sábado, 18 de septiembre de 2010

Blanco difícil en el mar

-Buen viento el que viene del norte -dijo Tomás abrazado al mástil del velero. Nicolás gruñó y esa expresión era apropiada, se dijo Nina, sentada contra el borde de la escalera que descendía hacia las comodidades de la embarcación. Volvió a mirar, tiernamente, a Tomás, con el pelo despeinado indomable a la hora de estar presentable, según su juicio, su enjuta figura enfundada en el short blanco corto, que dejaba al descubierto sus piernas nervudas, nerviosas, tostadas, como el resto de su cuerpo. El mar transpira una finísima espuma salobre que impregna, hace sólida la superficie de la piel y la apergamina. Unas finas arrugas debajo de los ojos, le agregaban a Tomás tiempo, que no había vivido. Su inclaudicable buen talante, lo ponía siempre en ventaja, pensó ella, frente a personajes complejos como Nicolás.
Una amistad impensable los unía. La hosquedad de este y la locuacidad de Tomás, parecían no tener punto en común de encuentro. Sin embargo eran inseparables, sobre todo cuando de la aventura de navegar imprevistamente se trataba. Casi no era necesario convocarse, parecía posible que siempre dispusieran de espacio para acompañar la decisión del otro. Nina sabía que era una excepción su presencia. Ambos, la consideraban posible y ella nunca se preguntó a fondo por qué, tampoco quiso preguntarles, para que los muros que pintaban el equilibrio del trío, resumieran mensajes incómodos.
Nina era aceptada por los dos y le pareció suficiente. Esa tácita aceptación le hizo convivir viajes plagados de paisajes inesperados y acciones imprevistas. Supo de puestas de sol rojas, tomados los tres de la mano, comulgando la ceremonia imposible de repetir. Esos viajes siempre tuvieron una muestra única; siempre estuvieron teñidos de la excepcionalidad. Ella no sabía muy bien si era común a otros, pero estaba segura, seguridad adquirida con el tiempo, que su caso era ese, por cuanto cada vez que alguno de los dos la llamaba acudía sin preguntar, con la adrenalina desbordando razones.
Nina se sabía hermosa y no necesitaba que nadie se lo confirmara. Igual que ellos, a su manera eran dos hermosos ejemplares, que sus amigas codiciaban. Codiciaban también los códigos con que los tres se conducían durante los tiempos de navegación. Por supuesto esto era inviolable sin que nadie lo hubiera dispuesto, y los tres solían divertirse, a su modo, con la ansiedad ajena, cuando retornaban a tierra.
La bahía donde el muelle de madera casi lustrosa por el tiempo, los acogía, reunía esa tibia intimidad de lo privado. Algún curioso los veía llegar, casi siempre de madrugada, como tres sombras espectrales, recortados contra el cielo azul dorado incipiente, cuando el sol, curioso, asomaba a sus espaldas, casi un rito iniciático que tampoco, alguno de los tres hubiera propuesto; desde el muelle sus figuras llegaban con la luz a sus espaldas y eso añadía cierta impresionante condición al misterio que los rodeaba.
Ahora, en el cabeceo tempestuoso y verde del mar, que murmuraba casi enojado, Nina intuyó que ese viento norte y bueno que anunciaba Tomás, tendría la brevedad del parpadeo. El barco cabalgaba majestuoso y se bamboleaba con la gracia que los navegantes admiran, cuando el mar da su concierto coral. Sospechaba que los hombres esperaban algo, pero ella no preguntaba. Suponía que la sorpresa, como siempre, colmaría expectativas. Los tiempos precipitaban sucesos y ellos administraban descubrimientos.
El sol caía a pico sobre la embarcación. Y la cubierta recogía espasmos salobres que baldeaban su superficie. Los tres trabajaban en la estabilidad con el silencio constructor que había soldado la extraña relación.
La seguridad de Nina. Su pronóstico mental, comenzó a cumplirse. El viento cambió, súbitamente, y el rolido también, Nicolás, haciendo visera sobre sus ojos, miró al frente como esperando algo. -Será tormenta –sentenció, y Tomás asintió en silencio para proceder a trabajar en el velamen, prever. Nina, sin saber por qué, anunció. -Y muy fuerte -sin más comentarios.
El cielo, azul, desmentía rotundo. Muy rápidamente y a ras del agua el aire se enfriaba dando paso a la mutación. En el fondo, donde la mirada tropezaba con la colisión verde azul de mar y cielo, se instaló la sombra oscura de la nube como un telón sobre la primera ola que comenzaba a trepar.
-Se la ve muy fuerte -agregó Nicolás en términos personales, que el trío había establecido como léxico común. Nina musitó como para sí, -la que viene será peor. Tenían tiempo hasta que la primera llegara hasta ellos, Tomás puso el arpón al alcance de la mano, sin ninguna explicación. Un tiempo inmedible después, comenzaron a descender vertiginosos, rumbo al hueco que fabrica el impulso de la ola gigante que se viene. El cielo gris, decoraba el momento. El edificio líquido que se abalanzaba fue escalado raudamente por la mano experta de los tres, que se habían enlazado con cuerdas especialmente diseñadas para posibilitarles el desplazamiento. Estaban empapados cuando comenzaron el nuevo descenso, mirando atrás la mole verde que viajaba a una velocidad inusitada. El vacío se pronunció y los tres se miraron concordando en silencio que la próxima ola sería superior en tamaño, intensidad, y violencia. El barco, una vez más, mostró la insignificancia frente a la naturaleza. Los tres se afirmaron con la vela recogida, para sortear aquello que en el fondo de la superficie comenzaba a crecer, desmesuradamente, también tenían claro, sin cambiar palabra que otra peor, no la podrían pasar. Cuando se les vino encima se sintieron barridos, sacudidos y aplastados contra la cubierta. El barco resistió y bajó los siguientes treinta metros de altura, con la dignidad de los sobrevivientes. Se miraron para convenir que “eso” había pasado y sentirse transportados del cielo al infierno en un segundo, fue la sensación que estaban aceptando. La placidez posterior de la navegación, casi una balsa, luego de la sucesiva visita que debieron sortear, les regaló una fuerte sensación de felicidad. A la derecha del rumbo de navegación, sin embargo, una tenue línea blanca llamó la atención de Nina.
-¡Tiburón! -advirtió sin alterarse. La aleta de navegación iba recta y paralela a su derrotero. Parecía acompañarlos pero, todavía no podían precisar su dimensión. Tomás y Nicolás se prepararon en silencio y seguían con la mirada el fenómeno, pues estaban seguros que el tiburón los había detectado. Los tres fascinados con la ruta y el vigía, aprovechaban las condiciones de navegación. Repentinamente lo entendieron. A su frente, el frente de tormenta era una mole oscura. El viento les llegó casi a traición, con tremenda velocidad. El barco y el tiburón dejaron de ser figuras visibles. Tomás y Nicolás con el apoyo de Nina lograron controlar el barco y situarlo en el ojo de la tormenta. Allí estaba la calma y alrededor la turbulencia. El tiburón se apareó al barco, casi cobijándose. Los hombres aprestaron el arpón pero no fue necesario, el enorme tiburón blanco, los rodeó suavemente, como tranquilizándolos. La tormenta duró lo que duró, ellos no usaban relojes ni instrumental. Cuando la furia cesó, una calma aceitosa se instaló sobre la superficie del agua, los tres comenzaron a ver, a lo lejos, el muelle al que nunca llegaron a otra hora que la del amanecer. La pausa astral sólo parecía entenderla el tiburón blanco. La noche los cubrió con su seda negra y los navegantes decidieron aguardar, conocedores que los misterios, no conviene, a veces, desentrañarlos. Resignaron urgencias por horas. Cuando una tenue línea de luz abrió el ojo en el horizonte, el barco se movió. La condición del tiempo, no había cambiado. Volvieron la cabeza, el tiburón blanco, gigante, los empujaba, un remolque marino certero. ¿Cómo era posible que esa mole clara conociera el destino?
No se hicieron preguntas, cuando las primeras figuras de la costa fueron visibles y adquirían formas, la corriente retomó frecuencia. El trío se volvió para comprobar que el tiburón los acompañaba navegando la pena de la despedida, el barco se deslizaba raudo, ahora y cuando la seguridad del tiburón llegaba al límite, movió la aleta, ellos creyeron como saludo, para perderse lentamente, por debajo de las columnas que sostenían el muelle y enterraban en la arena; bordeó la bahía, majestuoso y creyeron que se quería quedar, una sensación incomprobable. Se quedaron parados sobre la cubierta, de espaldas al muelle, tres figuras que no podrían jamás contarle a nadie esa experiencia.
No fue necesario prometerse nada. Nina vio al viejo Juan, alelado con su vieja caña de pescar y su caja de cebos, con la mirada perdida. Cuando desembarcaron el viejo sólo alcanzó a musitar -Volvió-. Y regresó al pueblo, detrás del trío que tomado de la cintura, se guardaban una nueva historia.


Angeles Charlyne

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