domingo, 22 de mayo de 2011

Perros azules

Manipulación genética III
T/M
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El galgo -esculpido en bronce-, se erguía sobre los techos altos del castillo. Una muestra de poderío que imponía limites y marcaba territorios. Sólo algunos habitantes podían traducir la sensación, puesto que para todos era único en su especie. Sus propietarios los Ibañez Calderón, gente de alcurnia, irreprochable linaje y misteriosas leyendas, habían cruzado, obsesivos, buscando la experiencia tonal con otros, hasta lograr una raza capaz de provocar curiosidad y espanto.
Arturo Ibañez Calderón -único y último descendiente-, todos los días cuando caía la tarde, se enfundaba en su largo sobretodo negro, casi un presagio, calaba el sombrero tejano y salía a pasearse por las calles del pueblo, acompañado del último cruce, un galgo pero azul. Nadie se atrevía a acercársele ni a enfrentarlo ya que provocaba temor a algunos lugareños que no conocían sucesos y el temor es hijo de lo desconocido. No les quedaban claros los comentarios, las historias y mucho menos las histerias. Tampoco se animaron a traspasar la frondosa arboleda, donde pacían otras figuras dispersas, en un orden invisible para el conocimiento ajeno y que separaba la verja principal de los intrusos, en esos jardines del paraíso privado, donde verlo crecer, era derivar hasta un estandarte de guerra.
Contaba la gente, "que las bestias allí inmóviles, por las noches salían del letargo y bajaban para adueñarse de las almas". La luna llena, esa tarde noche, se expandía abierta y luminosa por el firmamento. Libre, una mujer desinhibida vagaba por el cielo, desnuda y sensual, como la otra, que visitaba los pensamientos de Arturo, "ella es carne de perros" le escuchó decir a Rudesindo, su sirviente, casi tan anciano como él, aunque no hiciera comentarios.
La madre de Arturo había criado a Rudesindo como si fuera otro hijo propio, encomendándole al de sus entrañas que, cuando faltara, no se apartara de él para poder cuidarlo, ya que le habían diagnosticado una rara enfermedad, originada en la lejana aldea donde lo encontró desangrado, sediento, hambriento, succionando vísceras y comiendo coágulos casi resecos de un animal."El hombre, para ese entonces niño, pudo sobrevivir a los ataques de unas extrañas alimañas -decían-, que se dieron cita para acabar con todos los habitantes del lugar. Rudesindo, por una desconocida razón pudo salvarse", contaba Eriberto, hombre conocedor de viejas y extrañas leyendas.
Arturo, quiso hurgar en el secreto de su hermanastro, para parecérsele; lo envidiaba por lo que no sabía y su reconocida valentía, pero su madre le resultó infranqueable, no le permitió conocer dato alguno, llevándoselo a la tumba. Luego, con el tiempo, un tío, le prestó zozobras, hablándole del pacto realizado por Rudesindo, con sangre y esperma, ante unas bestias, que habían vivido en el año seiscientos y llegaron para asolar, coincidiendo con Eriberto.
Muerta la madre, Arturo heredó sus bienes, desobedeciendo el pedido. Resentido por la resistencia a su confesión y otras diferencias invisibles, más la avaricia, sometió a su casi hermano a crueles golpizas, aplicándole todo tipo de castigos y la esclavitud; la pasividad de Rudesindo, lo exasperaba y diabolizó la sospecha de experimentar la búsqueda del descubrimiento, con la silenciosa y estoica domesticidad del otro, hasta llevarlo al fuego, impregnándolo junto a otros metales, buscando obtener el camino de la mutación, bruñendo su cuerpo para llegar al oro. Después, luego de lograr la forma imaginada, sin que nadie notara su ausencia, hizo desaparecer todo rastro humano, para exhibirlo como esfinge en la cúpula del castillo. Otros latidos se escucharon, reclamando, pero esta era otra vida a resolver.
La vieja Hermelinda tiró el mazo de naipes -legado de su tatarabuela-, cacique de una tribu salvaje, que ejercía el poder de las medicinas mágicas, que alivian o cargan el espíritu
-según el caso-. Ansiosa, suspiró, esperando el resultado antes que el destino tendiera la red y diera el veredicto.
Ana, su joven visitante sentada frente a ella, con aire temeroso por el devenir, se frotaba las manos, tratando de eliminar la humedad de sus palmas.
La bruja miró la primera carta. La figura crucial -en ese mazo- era una montaña revuelta y estrujada por el río rojo, la dejó sin aliento. Recorrió las siguientes, para esperanzar un panorama alentador, pero la montaña roja se cubrió de imprevistas nubes, tan pesarosas y frías, que desmantelaron, en segundos, toda expectativa. Un aire gris, llegado de la cima, volcó la pila de cartas tomando formas de un camino de flores negras y mustias, un presagio que disipó el resto de las dudas. La bruja se persignó invocando a su dios, para que aplacara tanta calamidad a la vista. El dios no llegó, dejando a la sorpresa pegada a la mesa, como un escupitajo contra el piso.
Ana abrió grandes los ojos, retirando su cuerpo que se había adherido a la mesa, violentamente, ante la revelación. Los golpes en la puerta de entrada apartaron a las mujeres de la fascinación y el abismo, un regreso a la superficie.
La dueña de casa se levantó para ver de quien se trataba La niebla, afuera, tendía cortinas que cerraban espacios. Se colocó las gafas que sostenían sus manos temblorosas, para vislumbrar la silueta negra, que se aproximaba, envuelta en la veladura reinante. El galgo azul, asido por una correa, lamía la bota manga del hombre; luego, babeando, se echó a su costado aceptando ser domesticado, tras el latigazo que dejó lugar al ladrido.
-Busco a Ana- dijo el hombre, retirando el sombrero, que dejó al descubierto una cabeza cana. Los ojos perlados de Arturo brillaron como diamantes, ante la luz, en medio de la oscuridad y el deseo.
-¿Para qué la busca? -preguntó la maga.
-Quiero hacerla mi mujer -anunció él.
Hermelinda se sostuvo del marco y sorprendida acusó, -¡Sí podría ser su hija!... ¿cómo dice eso?
-Lo que escucha señora, me la llevaré -dijo, apartando a la vieja hacia un costado y tomando por la fuerza a la joven mujer.
Ana, tenía veinte años, era menuda, de ojos oscuros y piel aceitunada. Se la veía fuerte a pesar de su fragilidad, luchaba para liberarse del hombre que la arrastraba, tomándola por los cabellos.
Caminaron como borrachos, enderezando senderos, dirigiéndose al castillo. Los lugareños, circunstanciales testigos en las sombras, observaron como las tres figuras se alejaban, trasmutadas, una sinfonía de azules en cuatro patas, recorriendo caminos polvorientos; azules, radiantes, ladrando, mordiendo y devorando los zócalos de la noche.

Angeles Charlyne

Manipulación genética IV
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