jueves, 2 de diciembre de 2010

Apocalipsis


“2012 el resurgir”
Acrílico



El día amaneció bajo un cielo metálico, plomizo, acerado. Pensé que no podía ser de otra manera, si esa misma mañana lloverían bombas. Es posible que el fuego, luego, purificara el escenario. Las pobres gentes del pueblo no lo sabían. Tampoco tenían porque saberlo. Yo no tenía ganas de contarlo y, menos, de enfrentar miradas interrogantes.
Las calles a esta hora incierta, donde los grises dominan el futuro, estaban desiertas. ¿Qué otra cosa se podría esperar? En esa estación oscura, donde la parada del tiempo llegaba habitada de la morosidad propia de la ausencia de apuros, era la temprana resignación de la nada, llamando, el 2.012 se aproximaba.
Miré hacia el este -de allí vendría el miedo- profetizó alguien -hace tiempo-, teórico, de la calamidad. El este me mostraba que el oeste era el Atlántico si yo aceptaba que él, era Pacífico. Vacilé. De pacífico no podía presumir, menos ante el incendio y las vísperas.
Al final de la calle ancha, un perro, sigiloso, olfateó desconfiado el tiempo de descuento que, sospecho, intuyó se avecinaba. Se hizo amigo del cardal que comenzó a deambular insomne, aprovechando el silencio y el espacio. Me pareció casi una atención, atender a ese penúltimo descanso. Pude liar un cigarrillo, seguro de disfrutar la privacidad, posible en la locura.
Pensé en las mentiras acumuladas, que yacían latentes, tras las paredes del edificio donde las autoridades, seguramente, debatían mentiras que explicarían, a la historia y al futuro la parte conveniente de las decisiones inconclusas, insuficientes, inconvenientes, pero necesarias, para justificar lo injustificable.
Me encogí de hombros, sin sumar indiferencias, eran peores las de los otros, que contribuyeron con su desidia a la calamidad pública. La impiadosa realidad disfrazada de políticas y de ideologías. La asquerosa vocación por la simulación. Los intereses son permanentes. Las ideologías van y vienen, afirmó una vez un hombre ilustre, que se vanagloriaba de no haber escrito una línea, para explicarse; para lo que hay que ver!, solía justificarse y desdeñar la humanidad. En fin, era el manso discurrir de lo inexorable, la antesala de momentos finales… la revelación!
En el aire, un pájaro curioso, dibujó el círculo perfecto de lo insondable, como tratándose del rítmico pasaje de la intromisión. El vuelo parecía reconocer o registrar para siempre aquello, que yo, sospechaba, detectaba desde arriba. La mañana rauda, avanzaba insolente, para tomar posesión de sus dominios, que la gente suele creer propios.
Casi resignado cedió lugar al viento, que parecía predecir. Las pequeñas historias que habitan leyendas de la gente, se escriben por abajo, donde suele estar la verdad, como anticipa el oráculo, a veces… a destiempo, como es lógico. La prudencia es hija de la razón. Pero no vive en este pueblo. Hay cierto aire de indefensión o resignación improbable (nadie sabía que iba a ocurrir salvo yo). Muchas veces tuve que aceptar que esta actitud, colectiva, pasiva, suicida, imprudente, debía cambiar, como el curso del agua que baja en los ríos de montaña. Sin embargo la historia, que siempre escriben los vencedores, custodia el rumbo de la humanidad, creo que sin saber por qué. Claro que, los intereses, siempre saben muy bien por qué.
Las primeras ventanas que se abrieron, casi como al unísono, eran una formación galáctica en la tierra. Titilaban y flameaban los postigos reclamando espacios, ignorando ¿deliberadamente? que ese día no era uno más. La mutilación de los sueños suele ser el peor de los crímenes, pero estabamos en tiempos de vísperas y estos, seguramente, no figurarían en ninguna antología.
Los habitantes del pueblo, propietarios de la indiferencia parecían estirar las piernas de la inmortalidad.
Los comercios abrían sus puertas, como si nada, claro tampoco sabían y mi locura era progresiva, porque asociaba lo imposible. Los chicos salieron, como siempre, rumbo a la escuela. Las madres, diligentes o preocupadas por el que dirán las otras, reprendían como siempre y formaban la cola de la comunicación que se hace en cada puerta de colegio que se precie.
Los micros se alineaban respetuosos para portar la valiosa carga. Claro que, no parecía serlo en virtud de aquello que los llevaba hasta la encrucijada. Los movimientos morosos desperazaban y el concierto popular de la última sinfonía que se interpreta sin que las partituras se conozcan, estaba sonando en el silencio profundo del momento previo.
Empecé a sentir agobios inesperados. Pero las cartas estaban echadas y ese casino de la vida estaba por cerrar.
El rumor del este, en el aire, parecía inaudible, a punto tal que nadie pareció advertirlo. El cielo se ennegreció más de lo aconsejable, desde donde yo miraba. Me sobrecogió la pantalla gris metálica de los aviones y aquí, abajo, en la tierra, la supina indiferencia de quienes debutarían en el cataclismo.
El descenso ordenado, un ballet de hierro deslizándose en el viento, sólo tuvo un espectador, yo.
Me sentí, supremo, deshacedor de absurdos ante el principio del fin.
La oleada, como cuando se quiere cabalgar la marejada, onduló antes de abrir sus vientres llenos de mensajes… “Bienvenidos!”,
“El mundo quedará limpio”” “La tierra agradecida” “Los buenos se quedan… los malos se van…”
La manera de saldar deudas tenía la perfección de una firma… la mía. Cerré los ojos… el universo se iba oscureciendo, pero yo veía la luz.
El Apocalipsis había llegado.


Angeles Charlyne



“Apocalipsis I”
T/m






"Apocalipsis II"
T/m

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