más no fuera retazos que quedaran, pero no me encontré ya que me había ido de ahí hace tiempo, según el maestro felino.
Las nubes aparecidas como llegadas de una postal nevada, me volvieron a confundir. Era en otro espejo donde hoy me miraba. Es cierto que hay paisajes ignorados si uno no distingue los pasajes.
Regresado al devastado jardín donde formaban fila mis compañeros, listos y aguardando,
me llegué hasta ellos para contarles, advertirles, señalarles, transmitirles. Parecían dispuestos a escuchar. Todos miraron hacia arriba, intentando divisar la silueta del animal maestro que había regresado dando ordenes.
La escalera de madera azul, se hallaba repleta de flores blancas y celestes, que enmarcaban, engalanando, las barandas y desprendiendo extraños y bellos aromas. Una escalera al cielo y a la intemperie del relevo, trepar peldaños hacia la libertad.
Mi primo José se quejó por la espera, sus ochenta y cinco años tenían prisa; todo le resultaba tedioso, hasta la respiración agitada por los plazos invisibles. La cama rota, recostada contra la pared, se había cansado de soportar ciento diez kilos de diabetes y la hostilidad de la desesperanza que los rodeaba.
Maruca, mi vecina, temblaba fría y pálida, sujeta al respirador, pero dispuesta. No había nadie más para correr la sabana del final y extender la mortaja del adiós. Estábamos tan solos y abandonados que hasta soñar, resultaba insoportable.
Nuestros amigos habían desaparecido. La presencia de parientes había dejado de existir, ni hablar de las visitas. Los médicos habían fugado cuando descubrieron el túnel gris que conectaba a un mundo placentero.
Nunca olvidaré el día que la enfermera Taborda vino a verme para alcanzarme el medicamento que, rigurosamente, debía suministrarme, por orden explícita del doctor Giménez.
El comprimido misteriosamente estaba tibio como sus manos. Aquel día fue el último que la vi. Me dijeron que diversos problemas, achaques, gordura y años, la habían vencido y la vida se había tornado difícil de sobrellevar, por eso decidió emprender viaje... “un viaje desestresante” se rumoreó, pero sospeché que había seguido el mismo camino.
Yo sentía afecto por la gorda Taborda, me hacía acordar a mi tía Lola. Tenía ojos claros y grandes como ella y las pocas veces que se enojaba fruncía el ceño, dejando ver unos bellos y simpáticos hoyuelos, estacionados a ambos lados de la mejilla.
“La gorda” era alegre, un canto a la vida. Yo decía que no era para este mundo o mejor dicho... no era de este mundo. Supe más tarde que no me había equivocado.
Cuando se acercaba envuelta en su camisola blanca, parecía lista para remontar vuelo, pero ¡claro! era importante su contextura, como para lograr que el milagro se produjera.
Taborda cerró el puño y me dijo -Cuando decidas, tómala, ni un minuto antes ni uno después.
Y así lo hice. Ahora he vuelto para ayudar a los que quedan... sobre todo ahora, que Angélica mi mujer, también se ha ido.
“Quiero probar que se siente cuando el gato de la noche ceda paso al alma”. Banda en fuga.
“Yo quiero ser quién ronronee, lustrando la oscuridad para aclarar pesadillas”. “Y quiero estar sentado en las nubes, blanqueando dudas”, me dije.
Otro gato de relevo surgió para escalar los techos del nuevo geriátrico. Los ancianos recientes, seguían llegando para ocupar el lugar del desperdicio, los asientos de la decadencia.
El maestro, de ojos rasgados que ven en la oscuridad, -“quiero creer que lo sea”- , silbó un agudo maullido para estrenar la torre de mando y volví a presentarme, como un viejo soldado de la causa desconocida para alumbrar, aliviando pesares, en el camino del otoño.


Angeles Charlyne

miércoles, 2 de marzo de 2011

Frutas para Eva

El paisaje de la locura, gris como la fachada del edificio, se mostraba demoledor.
Desde el auto, las cucarachas de Kafka eran sombras proyectadas por los árboles, que pendulaban y la metamorfosis que, merodeaba todo, -mientras lo estacionaba- decía presente.
No pude esquivarlo. Mis ojos lo recorrían como si fuera la primera vez.
No sé por qué la melancolía me jugó una mala pasada, y juzgó cosquilleos en el alma, dando aviso al hombre que no podía permitirse ciertas emociones.
El desmesurado encuentro con las formas, antes nunca reparadas me sobresaltó, aunque sé que debo tener claro que, a expertos del oficio como yo, el impacto de la razón no debe doblegarlos, mucho menos confundirlos, pero sucedió el segundo que duró la huida de la observación.
El velo de la noche, misterioso cómplice de sombras, albergaba en su estructura maciza de cemento, otras sombras, viejas conocidas que, erráticas, cuando la oscuridad descendía, vagaban por los corredores, un cortejo de figuras perdidas de la nada.
Tomé el delantal blanco, lo coloqué sobre el brazo, mi perchero de carne, para tratar de que llegara impecable.
Era viernes y para colmo, primer día de guardia.
Desde la planta alta, se escuchaba un bullicio que se me antojó ominoso.
-¿Dónde está la vigilancia? -me pregunté- justo en el momento en que mi ropa se bañaba de rojo; un jugo venido del cielo.
Otra vez mi mirada volvió a trepar, para tratar de encontrarme con la línea de luz que se apagaba, ocultando al culpable, una ascensión prescindible.
-“La Eva”, así le dicen... ¡debe haber sido ella!, siempre anda con su bandeja de cerezas, surtida y surtiendo. ¡No se salva nadie! -dijo Ramón el sereno -; todas las noches tiene la misma costumbre, se pasea sin ropas por los salones, comiendo esas frutas; cuando algo la excita, las lanza desde el tercer piso, a manera de provocación ¿vio? y siempre se gana respuestas. Bueno, no lo entretengo más, otra vez le sigo contando. ¡Pase por favor! se le hará tarde para marcar la tarjeta -finalizó el hombre de delantal gris.
La pálida y delgada figura del “pelado”, apoyado contra la pared del corredor, me detuvo para pedirme un cigarrillo, tuve que explicarle, que no fumaba.
El hombre, desconfiado, hurgó los bolsillos de mi chaqueta desabrochada, hasta hacer caer la lapicera Parker.
Me preguntó si era una nueva marca de puchos; sin esperar respuesta se la puso en la boca ajada y pitó con fuerza, hasta desistir, arrojándola furioso al piso
–¡Esto es una porquería!, ustedes los “tordos”, no saben con qué darse, ¡miré... mire! ... me manché todo de azul -dijo- dándole una patada, hasta hacerla rodar debajo de uno de los bancos
La luz fluorescente del tubo, brillaba por su ausencia... como la razón.
Me agaché, puteando mentalmente para buscarla, tanteando, ansioso por recuperarla.
“Una Parker es una Parker, ¡carajo!” -furioso recalqué
Un jadeo extraño, a mis espaldas, me hizo incorporar de inmediato.
El susurro estaba tan cerca que el aliento me empañó el oído y me resistí a volverme.
Una mujer emergió desde la penumbra, pegándose a mi cuerpo.
El vello ensortijado de mi brazo izquierdo se erizó; un gato asediado por el desconcierto la duda y el temor ante otra especie.
La vi desnuda, tentadora y roja como la fruta que aprisionaba con el pulgar y el índice, para llevarse a la boca.
La fuente, desmesuradamente llena, impactaba. Una sinfonía de belleza y aroma.
Un racimo colorido y jugoso. Una proyección de sus ojos de mirada sugerente.
Ella, de melena corta y negra, más frutal y convocante, era un manjar que derribaba límites, aplastando rojos contra mi pecho descubierto.
De a poco, el humano depredador se fue internando bajo mis ropas, que me fueron arrancadas ferozmente, para caer sobre el piso acerado y gastado del lugar.
Antes de sellarme la boca y en el aliento previo dijo “soy Eva no lo olvides”
Estaba instalada sobre la carne expectante de este Adán; mordiendo vorazmente mi cuello hasta penetrar los huecos húmedos de las axilas y lograr tibios espasmos.
Estaba tensado al límite y el descontrol golpeaba la puerta; cada región de mi cuerpo fue presa fácil del contacto que la lengua hábil, generosa y complaciente, proporcionaba, dosificaba, llevándome al deliro.
Todo yo, fui un irreconocible animal, estremecido y estatua, esclavo de sus instintos.
Me sacudíó el ruido estrepitoso de la bocina del auto. Mis brazos amurados sobre el volante, estaban en cruz.
Me había quedado dormido, dejando velada, por desgracia, la fantasiosa película de un sueño, justo antes de llegar a mi nuevo destino.
Un hombre vestido de uniforme gris, se acercó diciendo:
-Soy Ramón, el sereno apúrese ¿usted es el nuevo médico psiquiatra... no ...?
¿Sabe?...-continuó diciendo- hay una interna que está más que “chapita”. Se llama Eva... ¡prepárese! ... porque tiene por costumbre desnudarse y ahora está a los gritos... pidiendo frambuesas...


Angeles Charlyne

De: Ironía erótica