miércoles, 25 de agosto de 2010

Detrás de la nada... nada

La campiña tenía florecido un largo sendero que parecía alfombrado de anémonas rojas y azules. Vestían bien las laderas desnudas donde la piedra gris era la relación áspera con la realidad. El castillo, en la parte superior de la pendiente, vigilaba los movimientos de los habitantes del valle.
El lugar, en primavera, tenía una particularidad y era la simetría, que un jardinero especialmente estético, hubiera diseñado.
Fernanda, cuarta generación de habitantes del castillo, sabía que ese jardinero nunca existió. La naturaleza, en su extraña elección de sitios y lugares, parece decidir como armonizar los equilibrios. Luego, el hombre, desvía el trazado original, para satisfacer sus propias decisiones, que considera superiores al orden natural y los subordina desatando la sutil armonía.
El desequilibrio nunca es perceptible a simple vista, Fernanda lo sabía porque el bisabuelo, Enrique, le supo transmitir la vieja enseñanza que las distintas generaciones supieron respetar.
Ese silvestre desorden ganaba lugar en la mudanza de tonos que cada estación del año escribía con su propio código, el pasaje del predominio transitorio. Por esa causa cada estación del año tenía su propio encanto. Personal encanto. Intransferible encanto.
Es así que el invierno acopiaba ráfagas heladas y tornaba desértico el paisaje. La mayoría de los grises; la tierra húmeda y escarchada bajo el cielo adusto invitaba a guardar el alma, sin embargo, extática, Fernanda cabalgaba todas las mañanas heladas, para contemplar desde lo alto de la colina la aspereza a sus pies que se perdía en el océano terracota.
El sol jugaba escondidas con las nubes y la súbita templanza le alojaba una traviesa tibieza. Abrigada para el caso, pasaba horas descifrando la mudanza del tiempo. Asistía maravillada a la migración de los pájaros del bosque que, en las ramas peladas de los árboles, deliberaban sobre el viaje a un sitio más abrigado.
Una cierta congoja la invadía pero se consolaba con el regreso triunfal, cuando la primavera impulsa el despunte de la tierra.
Fernanda prestaba atención a la mutación y los crecientes movimientos que el sol instalaba. La luz, supo, era un hachazo a la oscuridad. Llegaba para elegir y mostrar el camino. Y ese inenarrable placer le confirmaba que la lucha entre los antagonismos: -noche, día-; luz, oscuridad; bien-mal, se sucedían en una eterna disputa que ella no podía calibrar.
Intuía que un orden superior sostenía ese inescrutable designio, pujando por las formas del futuro. Era algo que no podía poner en claro pese a que Enrique, el bisabuelo, murmuró alguna vez sobre el misterio del orden de Dios.
Fernanda, tal vez por eso, desconfiaba de un Dios impotente de ordenar el ejemplo de la “justicia divina”. Desconfiaba más del plan estratégico de la desigualdad. Como si las criaturas, hechas a su semejanza, jamás pudieran serlo. Como si algo le hubiera fracasado a Dios y sus criaturas eligieran la peor opción.
Lo cierto para ella es que cuando el verano declinaba sus galas y se raleaba la vegetación ella iniciaba la anual peregrinación a la base de la capilla, oculta en un bosquecillo. Desmontó y corrió su capa azul hacia atrás. Atravesó el pasillo, rodeó el altar y al final de otro corto pasillo, las escaleras descendían a una suerte de cripta. Al fondo de ese pasillo recién aparecido, una severa puerta de caoba oscura, seguía tan impenetrable como siempre.
La capilla estaba abierta día y noche y la mantenían limpia las buenas gentes del pueblo. La llave de esa puerta nunca fue encontrada pese a la inquietud del bisabuelo Enrique, que siguió anteriores búsquedas, infructuosas por otra parte.
Un documento ajado y entrevisto por Fernanda alguna vez, acertijaba que de abrirse la puerta de la cripta, nada sería igual. ¿Pero qué?, solía preguntarse y cada año renovaba el intento. Rechazaba la frialdad del castillo luego de la muerte del bisabuelo Enrique, sobre todo las habitaciones desoladas le traían demasiados recuerdos y, a veces, las cortinas al viento le parecían saludos que ella no quería para sí.
Demasiado encierro fuera de ese peregrinaje fortuito que amaba. Pero, sospechaba, que el mundo era algo más que eso y ella quería, por lo menos, verlo.
Ese mediodía, la hora según el bisabuelo Enrique, para probar el picaporte de la cripta, apoyó su mano casi desencantada y esta vez la puerta se abrió. Para sostenerse del viento tuvo que aferrarse de las jambas de los marcos de la puerta, porque la potencia superó sus fuerzas.
Abrió sus ojos, los cerró y volvió a abrirlos para comprobar que detrás de la nube de polvo de la herrumbre que se disolvía en la tarde que se retiraba, el espacio era una inmensa nada que la sobrecogió. Allí entendió que “así en la tierra como en el cielo”, era algo más que una oración.


Angeles Charlyne
De “La puerta que…”


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