jueves, 9 de septiembre de 2010

El trueno naranja

No es fácil acostumbrarse al tono profundo del trueno. Marian había comprobado, en distintas geografías que la historia ofrece, que el hecho nunca se repite. Tal vez la majestuosidad, ahora, encaramada al promontorio, vigilaba el valle donde la luna parecía haber reproducido un pálido perfil de un espejo plano. Había notado que desde el lado de la montaña, el rumor crecía como un desenfrenado galope que llegaba en busca de algo que no se podía precisar. No se equivocaba, pensó, cuando decía rumor, porque su sangre se agitaba a medida que él llegaba para perderse. Una sensación de posesión y plenitud salvaje, que la sometía indefectiblemente.
Su mente vagaba articulando estremecimientos probables y aceptando la derrota infligida por los otros.
El cielo mutaba al gris acero y en esa zona desolada, donde la desolación es algo más que una reiteración, la gradualidad de la imponencia, empequeñecía al ser humano, sólo con presencia. Una ráfaga cruzó y arrastró, en su proximidad, guijarros y un rollo de pasto proveniente de la nada sin procedencia, mucho menos, de la forma de ser rollo, como si alguien hubiera denegado autoría de ese prolijo alijo que navegaba a la deriva, como sus sentimientos.
Eso sí, sintió que debía preservarse de alguna manera y aceptar la soledad elegida. Segura, eso sí estaba, de que nunca hallaría palabras suficientes, para contar el momento.
Trató, infructuosamente, que su mirada abarcara lo imposible. El espacio es sensación de infinitud que se prolonga más allá de la voluntad y nadie resigna, tratando de descifrar. Allí los grises pueden volverse azules y las matas, ser espejismos tropicales, tan sólo con agitarse. “Quiero quedarme a morir la eternidad “-se prometió con la grandilocuencia con que las personas tratan de limitar la desmesura.
¿Cómo es posible si aquí nunca llueve? -la pregunta imposible tenía respuestas imposibles-. Nada y todo naufragan frente a lo superior. Caudalosa, su imaginación creó un río lila, capaz de trasladar todas las razones que habían condicionado su existencia. No fue fácil. Siempre vivió tiempos tormentosos, por lo menos desde que su memoria probable aceptaba. Todavía guardaba tibiezas del último cuerpo que tuvo a su disposición, para creer que era posible disolverse en los sentidos, supo que, otra vez, esa asignatura estaba pendiente.
Le pareció que una neblina rebelde, como el papel desnudo se vestía de palabras. También se dijo que una estrecha alfombra para el pie involuntario del tiempo, se tendía frente a ella. “El silencio es una muerte callada que se adueña de la voz hasta dejarla muda.” le susurró su conciencia.
Los juncos, plumerillos capaces de distribuir copos de algodón, parecían celebrar un ritual de colores dispersos pero plenos, conformando caras, cuerpos, figuras, mecidas por el viento. ¿Qué vendría después?, era más que una pregunta; abanico de alternativas promovidas por las fibras aguzadas frente a la inmensidad. Cierta manera de pedir disculpas por la estupidez cotidiana.
Hilos de agua, descendentes, lloraban desde las elevaciones, trazando las mejillas de la piedra, para construir la elegía de la perdurabilidad.
¿Qué significaba ese estruendo expandido en un sitio donde la naturaleza había decidido el nunca más? ¿Dónde la lluvia era lágrima negada?
Sacudió la cabeza sorprendida por las preguntas llegadas desde su interior, pero alerta aceptó que la inminencia de un suceso, le daba platea preferencial, punta de banco de la primera fila, para asistir a un espectáculo único, suponía, porque no había otras señales de vida que su aliento suspendido.
Un pájaro oteó el horizonte pétreo y cantó, ¿cantó? ¿o anunció el fenómeno?
Tartamudeó la tarde cuando el relámpago desenfrenado cruzó el cielo. Alumbraba la marcha a la línea gris casi negra que avanzaba con la velocidad de la idea. Sin saber por qué se puso de rodillas. Se burló de la imploración implícita para una atea inconfensable. Se aceptó que la maravilla también lo puede lograr sin que la adoración o la creencia colisionen. También, porque no, de su propia estupidez y la mentira con que uno mistifica decisiones.
La retirada de las últimas nubes blancas le hicieron comprender que la batalla estaba decidida, igual que su resultado. La primera ráfaga que se extendió desde el centro de la tormenta, anticipó el embate. Su cabello, rubio ceniza, sólo quedó en cenizas, sospechó, cuando advirtió que sus mejillas viajaban raudas hacia atrás, por la fuerza de la primera línea de combate.
El cielo dispuso una muestra posible de su poder. Se rayó el lucero incipiente, que procuraba asomarse desde la cornisa oscura. Cuando la mole -tal era la impresión- decidió avanzar, definitivamente, casi sobre la mujer aterida y de rodillas en el promontorio, la densidad se quebró en la plenitud del trueno y el color naranja invadió el espacio con una uniformidad inexplicable. De pronto ella descubrió que todo el suceso ocurría en el perímetro de ese valle, donde la luna había hecho nido y la sospecha le confirmó que algo iba a parir... cuando llegó la lluvia.


Angeles Charlyne

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