martes, 28 de diciembre de 2010

Sorpresas en la noche



Después de la lluvia se fue desgarrando la noche, lloraban los verdes como estrellas prendidas de los árboles.
Todo parecía morir bajo el aguacero.
Los faroles de la calle titilaban despiertos de horror.
Desde la ventana del hotel los autos se veían estúpidas patrañas al garete.
No supe que hacer con tanta oscuridad que, adentro, parecía más grave.
Me vestí, protegiéndome con el gabán que llevaba en mi maleta y bajé las escaleras.
La luz se había cortado y el ascensor se había detenido por muerte repentina.
Una mujer de negro me cruzó el paso, cuando la acera se abrió amplia y húmeda.
No llevaba paraguas, era todo río, de la cabeza a los pies; gato negro acurrucado en el portal de las sombras, erizado y en acecho, desplegaba morosos movimientos convocando supersticiones.
La figura atrevida se desplazaba lánguida y sensual
Su cabello largo descendía liso, lacio, irremediable, buscando la cintura.
El vestido se adhería al envoltorio del preciado, fragante y lujoso estuche.
La perseguí, obsesivo; un perro al acecho dispuesto a cazarla.
Ella no me miró; su perfil erguido era guiado por la nariz altiva y soberbia, que seguía apuntando al frente, todo un canto a la indiferencia.
Le gruñí un par de guasadas; inmutable, como la lluvia, no cedió; demasiada agua que no podía con el fuego.
Giramos, como trompos, sobre la ochava hasta tropezarnos otro hotel, un guiño de luz en la tormenta, “debe ser el suyo”, -pensé-
Decidido a entrar, la tomé del brazo, para obligarla a que me mirara. Lo hizo, derramando la mirada de sus enormes ojos azules y por primera vez sonrió, aceptando, luego de mecer la cabeza; el bing bang afirmativo.
Urgentes, a dúo, llamamos al ascensor, rastreando el sexto piso; ascenso a un cielo privado.
El palier del lujoso apartamento se extendió, generoso, una cinta silenciosa con forma de afelpada alfombra.
La llave giró en la cerradura de esa puerta maciza y veteada, que se abrió, hospitalaria.
El recibidor mantenía temperaturas necesarias para noches indomables, como esta.
Colgué el saco, empapado, en el perchero centinela que descansaba detrás de la puerta.
Ella desapareció, supuse a buscar un trago salvador que atizara carbones preventivos.
Me senté a esperarla en el mullido sillón de pana azul, casi pausa contra el cielo.
El retrato del hombre, sobre la mesa enana de roble, llamó mi atención. Lo tomé cuidando no ser visto.
Joven y apuesto llegaba, desde la imagen, con el cabello rigurosamente estirado hacia atrás, seguramente sujeto en la nuca, una forma de poner orden con la cara.
Su rostro anguloso, era de una extraña y perturbadora belleza.
Se me desvaneció de las manos, a tiempo, cuando ella regresó, irrumpiendo en el instante revelador.
La mujer, como ave urbana de la oscuridad, se acercó, con ojos crecientes, casi desenfundados para observar y la boca glotona, entreabierta, dispuesta a quedarse con todo.
Su perfume estaba sellado a ella, como un escrito sobre la piel visible. Un graffiti exultante, sobre la pared inmaculadamente blanca.
Sus pechos asomaban firmes; la pollera seguía presa del encanto y el canto del cisne.
“Seguro que va a saltar la espoleta del deseo y morderemos la mejor granada” -pensé-
La noche agonizaba y yo también, preso en su cárcel con rejas de carne.
La besé y seguí lamiendo su cuello, paseando por sus pezones para llegar al ombligo, creado con la sabiduría de un artesano.
Decidido, me dispuse a continuar el viaje hacia el sur, en llamas, para quemar las mejores naves sin estrenar, que suelen ser las fantasías improbables
La mano de ella se interpuso, interrumpiendo la marcha.
Pareció sobresaltada, impaciente como si se tratara de su primera vez.
Me abalancé, león hambriento, buscando derribarla.
La arrojé con violencia sobre la mesa de vidrio, comprobando que se acoplaba a la superficie, con la armonía que emergía desde la repetición.
De un tirón le arranqué la ropa.
El paisaje era prometedor y de matices soterrados, como el tiempo que afuera cambiaba lluvia por espanto.
De ojos cerrados, la autopista del placer, que exploraba como un ciego en la maleza, me tropezó con un trémulo escollo, que se agitaba en el ojo del huracán.
La sorpresa, abochornada, caída, se dejó ver, minúscula, flácida entre las piernas, en el mismo instante que le escuché decir -con voz melodiosamente ronca- “Me llamo Raúl, no me diste lugar para que explicara...”


Angeles Charlyne

De la serie “Ironía erótica”

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