martes, 31 de agosto de 2010



Graciela Bertoldi- Angeles Charlyne
Exponen. Desde el 28 de Agosto,
Av. A. M. de Justo 1744
PUERTO MADERO

miércoles, 25 de agosto de 2010

Flame I. La entrada

Movimiento II

Detrás de la nada... nada

La campiña tenía florecido un largo sendero que parecía alfombrado de anémonas rojas y azules. Vestían bien las laderas desnudas donde la piedra gris era la relación áspera con la realidad. El castillo, en la parte superior de la pendiente, vigilaba los movimientos de los habitantes del valle.
El lugar, en primavera, tenía una particularidad y era la simetría, que un jardinero especialmente estético, hubiera diseñado.
Fernanda, cuarta generación de habitantes del castillo, sabía que ese jardinero nunca existió. La naturaleza, en su extraña elección de sitios y lugares, parece decidir como armonizar los equilibrios. Luego, el hombre, desvía el trazado original, para satisfacer sus propias decisiones, que considera superiores al orden natural y los subordina desatando la sutil armonía.
El desequilibrio nunca es perceptible a simple vista, Fernanda lo sabía porque el bisabuelo, Enrique, le supo transmitir la vieja enseñanza que las distintas generaciones supieron respetar.
Ese silvestre desorden ganaba lugar en la mudanza de tonos que cada estación del año escribía con su propio código, el pasaje del predominio transitorio. Por esa causa cada estación del año tenía su propio encanto. Personal encanto. Intransferible encanto.
Es así que el invierno acopiaba ráfagas heladas y tornaba desértico el paisaje. La mayoría de los grises; la tierra húmeda y escarchada bajo el cielo adusto invitaba a guardar el alma, sin embargo, extática, Fernanda cabalgaba todas las mañanas heladas, para contemplar desde lo alto de la colina la aspereza a sus pies que se perdía en el océano terracota.
El sol jugaba escondidas con las nubes y la súbita templanza le alojaba una traviesa tibieza. Abrigada para el caso, pasaba horas descifrando la mudanza del tiempo. Asistía maravillada a la migración de los pájaros del bosque que, en las ramas peladas de los árboles, deliberaban sobre el viaje a un sitio más abrigado.
Una cierta congoja la invadía pero se consolaba con el regreso triunfal, cuando la primavera impulsa el despunte de la tierra.
Fernanda prestaba atención a la mutación y los crecientes movimientos que el sol instalaba. La luz, supo, era un hachazo a la oscuridad. Llegaba para elegir y mostrar el camino. Y ese inenarrable placer le confirmaba que la lucha entre los antagonismos: -noche, día-; luz, oscuridad; bien-mal, se sucedían en una eterna disputa que ella no podía calibrar.
Intuía que un orden superior sostenía ese inescrutable designio, pujando por las formas del futuro. Era algo que no podía poner en claro pese a que Enrique, el bisabuelo, murmuró alguna vez sobre el misterio del orden de Dios.
Fernanda, tal vez por eso, desconfiaba de un Dios impotente de ordenar el ejemplo de la “justicia divina”. Desconfiaba más del plan estratégico de la desigualdad. Como si las criaturas, hechas a su semejanza, jamás pudieran serlo. Como si algo le hubiera fracasado a Dios y sus criaturas eligieran la peor opción.
Lo cierto para ella es que cuando el verano declinaba sus galas y se raleaba la vegetación ella iniciaba la anual peregrinación a la base de la capilla, oculta en un bosquecillo. Desmontó y corrió su capa azul hacia atrás. Atravesó el pasillo, rodeó el altar y al final de otro corto pasillo, las escaleras descendían a una suerte de cripta. Al fondo de ese pasillo recién aparecido, una severa puerta de caoba oscura, seguía tan impenetrable como siempre.
La capilla estaba abierta día y noche y la mantenían limpia las buenas gentes del pueblo. La llave de esa puerta nunca fue encontrada pese a la inquietud del bisabuelo Enrique, que siguió anteriores búsquedas, infructuosas por otra parte.
Un documento ajado y entrevisto por Fernanda alguna vez, acertijaba que de abrirse la puerta de la cripta, nada sería igual. ¿Pero qué?, solía preguntarse y cada año renovaba el intento. Rechazaba la frialdad del castillo luego de la muerte del bisabuelo Enrique, sobre todo las habitaciones desoladas le traían demasiados recuerdos y, a veces, las cortinas al viento le parecían saludos que ella no quería para sí.
Demasiado encierro fuera de ese peregrinaje fortuito que amaba. Pero, sospechaba, que el mundo era algo más que eso y ella quería, por lo menos, verlo.
Ese mediodía, la hora según el bisabuelo Enrique, para probar el picaporte de la cripta, apoyó su mano casi desencantada y esta vez la puerta se abrió. Para sostenerse del viento tuvo que aferrarse de las jambas de los marcos de la puerta, porque la potencia superó sus fuerzas.
Abrió sus ojos, los cerró y volvió a abrirlos para comprobar que detrás de la nube de polvo de la herrumbre que se disolvía en la tarde que se retiraba, el espacio era una inmensa nada que la sobrecogió. Allí entendió que “así en la tierra como en el cielo”, era algo más que una oración.


Angeles Charlyne
De “La puerta que…”


sábado, 21 de agosto de 2010

Surrealismo. Los dictados del inconsciente


“En cada aposento el mundo tiembla, la vida engendra algo que asciende hacia los techos”
Antonin Artaud -Fragmento del Poema: “Noche”-.

miércoles, 18 de agosto de 2010

El hombre sin Dios

“Estoy en el último rincón del paraíso
aquí, entre la mugre y el deshonor,
en un recoveco sublime
donde pulula la felicidad
de no ser nadie en la nada
porque el hombre de vuelta
reposa tranquilamente en la animalidad.”

Juan Filloy



El sol parecía una moneda de oro, destellante, cayendo abrumadora sobre el paisaje.
La tarde vomitaba ardores y fragores, dejándose violar, abrazada a Eros y abrasando las casas y su gente.
Los pájaros trinaban buscando el aleteo próximo de la aguas.
Los riachos eran canteros resquebrajados e inútiles, vasijas de arcilla por donde se escabullían antiguas humedades.
Los pececillos, seres paridos para morir, abandonaban sitio equivocado, partiendo rumbo a destino cierto.
Todo se había transformado la noche anterior, cuando un viento sucio, austero y traidor barrió los campos, mutiló árboles y plantas y convirtió el color, el movimiento, la vida, en algo críptico, oscuro, como una foto blanco y negro, donde sólo las sombras prevalecen.
Ni una sola lágrima cayó después de la tormenta, ni una sola gota de roció para llorar la pena, sólo el lamento -instalándose demoledor- y la sospecha.
Marina, sentada en el sillón de la vieja casona, leía esa tarde.
Una extraña llamarada la sobresaltó, como si el fuego afuera se apropiara de ella, inundando el recinto y transgrediendo el silencio.
-¿Es una señal? -se preguntó- pero… ¿de qué..?.
La joven se incorporó y llevando el libro consigo se acercó a la ventana.
El libro -novela premiada- estaba deteriorado por los años, un trofeo a punto de sucumbir. El nombre del autor Bruno Salinas Crespo, -reconocido por su extensa y valiosa trayectoria literaria- brillaba en letras doradas.
Las manchas de moho sin embargo tapizaban las hojas ocres, como si mariposas traviesas se hubieran dado cita, estampándose sangrientamente negras sobre las páginas, figuras suicidas contra cristales de papel.
“El hombre sin Dios está aquí -pensó Marina, luego de presenciar lo sucedido.
La frase había quedado en su memoria minutos antes cuando decidió consultar la contratapa del libro.
Atormentado, esclavo de obsesiones ajenas -siguió recordando desordenadamente la sinopsis- luchaba, ideando la manera de soltar amarras, camino a la libertad
El hombre sin Dios había sido confinado dentro de una trama plena de exigencias y sobresaltos, donde un viejo escritor, Valentín Sosa -su creador- frustrado en sus intentos por lograr fama, prestigio y gloria, le había encomendado por medio de su pluma, la tarea de llevarlo a la fama. Asignatura que consideraba pendiente”.
“La psicosis de Valentín Sosa, juega en esta obra un papel preponderante.”El hombre sin Dios” es un abuso a la imaginación” -afirmó la crítica.
Se supo que muerto el autor, Salinas Crespo, sus familiares recopilaron los manuscritos, logrando que fuera misteriosamente editado. Misteriosamente, porque su deceso se produjo instantes antes de concluir el último capitulo.
¿Pero que había sucedido con su personaje? ¿Qué rumbo había tomado la historia? ¿Valentín Sosa había podido lograr su propósito? ¿Y qué fue…del hombre sin Dios....?
¿Qué le quedó por decir a Bruno Salinas Crespo...?.
Un diario Londinense, dijo en una de las citas, no haber hallado explicación para tal audacia –se refería a la de la familia que entregó el material inconcluso y a la irresponsabilidad de la editorial que a sabiendas, lo publicó- .“Mucho menos comprendemos la respuesta favorable del lector”.-finalizó diciendo.
¿Qué habían encontrado los lectores en una obra sin un final aparente...?
Un epílogo abierto… Un interrogante difícil de dilucidar.
A Marina, le había llegado a sus oídos la versión polémica del libro. Confuso para su época, seguía en la actualidad derribando fronteras, recibiendo elogios y acaparando la atención de lectores.
Lo percibió cuando felizmente para ella, gracias a la ayuda de una escalera, encontró un ejemplar en el estante alto de madera de la vieja casa, donde las telarañas insinuaban una fiesta de fascinación y velo, donde todos los olvidos estaban permitidos, cubiertos de polvo y a resguardo de indiscretas miradas.
Un extraño sudor se fue adueñando de su piel y emociones mientras lo leía… adrenalina dispuesta a ser río.
La trama le resultaba -como seguramente para otros- un enigma a descifrar, que la impulsaba seguir en la constante búsqueda. Su dedo índice humedecido, trabajaba con empeño para saber más.
El murmullo creciente de las palabras, el andar de las metáforas… el suspenso que creaba la pausa no le daban respiro.
Sabía que una sola gota de tinta de más de su autor Bruno Salinas Crespo, una de menos, podrían llegar a cambiar el rumbo y el destino de los protagonistas, que a su juicio eran dos. ¿Pero hasta donde había llegado la sangre negra...?¿y a quién pertenecía? -se preguntaba.
La ruta -un camino polvoriento, desde su visión casi encandilada por los rayos del sol pegando contra el vidrio de una de las ventanas, parecía ahora dividido en dos, donde las dos líneas se disputaban gente.
Uno de los accesos era amplio, generoso, tentador, -una boca abierta, carnosa, que insinuaba- por donde los pueblerinos se encaminaban.
El otro camino, el que se negaron transitar, era pequeño, angosto, se asemejaba a una franja plana, lisa, recta, sin desvíos posibles, -una llamada de atención a la conciencia- sin estrías como una púber anatomía, sin huellas ni heridas.
Marina comenzó a vibrar, como si la escena, el paisaje y el gentío le transmitieran ondas sonoras.
El libro apabullado, se deslizó de su mano, buscando refugio sin temblores.
Sus páginas abiertas como pétalos, jugaron el instante en que duró el placentero vuelo, para luego afirmarse a la quietud próxima del piso.
Absorta lo persiguió con la mirada, hasta descubrirlo luego, luciendo blanco, inmaculado, en paz, sin pecados ni sombras.
“El hombre sin Dios” ha huido, ¡se ha salvado! -exclamó con certeza-, mientras una informe silueta salía de la sala, corriendo rumbo a la ruta.
¿Cuál había sido el final que había interpretado el resto? -confusa, se preguntó.
Otra vez una oleada calurosa embriagó el aire. Un reguero de tinta negra se esparció, alfombrando el suelo y confundiéndose entre a la multitud.
Los insanos, cobardes y corruptos, desfilaban abordando el camino grande, el más fácil, el más corto, por donde transitan las almas de los que buscan sólo gloria.
¿Era el sello de Valentín Sosa, persistente en sus deseos?
El hombre sin Dios ahora estaba eligiendo -se dijo Marina cuando lo vio cruzar sin dudar.
El sendero angosto -aquel que cuesta por ser estrecho y extenso- se abría, mostrándole la llama de la luz, que flameaba intacta sobre el final.
“Para él, la gloria sólo representaba un camino de ida -segura se confirmó-… una escapada sin regreso…”


Angeles Charlyne



El Cristo azul/T/M

Grupo Aires del Sur





Exposición "Deshumanización" Centro Galego Betanzos-.

lunes, 16 de agosto de 2010

Deshumanización/ Grupo Aires del Sur


Casa de Cultura de Banfield, en compañía de Juana Ricci y Dante Peralta

El cuadro

El camino giraba en U. Justo en la mitad de la panza estaba detenido un auto blanco. El motor en silencio. Parecía abandonado. Lo vi desde lejos. Estaba atravesado y el tránsito debía eludirlo con un poco de suerte, porque de un lado estaba la pared de la montaña y del otro el precipicio. Tres mil metros abajo, el paisaje lunar y rocoso, hacía culto del silencio. El auto era casi nuevo y los vidrios oscuros impedían ver el interior. Me fastidió el episodio, pero también la soledad del lugar y lo precario del movimiento.
Me sentí al borde de la duda, Reduje la marcha al mínimo, calculé el espacio como quien elude una cita con la verdad. El error, por leve que fuera, haría inevitable el después. Me detuve lo más próximo que pude a la pared de la montaña. Coloqué el freno de mano. Descendí. Busqué una piedra para reforzar la prevención de un deslizamiento inoportuno, como las confidencias a destinatarios violables. Desde allí el paisaje era demoledor. El azul del cielo casi un insulto. En los picos más altos de los alrededores, la nieve había depositado su blanca carga, a plazo fijo. La piedra gris imponía el respeto de la memoria testigo.
Caminé sobre la grava rumbo al vehículo. Hice pantalla con mi mano, pero el interior parecía impenetrable. Rodeé el auto. Estaba cerrado luego de comprobar que hay gente que teme hasta el silencio.
Decidí que si lograba moverlo, ya que al parecer no había nadie, aunque más no fuera un metro, podía pasar y llegar a destino. Los misteriosos designios del Señor tienen rumbos ineluctables, cuyo tránsito no siempre es el que se elige. Me rasqué la cabeza hasta dar con una piedra que, sin ser filosofal, resolvió mi compromiso. La envolví en la campera que usé de protección antes de golpear la ventanilla del lado del conductor, que estalló como una fiesta de sonidos insolentes. La lluvia de vidrios fue polvo de estrellas rumbo al polvo.
La oscuridad del interior se interrumpió con el halo de luz que llegó desde el exterior, como el haz de una linterna. Nadie en su interior salvo, en el asiento posterior, como si fuera un pasajero importante, la informe forma cubierta de un cuadro enmarcado.
¿Cómo podría ser que justo me tocara a mí? columnista de arte en un ignoto diario de provincia, tropezar con esa carga que hasta podría ser valiosa. Siempre dije que nada hay más fácil de robar que una obra de arte y por eso no es bueno hacer público estos delitos.
Destrabé la puerta trasera sin olvidar comprobar que dentro del auto todo estaba en orden. Retiré la carga y la apoyé contra la pared de la montaña. Registré los alrededores para ver que señales de vida encontraba, vinculadas con ese misterio atravesado en mi camino. Nada.
Antes de evaluar el contenido reparé que, en realidad, el auto parecía no haber sido abandonado intempestivamente. Pese a ello intenté imaginar razones, accioné los mecanismos que liberaban el baúl y el capot, para verificar la razón mecánica, si la hubiera, nada parecía afectado. Tampoco tenía ganas ni conocimientos para verificar que todo estuviera funcionando y en orden. Lo cierto es que lo único ausente era la vida humana y las llaves de contacto.
Finalmente, resignado y antes que la tarde progresara en su marcha, regresé al cuadro. Levanté la gruesa manta que lo cubría, sospecho que para protegerlo, y me quedé en estado de éxtasis. Luego palidecí. Ciertos tonos del autor eran casi idénticos a los que utilizara para explicar la técnica de Piet Mondrian el mismo que definiera: “para el hombre nuevo lo universal no es una idea confusa, sino una realidad viva que se manifiesta visible y audiblemente”. Pese al calor incipiente, una mano helada me situó en la imagen, allí estaba su. “Molino de noche” y me quise explicar lo inexplicable. Primero si era auténtico. Para eso busqué los elementos que llevaba como el cepillo de dientes, incorporado. Hice los trabajos de peritaje, sencillos para alguien que, como yo, conoce el oficio, para volver a temblar ante la certeza. Era legítimo. Retrocedí como si alguien me hubiera empujado. ¿Qué debía hacer? además de pedir ayuda o de informar en algún lugar del camino. Pero ¿y eso incluía devolver el cuadro?
La potencia de la oportunidad galopaba furiosa buscando legitimar la decisión. Me golpeé la cabeza contra la incertidumbre y la piedra.
Finalmente decidí que antes de partir y por el tiempo de luz que me quedaba, podía tratar de averiguar algo, en esa soledad sobrecogedora, donde hasta una idea parecía oírse en el tiempo. Descendí la montaña con cuidado luego de comprobar, por algunas pertenencias, que una mujer y un hombre tripularon el auto.
Me llevó un largo tiempo explorar y seguir tenues señales de marcas en la tierra, finalmente en un recodo del camino, debajo de una saliente de la montaña casi refugio natural, fuera de la vista y por supuesto del camino, dos figuras parecían arropadas en el piso, como atravesadas de frío y espanto.
Me acerqué, estaban inmóviles, parecían dormidos. No lo estaban, por lo menos el arma en las manos del hombre, hacía presagiar que el sueño era definitivo. La mujer desmadejada, por la posición, parecía haber sido alcanzada a destiempo y mal para ella que no se pudo poner a salvo. Pero ¿si no hubo lucha que ocurrió allí en realidad? Los impactos trazaron un mapa en el cuerpo de ella, por lo menos a simple vista era lo que parecía. En tanto, ¿qué había ocurrido con él? Lo volví con cuidado para comprobar que en el lugar de la cara sólo había un hueco que debió ser sanguinolento, ahora cubierto de polvo seco arrastrado por el viento que no se detiene. “Carne de viento”, pensé y el horror había borrado hasta el asombro. Las huellas de una tercera presencia, sólo eran visibles en algunas malezas destruidas, por el peso quizás excesivo. Un brillo fruto de los últimos estertores de la luz, revelaron la presencia de las llaves del auto. Las recogí, maquinalmente, sin saber que hacer, con el aturdimiento flamante de lo irresuelto.
Volví al camino, probé suerte con las llaves. El auto arrancó, lo hice deslizar lo más próximo a la pared, para facilitar el paso. Lo detuve. Descendí. Busqué en mi propio vehículo el paño que usaba para sacar brillo, repasar el parabrisas o secarme las manos, según fuera necesario. Repasé todas las superficies que había tocado y recién allí caí en la cuenta que estaba cubriendo mis huellas, agoté el tiempo posible antes que la lengua negra de la noche, hiciera la mueca en el cielo y proseguí el descenso.
No pensaba, como si las respuestas fueran a llegar desde fuera. De reojo y por el espejo retrovisor comprobé con satisfacción que “el molino...” desde el asiento trasero, vigilaba el camino rumbo a mi fortuna, porque ese cuadro valía una fortuna y yo conocía lo suficiente como para dar y obtener el mejor precio de las ambiciones privadas, en las colecciones privadas, casi tanto como las curiosidades privadas, que para estas situaciones dominan todos los tonos de la discreción. Me asusté de mi y la transformación, pero no retrocedí un milímetro. Por lo menos alguien decidía por mí y creo que sin excluir que al llegar al valle, el camino se bifurcaba y elegí el de la izquierda, sin conocerlo.
Ya era inevitable llevar de techo los tonos oscuros y las estrellas guiñando, en tanto el frío descendía de las cumbres, para aplastar los tiempos. Cuando la naturaleza dicta, uno copia, aprendí en el peregrinar montañoso. Me pareció que al fondo de la ruta ahora espectral con los primeros tonos de la luna, sobre una de las márgenes, la sombra de una edificación, oscurecía el futuro, no era demasiado lejos del reciente paisaje sangriento, ni siquiera de la carga valiosa que llevaba. Al aproximarme y mejorar la percepción, me estremecí y un frío extraño que no llegaba precisamente del clima, me caló por dentro. Apagué las luces, paralelas a la edificación, estacioné silenciosamente y descendí empujado por una mano invisible. Antes de salir volví la cabeza. La manta que cubría el cuadro, se había deslizado y la tela, estaba en blanco. No tuve espacio para el asombro, alcé la vista para comprobar que la presunción era cierta y "el molino...” estaba frente a mí, tan oscuro como en el cuadro y tan hospitalario como un dedo acusador. Una lenta fatiga descendió sobre mi voluntad y caminé arrastrando los pies hasta la entrada. La puerta se abrió tan silenciosamente como la comprensión; cuando la traspuse, el animal se me vino encima.


Angeles Charlyne
Texto incluido en Antología Nueva Literatura Argentina 2005
Editorial DE LOS CUATRO VIENTOS

domingo, 15 de agosto de 2010

Caminante no hay camino...





























Feria Internacional del libro/ Ciudad Autonóma de Bs As-2003/2004.





El escritor

Las piedras grises y desparejas de la calle, estaban húmedas por el rocío de la noche y parecían replicar las luces, que se bamboleaban por efecto del viento, en sus cárceles de vidrio. Por otra parte, gemían por el movimiento que las hacía pendular.
El tiempo lucía desapacible. El olor que desprendía la tierra, en la zona del parque, era una llamada que excedía la intuición. Hacía días que no llovía. La naturaleza era, por momentos, remisa casi egoísta, en esa época del año.
Las nubes desfilaban orgullosas, algo ligeras de equipaje, con un apuro que no se justificaba, pensó Claudio detrás de los anteojos de aro redondo y metal, que aniñaba una mirada gris, algo soberbia, sobre todo cuando agitaba sus cabellos cuidadosamente largos, con organizado desaliño, un castaño en cierta forma sucio, por algunas canas que eran clarinadas anunciantes de los cuarenta que, según él, iniciaban la última recta de la vida.
Apretaba bajo el brazo izquierdo la carpeta azul que ordenaba los originales de su primera novela. En realidad se admitía no haber sido prolífico, como se estila, transitando la poesía y el cuento, muelles alternativos previos para ese viaje que suele ser, para algunos la literatura. No le gustaba trabajar en nada, algo no delictivo, pero en cierta forma incomodo a determinadas alturas de la vida, sobre todo si se había trabajado de hijo a tiempo completo, como era su caso.
“La negrita” así llamaba a su madre, siempre pudo con la vida, para los dos, luego que Adolfo, su marido y padre de Claudio el único fruto, sin considerar la pérdida de Vicky, la primera no nacida, que la fatalidad les arrebatara.
A “La negrita” le costó tiempo reponerse y estuvo a punto de no reincidir, pero Adolfo, previsor, la persuadió que la vida tiene trampas y una de ellas consistía en el riesgo que él la dejara sola, por esas cosas del destino.
“La negrita” lo miró largamente, como suelen ser de elocuentes los mejores discursos de parejas y volvió a reconocerse en el amor que se tenía con Adolfo, alto, rubio, blanco, ligeramente encorvado, como portando un peso indisoluble casi secreto y estigmático. Fue así que aceptó tiempo después y Claudio tuvo su oportunidad.
Ahora Claudio miraba su casa desde la esquina, dubitativo. Podría pasar primero por el bar de Esteban y beber el penúltimo whisky para que no quede sin beber; si bien la opción de ir directo a casa lo seducía como una decisión por lo menos confortable. Por otra parte ella no llegaría temprano, nunca lo hacía y esa franquicia del tiempo, le resultaba oportuna para corregir el original de la novela. No le gustaba para nada la sobremesa de la cena, teñida de comentarios sobre la jornada laboral de ella, porque no le interesaban realmente y porque cierta molestia, respecto de las responsabilidades, le rondaba a la hora de pedirle dinero para salir. Era mejor que las distancias por leves que fueran le resultaran útiles. Solía jugar con la buena fe de la gente, empezando con ella, ya que no le asignaba otro rol que el de escudera del servicio que los mantenía limpios y alimentados a los dos. No le concedía otro valor, pese a que se esforzaba en convencerse que no podía ser tan basura.
Finalmente y seguro de tener JB en la alacena, saludó a Raúl el portero del edificio quien, como todos sus pares, conocía vida y milagros de los vecinos y muchas de sus anécdotas teñidas de chismes mal intencionados, poblaban parte del material que Claudio llevaba bajo el brazo y siete llaves de silencio, porque confiaba con ella, ganar el primer premio del concurso que organizaba el “gran diario”, cifra que le permitiría liberarse por un tiempo, supuso, de esta gustosa dependencia.
El piso siete era bíblico a las siete de la tarde de ese invierno ruinoso para los grises que él llevaba puestos en su ropa que recorría toda la gama de ese tono y llevaba a paseo pintando el color de su vida, donde se sentía seguro, por lo menos así lo creía, a la hora de elegir el futuro.
La puerta cedió a la llave y, por primera vez, pensó que no debía haber abierto esa puerta, ese día a esa hora y en ese momento. El año era el último del milenio y las profecías suelen advertir sobre oscuridades que se repiten a lo largo de los siglos, aunque muy bien nunca sospechó si la eternidad estaba a la vuelta de esa esquina del barrio de Almagro, de su vida.
Sin embargo y con embargo del mañana, tras de la apuesta a la puerta y al tras la puerta, esa que nunca su madre quiso abrir. Adolfo supo confiarle que eso quedaría sepultado para bien o para mal, porque aquello que se encuentra y no puede explicarse ni defenderse, merece que nunca trascienda, porque sólo aumenta la confusión.
Claudio pisó la misma alfombra de todos los días, sin embargo tropezó y golpeó contra la puerta prohibida. Su cabeza rebotó y el aturdimiento fue más eficaz que el JB, en su dosis diaria, una cuota de costumbre con la que adormecía la de misterios nacidos de tanto silencio acumulado entre su padre y él. Pensó, como casi todos los días, que nada era lo suficientemente fuerte como para torcer el acuerdo que él conoció ligeramente explicado por su madre. Ingresó a la sala amplia y acogedora, y sin proponérselo, su mirada quedó fija en la vieja llave que separaba el secreto invaluable, a cambio de la nada diaria.
Se volvió, repentinamente y llave en mano marchó rumbo a la puerta. La introdujo y la violación consentida admitió que la seguridad había quedado atrás. La penumbra hirió sus ojos desde el profundo pozo de la sombras. Parpadeó repetidas veces, para acomodarse a la visibilidad menguada que, supuso, eran parte del aguardo.
Nada había dado la vuelta al mundo más que su vida. Sobre la mesa central de la habitación lucía una carpeta tan azul como la que portaba bajo su brazo izquierdo, tan igual que un sólido sobresalto sobrevoló sus entrañas trasegadas de repulsas y cuestiones nacidas de su propia dimensión.
Se acercó temeroso midiendo los tres años desgastados en la construcción de la ficción. Cotejó el titulo: “Mayo y el ocaso” y un frío repentino desgarró el pasado. Cada página era un calco. El final, mayúsculo por el oprobio, refería al mismo nombre de mujer, Julia.
Su pavor quedó calcificado en la dedicatoria: a quien nunca debió abrir este libro, porque el futuro es ayer.


Angeles Charlyne
De “La puerta que…”